Aliados en la guerra, adversarios en la paz

El 30 de enero de 1965, uno de los porteadores del féretro de Winston Churchill tropezó en las escaleras de la catedral de San Pablo y obligó a dos soldados a acudir en su ayuda para que ni el ataúd ni él rodaran por tierra. Era Clement Attlee, ya un octogenario menudo y encorvado, cuya fragilidad física se había agravado al coger un fuerte resfriado durante el ensayo, al aire libre, de la víspera.

Pero Attlee no había querido dejar de rendir ese último tributo a su amigo y adversario, a su rival y aliado, arrimando el hombro bajo el cadáver, junto a grandes figuras de la derecha británica como el ex primer ministro Harold MacMillan o el propio primo de la reina Lord Mountbatten.

Era el equivalente a que Felipe González hubiera llevado el féretro de Adolfo Suárez o Mariano Rajoy el de Rubalcaba porque Attlee había liderado el Partido Laborista durante 20 años y competido directamente con Churchill en las tres elecciones generales más dramáticas de la postguerra. El saldo había sido de dos a uno a favor de Attlee, pero previamente había servido a la nación, en su hora más crítica, como viceprimer ministro, en el Gabinete de Guerra presidido por Churchill.

Aliados en la guerra, adversarios en la pazDifícilmente se podría haber encontrado a dos tipos más distintos. Churchill era carismático, grandilocuente, fanfarrón, hedonista y derrochador; Attlee introvertido, discreto, cauteloso, ahorrador y morigerado. Creían en cosas opuestas: Churchill había sido el último paladín de un Imperio basado en la libertad de comercio y el individualismo como bastión. Attlee había nacionalizado desde el Banco de Inglaterra a los ferrocarriles, pasando por la electricidad y el gas, y suya había sido, además, la creación del Sistema Nacional de Salud.

Precisamente esta deriva hacia lo público dio pie a la celebrada anécdota del día en que coincidieron en los urinarios de Westminster y Churchill se alejó lo más que pudo de Attlee. “Te veo muy distante, Winston…”, le dijo el líder laborista. Aún me estoy riendo desde la primera vez que leí su respuesta: “Es que tú, en cuanto ves algo grande, lo nacionalizas”.

Churchill siempre minusvaloró a su rival con comentarios del tipo de “Attlee es un hombre modesto, con muchos motivos de serlo” o “Attlee es una oveja con piel de oveja”. Pero, en cambio, reaccionó airado cuando supo que se le atribuía el más cáustico de todos ellos: “Se detuvo un taxi vacío, se abrió la puerta y bajó el señor Attlee”.

De hecho, le pidió a su amigo y secretario Jock Colville que desmintiera la autoría de esa frase cada vez que alguien se la endosara: “El señor Attlee es un caballero honorable y valiente y un colega leal que sirvió bien a su país, en su momento de mayor necesidad”. En otra ocasión, advirtió a uno de sus invitados a su casa de Chartwell que no volvería a pisarla si seguía hablando mal de Attlee. Más representativa de la condescendencia con que los Churchill miraban a su rival, es sin duda la definición de Clementine: “Attlee es un ratoncito simpático”.

Sin embargo, el “ratoncito simpático” humilló al orgulloso león en aquellas elecciones del 45 en las que se suponía que el ganador de la Segunda Guerra Mundial capitalizaría su heroica “V” de la victoria. Y volvió a ganarle, de forma más precaria, en las del 50, preludio del desquite de Churchill un año después.

Fueron tres campañas de gran dureza y agresividad política, entre dos maneras de entender el mundo. El secreto de los éxitos de Attlee fue no intentar competir con Churchill, no tratar de meterse, como él mismo decía, “en la armadura de Saul”, sino identificarse con el hombre de la calle, hablándole sin alharacas de sus necesidades materiales.

Cuando Churchill cumplió los 80, fue Attlee quien hizo la presentación del regalo encargado por el parlamento: un retrato en una silla que, por cierto, el retratado detestaba y ordenó quemar a su muerte. Cuando el propio Attlee falleció, dos años después, fue enterrado en la abadía de Westminster, muy cerca de una placa conmemorativa de la Batalla de Inglaterra, en la que hay inscritas tres palabras: “Remember Winston Churchill”.

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Viene todo esto a cuenta, no de que se acabe de publicar un libro magnífico “Attlee and Churchill: Allies in War, Adversaries in Peace” del historiador LeoMcKinstry, sino de que, según uno de mis topos en la calle Genova, Pablo Casado lo haya colocado entre sus prioridades de lectura para las próximas semanas.

Attlee and Churchill: Allies in War, Adversaries in Peace

Eso no significa, por supuesto, que Cayetana vaya a reinar después de morir y el líder del PP vaya a abrazar la causa del gobierno de gran coalición que ella sigue preconizando, de forma contradictoria con sus ácidas descalificaciones de Sánchez. A mí también me parecía lo mejor para España, tras el resultado de las elecciones repetidas de noviembre, pero ese momento ya pasó, sin que Sánchez ni Casado pusieran nada de su parte para tan siquiera intentarlo.

