Alianza o Guerra Santa

Ana María Moix, escritora (EL PERIODICO, 03/08/05).

La derecha acogió con burlas insultantes las palabras pronunciadas por el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, hace unos meses, en la sede las Naciones Unidas, respecto de la creación de una Alianza de Civilizaciones como solución pacífica a los problemas bélicos, al caos y al pánico que azotan actualmente la mayor parte del planeta como consecuencia del terrorismo islámico fundamentalista. La derecha española, tan chulapona ella cuando se trata de dar respuesta a iniciativas que no surgen del partido que lidera Mariano Rajoy, no ahorró sarcasmos ni enjuiciamientos descalificadores contra Zapatero y Kofi Annan por hablar de alianzas allí donde ella, bien aleccionada por el bien (es un decir) aleccionado José María Aznar en sus tiempos de alumnete predilecto del presidente Bush, gusta de seguir hablando de guerra entre las fuerzas del bien y las del mal.

A las derechas europeas (a todas, la española, la francesa, la inglesa, la italiana) adictas al fanatismo de Bush (sólo se habla del fanatismo islámico, pero ¿cómo calificar, sino de fanatismo, esas ínfulas redentoras de Bush y de sus seguidores?), esta guerra entre las fuerzas del bien y las del mal les resulta muy rentable económicamente y, sobre todo, muy propicia para perpetuarse en el poder. Sin embargo, desde el reciente encuentro entre Blair y Zapatero, durante el que el mandatario británico dio apoyo a la iniciativa de Annan y de nuestro presidente, los portavoces del PP han perdido su chabacano sentido del humor a la hora de chistearse de la puesta en marcha de la mencionada Alianza de las Civilizaciones.

Bush y Blair se han empeñado en convencernos de que estamos en guerra, y lo están consiguiendo. El lanzamiento de la proclama de Bush llamando a la guerra para defender a Occidente del eje del mal ha dado un gran resultado. No seré yo quien defienda a los fundamentalistas islámicos, pero si ese eslogan de Bush no era una llamada a la guerra santa, que baje Dios (me da igual cuál) y lo vea. Y, en nombre de esta guerra santa, de esa cruzada, los gobiernos que capitanearon la guerra contra Irak acabarán por convencer a la población de que, en esta guerra, como en todas las guerras, todo vale: torturar en las cárceles de Irak, en las de Guantánamo, y en las de donde sea; matar inocentes en los metros de Londres; detener a ciudadanos de pelo negro y rizado y de tez oscura por las calles de las ciudades de países demócratas y oficialmente libres; entrar, metralleta en mano, en las casas de la gente a horas intempestivas y detener a sus habitantes; restablecer las restricciones fronterizas y, en fin, cometer cuantas tropelías consideren necesarias llevar a cabo en nombre de la seguridad y la defensa de la ciudadanía.

EN ESTA guerra contra el terrorismo, basada sólo en la acción militar y policial, vale todo, y violentar los derechos individuales es, en nombre de la cruzada contra el eje del mal, una práctica que, se nos dice, debemos agradecer a los poderes gubernamentales que se han alzado en la defensa del bien universal y absoluto porque, a fin de cuentas, lo hacen, aseguran, por nosotros.

Mientras los políticos se llenan la boca, en sus discursos, llamando a la concordia multiétnica, y a recalcar que no todos los miles y miles de musulmanes que viven en Inglaterra, en Italia, en España o en EEUU son terroristas fundamentalistas, las brechas sociales entre occidentales e inmigrantes se abren cada vez más peligrosamente. El hecho de que el terrorismo fanático surja ya del seno de la sociedad en que se suponía que sus autores se habían integrado ha hecho que muchos clamen al cielo.

¿De verdad se puede considerar integrada a una población que vive en guetos, explotados laboralmente, rechazados por una población indígena que, alentada por la extrema derecha, da muestras de una xenofobia cada vez más peligrosa? No es necesario buscar ejemplos en otros países. Basta pasear por algunos barrios de esta Barcelona oficialmente tan abierta a la diferencia para oír el consabido "no soy racista, pero que se lleven a esta purria" ante cualquiera de los altercados cotidianos protagonizado por niños de piel oscura, sin techo, que viven robando lo que pueden.

Lo cierto es que la acción policial, sin límites, puesta en marcha por los Gobiernos occidentales, dispara contra inocentes que corren en los metros, o dificulta los trámites burocráticos de ciudadanos que puedan resultar sospechosos; pero no con cualquier ciudadano. Seguro que los más celosos guardianes de la seguridad no dispararán a un árabe bien trajeado y Rolex de oro en la muñeca; seguro que la policía no irrumpirá, por la noche, armada hasta los dientes en ninguna mansión de Marbella o de la Quinta Avenida neoyorkina propiedad de un jeque del petróleo.

EN ESTE terrible asunto del terrorismo hay que contemplar las diferencias económicas. Eso no lo harán, por supuesto, las democracias occidentales ni las tiranías árabes. Y eso es lo que debe centrar la Alianza de Civilizaciones. Porque, aparte de las cuestiones religiosas, aparte del lavado de cerebro de que son víctimas los terroristas suicidas (¿por qué nos sorprende tanto que un creyente islamista esté dispuesto a morir en aras de su religión cuando, hasta hace poco, nosotros mismos recibíamos clases de religión en la que nos ponían como ejemplo los santos mártires que morían en aras del cristianismo y nos apabullaban con las vidas de niños que elegían la muerte antes que el pecado?) hay, en esta supuesta guerra que vivimos, una cuestión que suele soslayarse: ¿qué mata más, el terrorismo capitalista, que causa la muerte por hambre de casi las tres cuartas partes del planeta, o los seguidores de Alá? Dos civilizaciones y dos dioses: el capital y, oficialmente, Alá. Que Dios (cualquier Dios) nos coja confesados.