Ahora que la carrera por la candidatura del Partido Demócrata a la Presidencia se acerca a su resolución y la atención se centra en el papel de los denominados superdelegados en la elección del candidato, resulta instructivo examinar las razones por las que mi partido creó en su día este tipo de delegados.
Tras las elecciones a la Presidencia en 1980, la desorganización se adueñó del Partido Demócrata. En aquel año, el senador demócrata por Massachusetts, Ted Kennedy, disputó al presidente Jimmy Carter la candidatura a la Presidencia y Kennedy llevó la rivalidad hasta la mismísima convención, al proponer 23 enmiendas al programa del partido. Cuando todo hubo terminado, algunos miembros del Congreso, que estaban preocupados por su propia reelección, rompieron con el presidente y con el partido. El resto de la campaña se vio seriamente perjudicado por las luchas internas.
En 1982, tratamos de resolver parte de los problemas internos del partido mediante la creación de la Hunt Commission [Comisión Hunt], que reformó el procedimiento en virtud del cual el partido selecciona a sus candidatos a la Presidencia. Como yo era por aquel entonces vicepresidenta del Comité Ejecutivo Demócrata [el equivalente en España sería el Grupo Parlamentario] en el Congreso, Tip O'Neill, el presidente de la Cámara, me nombró representante suyo en esa comisión. La comisión tomó en consideración una serie de reformas, pero una de las más importantes fue la creación de los superdelegados, reforma en la que tuve una participación destacada. Los demócratas teníamos que encontrar un procedimiento de reunificación de nuestro partido. ¿Qué mejor, pensamos, que hacer que fueran elegidos unos representantes que participaran en la redacción del programa, que fueran miembros del comité de acreditaciones y que contribuyeran a redactar las reglas conforme a las cuales se regiría el partido? La mayoría de los cargos del partido, sin embargo, se mostraban reacios a tomar parte como delegados en unas elecciones primarias; enfrentarse a un elector cuya gran ilusión es ser delegado en la convención nacional del partido no es lo que se dice una buena política.
Así fue, pues, como creamos la figura del superdelegado y conferimos esta condición a todos los miembros del Partido Demócrata en el Congreso. Entre los 796 superdelegados se incluyen asimismo en la actualidad los gobernadores [de estados] miembros del partido, ex presidentes y ex vicepresidentes y todos los miembros del Democratic National Committee [Comité Nacional Demócrata] y ex presidentes de este comité nacional.
Estos superdelegados, de acuerdo con nuestra forma de razonar, son los principales dirigentes del partido. Son los únicos que pueden conciliar a los miembros más liberales de nuestro partido con los más conservadores y hacerles llegar a un acuerdo. Tendrían que colaborar en la redacción del programa. Tendrían que decidir si un delegado debe ser aceptado. Tendrían que colaborar en la definición del reglamento interno. En fin, una vez comprometidos en estas decisiones, no tendrían ninguna excusa para romper con el partido o con el candidato del partido a la Presidencia.
El invento ha funcionado. En 1984 encabecé el Comité Programático del partido. Produjimos el programa más largo de la historia del Partido Demócrata, un documento que instituía los principios del partido en unos términos amplios, que ni los cargos de tendencia más liberal ni los de tendencia más conservadora tendrían que denunciar. No dieron lugar a controversia alguna en la convención. Fue un documento del que nadie tenía que renegar. Perdimos en 1984, de manera inapelable, pero aquella derrota no tuvo nada que ver con luchas internas en el Partido Demócrata.
Hoy, ante la posibilidad de que Hillary Clinton y Barack Obama terminen con el mismo número de delegados una vez que los 50 estados hayan celebrado sus primarias y sus asambleas electorales, muchas personas, unas que son expertas y otras que no, están defendiendo que los superdelegados no deberían decidir quién habrá de ser designado candidato. La decisión, añaden, debería seguir en manos de las bases del partido que han acudido a las urnas y que han votado.
Sin embargo, los superdelegados se crearon para ser la vanguardia del partido, no la retaguardia. Se esperaba de ellos, y se espera, que indiquen lo que es mejor para nuestro partido y lo que es mejor para el país. He de suponer que ésa es la razón por la que muchos superdelegados han escogido ya el candidato al que van a apoyar.