Lo que caracteriza a la actual situación, tras la catástrofe que supuso la primera ola de la pandemia y con las tremendas amenazas que entraña la segunda, es que vivimos simultáneamente en guerra y en paz. En “guerra” -Sánchez lo dijo enseguida- con el virus; en paz con nosotros mismos y nuestros vecinos. O sea, en una mezcla de turbada normalidad y crítica anomalía.

Vivimos simultáneamente en guerra y en paz. En “guerra” con el virus; en paz con nosotros mismos y nuestros vecinos

Haciendo abstracción incluso de todas las enseñanzas de la Transición sobre el valor de los pactos y consensos, la excepcionalidad de la situación impone unas exigencias a los dos principales líderes políticos que deben traducirse en beneficios para la Nación. Ellos son los protagonistas, los únicos que marcan la diferencia como aliados y como adversarios, los únicos que pueden gobernar, al menos en esta legislatura y en la próxima. Los demás -Iglesias, Arrimadas, “Machoman”…- son acompañantes, actores de reparto, como mucho estrellas invitadas a completar una combinación.

Seamos realistas, pidamos lo posible. Sánchez ya ha dicho que no quiere acercarse a la derecha para que no le pase lo que al PASOK griego y Casado repite, allá donde va, que la salud de la Democracia depende de que el PP ejerza de oposición sin contemplaciones. A la vez, ambos no pueden dejar de ser sensibles a la magnitud de la desgracia con la que se van a topar los españoles, a partir de este lunes, en la más amarga rentrée desde el final del franquismo.

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Tanto los que se han ido físicamente de vacaciones, como los muchísimos que sólo han podido hacerlo mentalmente, regresarán a un escenario en ruinas, dominado por el miedo a los contagios y con la miseria acechando por las esquinas. El espejismo de julio, de que la pesadilla había terminado, ha dado paso en agosto al mazazo de los rebrotes generalizados y a la percepción de que nos aguardan meses terribles.

Ni los rastreadores están dando abasto, ni la aplicación Radar Covid está todavía plenamente operativa en casi ningún sitio, ni se están aplicando con eficacia los controles en aeropuertos y fronteras, ni se están cumpliendo en muchos lugares las restricciones al ocio nocturno. Incluso aquellas medidas adoptadas por unanimidad y declaradas de cumplimiento obligatorio son tan porosas como los agujeros en la arena, destinados a retener el agua del mar.

A todo ello se añade la inseguridad jurídica que produce la falta de normas homogéneas y claras y no digamos la conducta atrabiliaria de jueces como el tal Villagómez que ha logrado sembrar el caos en la Comunidad de Madrid, con una resolución cuyos “nulos” efectos él mismo se vio obligado a aclarar, antes de que el TSJ la invalidara. Si de algo estamos sobrados en España, es de chalados ocurrentes.

Como en el caso de cualquier paciente individual aquejado de una enfermedad grave, lo procedente, como colectivo, es ganar tiempo, intensificando las medidas de contención del virus, preservando la capacidad del sistema hospitalario ante los nuevos ingresos, a la espera de que fructifiquen los tratamientos en fase experimental o se obtenga y fabrique la anhelada vacuna.

Desde esa perspectiva, EL ESPAÑOL e Invertia hemos convocado lo que yo mismo he definido como una especie de “Estados Generales” del sector de la Salud. Se trata de un simposio de toda una semana que, en sesiones de mañana y tarde, examinará la situación en todas y cada una de las fronteras de la lucha contra la Covid. Tendrá lugar entre el 7 y el 11 de septiembre y recomiendo vivamente a todos nuestros lectores que lo sigan por streaming.

Será una gran cumbre sanitaria de la que seguramente saldrán salvavidas a los que podremos aferrarnos. Es muy significativo que alguien tan prudente y poco dado al triunfalismo rimbombante como el ministro Illa haya anunciado que antes de que termine el año llegarán a España las primeras dosis de la vacuna de Oxford, gestionada por la UE y, entre tanto haya autorizado la fase experimental de la de Janssen en tres de nuestros hospitales.

También es alentador que Margarita Robles haya puesto a disposición de las autonomías los 2.000 rastreadores que las Fuerzas Armadas -sin duda la institución más a la altura de las circunstancias- han formado discretamente en medio del ruido y el llanto. Y lo es doblemente el hecho de que la gran mayoría de las comunidades del PP hayan pedido ya su concurso.

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Todas las miradas han quedado depositadas, de repente, en la cita del miércoles entre Sánchez y Casado en la Moncloa. El presidente habrá celebrado antes su gran encuentro con los empresarios, alfombrado sin duda por la renuncia a subir impuestos mientras dure la devastación económica de la pandemia y aderezado por la inminente negociación presupuestaria con Ciudadanos que tanto irrita a Podemos.

