Algunos rasgos del hombre de hoy

A poco que volvamos la vista reflexivamente hacia lo ya vivido, caeremos en la cuenta de que el hombre de hoy es muy diferente al de hace unos años. Su yo actual no ha experimentado cambios bruscos y muy marcados, sino que se ha ido haciendo paulatina e imperceptiblemente, en un largo y lento devenir en el que constantemente «está siendo». Si en cada época el ser humano se caracteriza por unos rasgos, el de nuestros días podría distinguirse por los siguientes: es espectador, encarga a los medios de comunicación social ser su «yo» y apenas piensa en la soledad del largo vivir.

Situado en el entorno de su tiempo, el hombre de hoy es más espectador de su propia vida que protagonista. Sigue representando el papel principal en todas las acciones en las que se va traduciendo su existencia, pero desde una óptica contemplativa: ahora el hombre se conduce, en general, mirando. Lo cual es debido a la presencia cada vez más creciente de la informática y de los medios audiovisuales. Es tan fuerte la penetración de los instrumentos audiovisuales en la vida moderna, que aquel difícilmente puede resistirse a sus acometidas. Y esto es algo que sucede en todas las edades. Los juguetes de mayor éxito no son, como los de antaño, objetos inertes y estáticos para entretenerse moviéndolos, sino aparatos llenos de mandos accionables para ponerlos en marcha y convertirlos en ingenios visuales. Y, en la edad adulta, la poderosa e inigualable influencia de la televisión, además de sumirnos en un sedentarismo contemplativo y soporoso, aniquila la imaginación y la creatividad, sin que estas mermas del intelecto puedan considerarse compensadas por la beneficiosa estimulación que produce en nuestro espíritu la cultura de la imagen.

El rasgo de la ajenidad del pensamiento no es un fenómeno enteramente nuevo, pero en la vida actual se presenta con ciertas peculiaridades. En efecto, en la lección «Cambio y crisis», que forma parte de su obra «En torno a Galileo», Ortega y Gasset escribía en 1933: «Y al vivir yo de lo que se dice y llenar con ello mi vida he sustituido el yo mismo que soy en mi soledad por el yo-gente». Hoy seguimos sustituyendo nuestro yo por el de ese otro sujeto impersonal que es el «yo-social», pero este más que ser un yo-gente, como decía Ortega, es actualmente un «yo-medios» caracterizado, al menos, por las dos siguientes singularidades.

La primera es de tipo cuantitativo y se refiere al número de opinantes. La cada vez más creciente e imparable extensión del conocimiento entre las distintas capas de nuestra sociedad hace que hoy el número de los ciudadanos opinantes sea mucho mayor que en 1933. La segunda singularidad tiene que ver con el modo en que elabora su pensamiento ese número elevado de opinantes. Los medios de comunicación están tan presentes en nuestras vidas que, más que oír o ver sus mensajes, los respiramos. Actualmente dichos medios, además de ser creadores de opinión, son sobre todo potentes amplificadores de la opinión creada, hasta tal punto que en el momento presente son los medios y no la gente esos «otros a quienes encargo de ser yo».

El resultado de conjugar ambas particularidades es que, aunque ha crecido el número de opinantes, el pensamiento es más uniforme que nunca, ya que coincide casi milimétricamente con el difundido por tal o cual medio de comunicación. La tendencia a tener ideas propias, fruto del análisis y la reflexión individual, se sustituye por dos paquetes de pensamientos estandarizados (según el inescrutable binomio progresista-conservador) que se transmiten machaconamente y sin cesar a través de los poderosos medios de comunicación que nos envuelven. Y para introducírnoslos sin darnos cuenta, y hasta con cierto placer, los hacen fusiformes, sin aristas. De este modo, se ha ido desplazando, lenta pero imparablemente, la opinión multiforme e individualizada de tiempos anteriores por el actual pensamiento uniforme, exterminándose con ello la especie del individuo pensante para dejar paso a una nueva raza, el maquillado hombre uniforme. Pero, como son al menos dos los modelos uniformes que se transmiten, hoy no hay, como en 1933, un solo yo-gente, sino dos «yo-medios», según el gusto de cada cual.

Pasada la madurez y desde que se pone un pie en el umbral de la senectud, el entorno vital del longevo se parece cada vez más a un campo de batalla. En él, ha ido creciendo imparablemente el número de bajas y la soledad del superviviente recuerda a la del último soldado que lleva la bandera blanca de la rendición. Como la soledad de la larga vida acaece por la progresiva desaparición de los seres más queridos, la solución no pasa —o, al menos, no exclusivamente— por afanarse en buscar nuevas personas que vayan sustituyendo en nuestros afectos a las de aquellos, sino por buscar cada vez más la compañía de uno mismo. Pero para que podamos acompañarnos de nosotros mismos es preciso averiguar antes cuál es el estado de nuestro espíritu. Porque si está vacío, si carece de vigor y fortaleza, si es uno de esos pensamientos uniformes de los aquejados por el mal de la obesidad espiritual, más que compañía nos producirá hastío.

Se trata, por tanto, de ir conformando nuestro yo interior con tal riqueza de ingredientes que podamos estar a gusto con él durante el tiempo que nos reste. Para lo cual han de ejercitarse ante todo actividades intelectuales tan espiritualmente saludables como la de reflexionar. Porque no parece discutible que dedicar una parte de nuestro tiempo a pensar con detenimiento en los grandes interrogantes que plantea la existencia del ser humano y del universo ayuda a robustecer el espíritu. Y ello, aunque la conclusión sea que tales interrogantes no tienen respuesta, porque, a los efectos de conseguir la compañía de uno mismo, el resultado de la meditación importa tanto como el puro ejercicio de la actividad de meditar: son horas que uno pasa con su yo, sin necesitar la compañía de nadie más.

Pero el espíritu se fortalece no solo con las actividades intelectuales trascendentes, sino también con otras más lúdicas, como contemplar la naturaleza, leer, oír música y, en fin, regodearse con las creaciones del hombre. Pertrechados de este modo, cuando llegue la alevosa soledad, podremos mitigarla, acompañándonos por el rico y completo espíritu que nos hemos ido construyendo. Dispondremos entonces de una compañía, la de nuestro yo, que no nos fallará nunca y que perdurará hasta el final de la vida.

José Manuel Otero Lastres, catedrático de Derecho Mercantil y escritor.