Por otra parte, el conjunto de los delegados salidos de las primarias y las asambleas electorales no necesariamente refleja la voluntad de las bases del partido. La gran mayoría de los demócratas no ha sido todavía oída en las urnas. Todos nos hemos quedado impresionados ante la concurrencia a las primarias de este año, y está claro que ambos candidatos han entusiasmado y movilizado a los militantes del partido, pero, aun así, la concurrencia a primarias y asambleas electorales ha sido manifiestamente baja. Sería toda una sorpresa si hubiera participado en ellas un 30% de los inscritos como votantes del Partido Demócrata. Si éste fuera el caso, podríamos terminar eligiendo un candidato que habría contado con el apoyo efectivo de un 15%, como mucho, de los demócratas inscritos. Difícilmente puede eso considerarse un mandato de las bases.
Más importante aún es que, si bien muchos estados, como Nueva York, han celebrado primarias reservadas a los miembros del partido, en las que sólo se ha permitido votar a los demócratas inscritos, en muchos otros estados puede haber habido republicanos e independientes con una influencia decisiva porque se les ha permitido votar en las primarias o asambleas electorales de los demócratas.
No cabe duda de que en las primarias demócratas de Carolina del Sur han votado miles de republicanos e independientes y que muchos de ellos lo han hecho por Obama. Esta misma regla se aplica asimismo en las asambleas electorales de Iowa, en las que también ha triunfado Obama. Ha conseguido sus delegados con todas las de la ley, pero esos delegados no sólo representan la voluntad de las bases del partido sino también la de republicanos e independientes. Si los demócratas de base tuvieran que decidir quién ha de ser el candidato del partido, cada Estado debería aplicar la norma de que sólo se autorice a votar el candidato del partido a los miembros inscritos del Partido Demócrata que hayan militado durante un tiempo determinado, no a los que no sean miembros ni a los que se hayan dado de alta por un día.
Quizás porque he dado mi apoyo a Clinton, tengo la sensación de que la mayor parte de quienes se quejan de la influencia de los superdelegados son partidarios de Obama. No puedo dejar de pensar que posiblemente su problema con los superdelegados no esté en que éstos sean «poco representativos» sino más bien en que se les considera desproporcionadamente más inclinados a respaldar a Clinton. Además, estoy observando, con gran decepción por mi parte, que personas a las que yo respeto en el Congreso y que en su momento respaldaron a Hillary Clinton (me imagino que porque ella era la dirigente que pensaban que mejor podría representar al partido y dirigir el país) se están pasando ahora a Barack Obama con la excusa de que sus electores se han pronunciado. Seré una cínica, posiblemente, pero soy una cínica política con información imparcial. Estos chaqueteros están indudablemente preocupados porque, en caso de que Obama obtenga la designación como candidato, quizás estén provocando un problema de primer orden de cara a sus propias campañas de reelección si no prestan su apoyo a la candidatura del senador.
Ahora bien, si estas personas se sienten contrariadas porque se haya reducido la influencia de los demócratas de base en el proceso de designación de los candidatos presidenciales, entonces me encantaría verles haciendo campaña para exigir al partido que se acepte la representación de los delegados elegidos por los votantes de Florida y Michigan. En estos dos estados no se van a tener en cuenta los votos de miles y miles de militantes de base del partido porque en sus asambleas electorales se celebraron las votaciones en fechas anteriores a las autorizadas por el partido a escala nacional.
Puesto que ambos estados se inclinaron masivamente por Clinton, alzar la voz en defensa de las bases demócratas de Florida y Michigan demostraría la integridad de quienes descalifican la figura de los superdelegados. Con toda seguridad, los votantes de estos estados no se merecen verse privados del voto simplemente porque los jefes del partido en ambos estados los convocaron a las urnas en una fecha que no contaba con la aprobación de los dirigentes de nuestro partido a escala nacional, un desaire que quizá esos votantes no olviden fácilmente en noviembre.
Da la casualidad de que los superdelegados están en condiciones de resolver este problema. En la convención nacional del Partido Demócrata de este verano, en Denver, los superdelegados podrían reafirmar su papel de decisión sobre las acreditaciones y los comités de reglamentos. A fin de cuentas, ésa es una de las razones por las que, por encima de otras consideraciones, se creó la figura del superdelegado en 1982.
Geraldine A. Ferraro, abogada y ex miembro del Congreso de Estados Unidos. Fue la candidata del Partido Demócrata a la vicepresidencia en las elecciones de 1984.