Alianza o guerra

Con la entrega del Informe elaborado por el Grupo de Alto Nivel al secretario general de la ONU, el proyecto Alianza de Civilizaciones va dando los pasos previstos, para desesperación de muchos compatriotas del presidente Rodríguez Zapatero, sin duda los más críticos hacia la propuesta impulsada por él hace un par de años. Las numerosas objeciones conforman un amplio espectro, desde los comentarios de brocha gorda de ciertos políticos y analistas hasta los reparos técnicos de intelectuales y académicos. ¿Hay algún vínculo común en este variopinto rechazo? Recordemos los reproches más usuales.

Se ha dicho o escrito que la Alianza de Civilizaciones es una operación de marketing a la mayor gloria de Zapatero, una maniobra de distracción exterior para ocultar los graves problemas domésticos, o una campaña insidiosa diseñada para desprestigiar al principal partido de la oposición. En el más benevolente de los supuestos, se trata de un proyecto vacío de contenido, como lo acaban de poner de manifiesto esa treintena de páginas plagadas de «bobadas» (sic); no interesa a los españoles, sensatamente ocupados de sus menesteres cotidianos; es una copia burda del fracasado 'Diálogo de Civilizaciones' de Jatamí; y reúne a personajes de dudosa catadura, como el ingenuo Mayor Zaragoza, el tramposo Erdogan sólo interesado en colar a Turquía dentro de la Unión Europea, o el incompetente Kofi Annan.

La adopción formal de la iniciativa por Naciones Unidas, el respaldo político de varios países árabes y musulmanes, las palabras laudatorias del Rey de España, el aval de Condoleezza Rice en nombre de su Gobierno y el reciente apoyo de Tony Blair han obligado a retirar otro argumento en principio tan 'concluyente' como los anteriores: la extraña virtualidad de un proyecto capaz de irritar a nuestros aliados involucrados en la guerra de Irak, sin que, a la vez, agradara a nadie.

Se objeta que el Informe del Grupo de Alto Nivel lleva a cabo un diagnóstico sesgado y erróneo del terrorismo islamista, al invocar como causas la economía y la sociología, con olvido de la religión y de la ideología: no es en la miseria de los países islámicos donde ha de hurgarse sino en ciertas páginas del Corán y en las enseñanzas impartidas en las madrasas. El diagnóstico correcto es más simple de lo que la maraña de referencias causales del Informe intenta explicar: al calor de sus creencias religiosas, los países islámicos vulneran los derechos humanos en su interior, a la vez que alimentan el terrorismo internacional. ¿Qué alianza cabe con quienes niegan los derechos de la mujer y están fabricando la bomba atómica? Un error de enfoque de este calibre ha de producir inexorablemente efectos no ya ineficaces sino perversos. Porque lo que estos países necesitan no son acuerdos que contribuyan a fijar unas prácticas repudiables, sino transformarse en regímenes democráticos que respeten al individuo y su libertad. Es más, el proyecto remata ingenuamente su perversión, creando la falsa ilusión de resolver a través de medidas inoperantes unos problemas de pobreza y subdesarrollo que con toda seguridad persistirán intactos.

Desde otra perspectiva más intelectualista que política, el proyecto de Alianza de Civilizaciones ha recibido también algunos reparos. La pretensión de ser una réplica al famoso «choque» teorizado por Huntington le ha llevado a reproducir diversos errores de concepto contenidos en la tesis del profesor de Harvard. Siguiendo la taxonomía de Toynbee, que identifica hasta veintiún grandes civilizaciones a lo largo de la historia, Huntington señala como vigentes seis (quizás hasta siete u ocho). En lo sucesivo, las guerras no serán confrontaciones entre Estados-nación o ideologías, como en el pasado reciente, sino entre civilizaciones, siendo la religión su factor determinante. Y aunque la civilización sínica (China y Taiwán, la diáspora china de todo el mundo, la antigua Indochina y un modesto etcétera) está llamada a ser dentro de poco un poderoso rival de Occidente, hoy el conflicto está polarizado entre el Islam y la Cristiandad. Por tanto -añaden los neoconservadores- Occidente, bajo el liderazgo norteamericano, tiene la obligación histórica de ganar esta guerra civilizatoria a un enemigo cuya punta del iceberg es el terrorismo de Al-Qaida.