Por su parte, Casado llega a esa reunión tras haber rectificado el error que supuso el nombramiento de Cayetana como portavoz y centrado la imagen de un PP, tan alejado de la “crispación” como de la “servidumbre de la izquierda”. Tiene prácticamente tomada la decisión de votar “no” a la moción de censura de Vox y está convencido de que a su proyecto político sólo le faltan las pinceladas finales -la última fruta que colorea todo el bodegón, el último árbol que encuadra todo el paisaje- para completar ese cuadro armónico, en el que la sociedad española termine de reconocerse y de gustarse. Desde luego no será él quien deje al PSOE el monopolio del efecto espejo que siempre reivindica ante los votantes.

La cita se produce, pues, en el momento de mayor convergencia política de la legislatura. Sánchez por necesidad y Casado por convicción, el caso es que ambos están virando hacia el centro y ahí les espera Arrimadas para servir de eventual enganche. Todo conduce a que sea una reunión fructífera, pero para ello es imprescindible que sepan distinguir cuál es el ámbito en el que les toca aliarse para la guerra que han de librar juntos, cuál en el que deben ser enconados adversarios en la paz del juego democrático y cuál el de la tierra de nadie, pendiente de decantarse.

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Nadie entendería que de la reunión del miércoles no saliera un acuerdo pleno sobre el marco legal, los medios técnicos, los recursos humanos, los protocolos de escuelas y hospitales o los criterios de vacunación cuando llegue el momento. Si Sánchez da el paso de aceptar la reforma urgente del artículo 3 de la Ley de Salud Pública que propone el PP -y que la propia Carmen Calvo se comprometió a abordar con Ciudadanos- y ofrece a Casado una interlocución permanente, todo será coser y cantar. La mano del líder del PP estará tendida.

Sería, en cambio, muy extraño que el presidente se saliera con la suya en lo que él llama el “fortalecimiento de las instituciones”, cuando en realidad se trata de renovar el Poder Judicial, el TC, RTVE y el Defensor del Pueblo para ahormarlos en la precaria mayoría de la investidura. Desde el PP recuerdan que las prórrogas del mandato de esas instituciones han sido en el pasado más largas que las actuales y nadie traga con la prestidigitación que supone vincular ese asunto con la pandemia.

Así que si Sánchez se ha comprometido a meter en el Poder Judicial a Podemos, para que pueda coaccionar a los jueces desde dentro, tendrá que armarse de paciencia. Esa renovación es conveniente pero no una prioridad cívica.

La gran incógnita del puzzle es la negociación de los presupuestos. El PP, al igual que el propio PSOE, da por hecho que la incompatibilidad de Podemos con Ciudadanos es un simple “farol” de Iglesias y que al final el perro ladrador morado se conformará con un par de huesos para contentar a sus cachorros. Eso implicaría que Sánchez cuenta con una mayoría alternativa, incluso sin los separatistas catalanes, a base de retales como Coalición Canaria, Navarra Suma, el de Teruel, el cántabro y por supuesto el PNV. A todos se les puede ‘persuadir’ con alguna partida de gasto.

Si ese cálculo es certero, en circunstancias normales no cabría más discusión. Desde que existe el parlamentarismo, la oposición es oposición porque se opone al Presupuesto. Pero estas no son circunstancias normales. Puede entenderse que la guerra contra la pandemia incluye un frente económico, en el que el Presupuesto canalizará la multimillonaria ayuda de la UE, con mucho más condicionamiento de Bruselas que de Podemos.

Lo inteligente por parte del PP sería entrar en una negociación sobre el fondo del asunto, como si fuera una cata a ciegas. O más bien, como si Casado fuera jurado de un concurso literario, en el que se lee la obra, sin conocer el nombre del autor. Si se tratara de unos Presupuestos que apostaran por la recuperación, asignando los fondos europeos al estímulo de la economía productiva, y eso pueden decirlo los empresarios mejor que nadie, el PP no tendría más remedio que apoyarlos.

Es obvio que eso sí que haría imposible la continuidad de Podemos en el ejecutivo y su salida legitimaría doblemente el gesto del PP ante la opinión pública. Pedirle a Sánchez que eche a Iglesias, como condición previa, no es, en cambio, realista porque le dejaría en manos de Casado.

La situación se parece, en cierto modo, al ciclismo de velocidad en pista, en el que la ventaja la pierde quien desenfunda primero, pues su rueda sirve de referencia para lanzar el contraataque del rival. Son esos momentos de suspense, en los que hasta el menos propenso a la onicofagia se comería las uñas de los nervios.

Mi quiniela es, pues, que de la cita del miércoles saldrá una alianza en la lucha contra la Covid, un bloqueo propio de enconados adversarios en los cambios de cromos institucionales y una negativa formal del PP a entrar en el baile presupuestario, pero dejando un número de contacto para cuando empiece a sonar el vals.

Todo lo que quede por debajo de ese rasero supondrá un fracaso de ambas partes y acercará el riesgo de que el féretro que les toque transportar al alimón a Sánchez y Casado, por las escalinatas de la catedral de la Historia, sea el de una España constitucional, liquidada por los tres populismos que, mucho más en comandita de lo que nadie diría, la están corroyendo día a día.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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