¿Alianza de civilizaciones frente al terrorismo?

Desde que en septiembre de 2004 fuese enunciada por el presidente del Gobierno, en un discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, la Alianza de Civilizaciones es una iniciativa bien valorada por la opinión pública española, aun ignorándose sus contenidos específicos y careciendo de consenso político nacional.

Como declaración de buenas intenciones en tres palabras, se convirtió pronto en un instrumento de diplomacia pública que ha mejorado la imagen de nuestro país tanto en otros del mundo árabe e islámico como en las comunidades musulmanas establecidas entre nosotros. Una imagen deteriorada a consecuencia del alineamiento del anterior Ejecutivo con Estados Unidos en la guerra de Irak y, desde el pasado año, del encarcelamiento de un periodista de Al Yazira condenado en la Audiencia Nacional por sus ligámenes con Al Qaeda, cuyas vicisitudes han sido utilizadas para transmitir la impresión de que aquí se persigue indiscriminadamente a devotos de Alá cuando la policía efectúa operaciones contra el terrorismo yihadista.

Ahora bien, los apoyos que ha concitado la Alianza de Civilizaciones distan de ser satisfactorios. Algunos de los Gobiernos que la respaldan no contribuyen a darle crédito, debido a los constreñimientos que imponen sobre libertad religiosa en sus respectivas jurisdicciones estatales. Incluso el primer ministro turco, copatrocinador de la iniciativa, ha venido actuando de manera nada acorde con lo que se supone es el espíritu de la misma. Pero las reticencias abundan también en nuestro inmediato entorno occidental, como ha quedado de manifiesto con la parca mención a la Alianza de Civilizaciones en el más reducido y menos elaborado de los cuarenta y seis puntos de la declaración con que concluyó la cumbre de la OTAN celebrada recientemente en Riga. Cierto que ese foro no es el más idóneo para suscitar un tema así, pero cabe preguntarse si el concepto que subyace a lo que, un tanto sorprendentemente, es asunto central en la acción exterior del Estado, adolece de problemas que no facilitan su comprensión y endoso.

En primer lugar, es discutible que en este momento de la historia el conjunto de la humanidad y las personas que la constituyen podamos ser diferenciados según civilizaciones. No es fácil delimitarlas ni adscribirnos unidimensionalmente a ellas. Al final se utiliza como criterio de demarcación el religioso, algo equívoco que puede ser interpretado como reconocimiento de la alteridad o, en sentido opuesto, como argumento contra las identidades compartidas y una multiculturalidad con valores fundamentales de obligado respeto. En segundo lugar, el hecho de que la Alianza de Civilizaciones haya sido literal y reiteradamente presentada como "entre el mundo occidental y el mundo árabe y musulmán", se corresponde con la distancia social, política y económica observable entre ambos.

Pero una propuesta que se pretende universal cayó en la desviación etnocéntrica de subrayar una fractura especialmente inquietante para los intereses occidentales. Muchos dirían que dando por descontado un choque de civilizaciones que la iniciativa misma perseguiría evitar. Como consecuencia, excluyó de su enunciado a ámbitos como el sínico o el hindú, de los que igualmente podrían predicarse tensiones respecto al mundo islámico.

Por otra parte, la Alianza de Civilizaciones está asociada desde su inicio con los debates sobre cómo reaccionar frente al terrorismo yihadista. No en vano fue planteada seis meses después de los atentados del 11 de marzo en Madrid. En tanto que iniciativa multilateral de actuación frente a Al Qaeda y sus redes terroristas, complementaria del tratamiento policial y judicial que requiere una amenaza real e inmediata, se pretende contrapuesta a los enfoques unilaterales que conceden preferencia a uso de medios militares. Ahora bien, su formulación no resulta del todo consistente con la realidad de aquel fenómeno. Para cuando José Luis Rodríguez Zapatero anuncia su propuesta era ya evidente que los blancos afectados por ese terrorismo internacional estaban sobre todo en países con poblaciones mayoritariamente musulmanas y la gran mayoría de sus víctimas eran precisamente musulmanes. Se trata de una violencia convertida más en exponente de un conflicto entre musulmanes que en corolario de cualesquiera otros antagonismos, no por ello inexistentes.

Haber planteado la Alianza de Civilizaciones tras afirmar respecto al terrorismo que "se puede y se deben conocer sus raíces", como hizo el presidente del Gobierno, es asimismo problemático. Esas palabras encajarían mal en el discurso político sobre ETA y oficialmente las autoridades españolas no ponen predicados al terrorismo. Pero incluso si hablamos de terrorismo internacional, es imposible remitirnos a raíces o causas últimas salvo que el catálogo sea inabarcable. Relacionar ese terrorismo con desigualdades económicas o conflictos regionales, así en genérico, es una simplificación imprecisa que distorsiona las percepciones sociales sobre el asunto e involuntariamente puede proporcionar justificaciones para la violencia. Desheredados y oprimidos ni tienen que ser musulmanes ni menos aún producir terrorismo para que les sea deparada la debida atención. Una cosa es hablar de raíces o causas y otra distinta es hacerlo exclusivamente de condiciones que favorecen la opción y el eventual éxito de estrategias terroristas.

Si de esto se trata, el documento de recomendaciones elaborado por el grupo de alto nivel que ha desarrollado la Alianza de Civilizaciones poco de sustancioso añade a las medidas que, para inhibir procesos de radicalización violenta y erosionar el apoyo popular al terrorismo, contemplan las estrategias gubernamentales e intergubernamentales ya conocidas, incluyendo las de la Unión Europea o Naciones Unidas. Llama la atención que, pese a ser en sus orígenes una idea planteada como reacción al terrorismo relacionado con Al Qaeda, los patrocinadores y plasmadores de la iniciativa hayan acabado centrándose en el conflicto entre palestinos e israelíes. En este conflicto, cuya gravedad y efectos tanto dentro como fuera de la zona están fuera de duda, sigue habiendo conductas terroristas. Pero el actual terrorismo global no surgió y evolucionó allí, sino donde confluyeron el wahabismo saudí y la yihad afgana. Eso sí, Osama Bin Laden y Ayman al Zawahiri quieren beneficiarse de aquella disputa o entrometerse en sus avatares. No lo facilitemos con diagnósticos que den pábulo a sus pretensiones.

Fernando Reinares, catedrático de Ciencia Política y Estudios de Seguridad en la Universidad Rey Juan Carlos.