Pues bien, tanto la teoría del 'choque' como el contramodelo de Zapatero coinciden en fracturar el consenso alcanzado en los círculos académicos (en especial, la filosofía de la cultura y la antropología cultural) respecto a los conceptos de civilización y cultura. Según esto, por civilización habría que entender el repertorio de respuestas técnicas con que el ser humano afronta los retos de su existencia en una época determinada de su historia; mientras que cultura sería el conjunto aprendido de tradiciones y estilos de vida, socialmente adquiridos, incluyendo los modos pautados y repetitivos de pensar, sentir y actuar. Lo que significa llanamente que en cada época existen una sola civilización y varias culturas. Por tanto, habría que hablar, en puridad, de alianza de culturas y no de civilizaciones. Pero ni siquiera eso, ya que una cultura no es una entidad sustantiva capaz de confrontarse con otras, sino un complejo de instituciones, valores, credos religiosos... que son las verdaderas unidades aptas para el choque, la imposición, el mestizaje, el influjo o la coexistencia.

Hagamos un balance de todo lo anterior. Las objeciones que hemos llamado 'políticas' o son burdas excusas, rayanas en la pura descalificación personal, o pecan de parecido sesgo y unilateralidad, aunque de signo contrario, al que denuncian. (No faltan quienes leen en el Informe una proclama teocrática dirigida a reivindicar el gobierno de Dios en el mundo). En cuanto a las correcciones de tipo conceptual, se puede decir, como atenuante, que no es inusual la confusión de los términos civilización y cultura en los textos de Antropología, Sociología o Historia, incluso su equiparación explícita. Por otro lado, la documentación elaborada alude de manera consistente a las culturas, enfatizando la necesidad de compartir valores. ¿Que incurre en reduccionismo al concentrar el foco en las relaciones entre Occidente y el Islam? Es cierto, pero no lo es menos que el Informe es un alegato inequívoco a favor de los derechos humanos, la 'gobernanza' democrática, la libertad religiosa, la diversidad cultural y la multipolaridad; que postula unas religiones abiertas y tolerantes; y que dirige críticas severas no sólo al mundo de la riqueza y el poder, sino también a los países islámicos.

Pero, sobre todo, es un rechazo rotundo de «la opinión errónea de que las culturas están llamadas inevitablemente a enfrentarse». Y así llegamos, tras todo el mareo dialéctico que se quiera, al verdadero 'quid' del asunto. Los occidentales pensamos con arrogancia que nuestros valores y las instituciones que de ellos derivan (derechos humanos, democracia, libertades individuales...) son no ya superiores, sino absolutos y universales. Cuando otras culturas se muestran radicalmente incapaces de asumirlos, lo único que cabe, en defensa del bienestar humano, es la imposición. Si alguna, además, se erige en el enemigo que pone en riesgo nuestros valores y, con ellos, nuestra libertad y hasta nuestra supervivencia, la única alternativa razonable es la guerra y la victoria. Por consiguiente, con el 'otro' no hay nada de qué hablar cuando de la defensa de los valores se trata. ¿Diálogo, persuasión, tiempo, paciencia... bajo esa apreciación de 'buenismo' de que los valores terminan transmitiéndose sin violencia? Absurdo, pues ni se renuncia pacíficamente a un valor propio ni los acuerdos son satisfactorios cuando la componenda significa ambigüedad o relativismo. «Las guerras son inevitables», reza el vademécum neoconservador servido por Huntington.

Nunca una tesis tan simple debiera darnos tanto pavor. Las masacres de Oriente Medio tendrían que empujarnos a intentar lo contrario. Y puesto que nos hallamos ante enunciados claramente performativos, como la triste aventura iraquí ha demostrado, tenemos la obligación de empezar afirmándolo: 'Las guerras son evitables'.

Pedro Larrea