Aliento latino en el Midwest

Donald Trump ha ganado las elecciones y estoy profundamente disgustada. Sin embargo, no puedo decir que me pillara de sorpresa. Hace unos meses, a finales de septiembre, tuve un presentimiento ominoso, cuando descubrí que en las escuelas públicas del Estado de Iowa habían cortado la ayuda de los servicios sociales de numerosas ONG y que esto afectaba gravemente a uno de los proyectos de voluntariado que llevo desarrollando desde hace años. Es una actividad semanal extraescolar de refuerzo del español a través de talleres creativos. El grupo de estudiantes que participa en el proyecto son unos 20 menores latinos de entre cinco y 11 años. Pertenecen a una población recién emigrada, catalogada en situación de riesgo, y viven en condiciones muy precarias.

No estaban en la escuela, y yo me alarmé buscándoles por todas las instalaciones. Mi sorpresa fue mayúscula cuando la directora de los programas extraescolares me comunicó que habían mandado a mis pequeños de vuelta a sus casas. Los recortes del Estado ya no pagaban por el transporte después de las horas extraescolares, ni por los servicios sociales de apoyo. Me lo dijo cuando me la encontré en el gimnasio rodeada de otros niños, de rasgos anglosajones, que merendaban alegremente en hileras de mesas blancas llenas de chucherías. Allí no había rastro de mis niños morenos y de ojos y pelo oscuros.

Cuando le pregunté por qué esos niños rubios con ojos azules podían quedarse y a los míos los habían mandado de regreso a sus casas, ella me explicó que estos niños tenían progenitores que podían venir a buscarles en su propio coche, y que los míos dependían del transporte escolar. La mujer no parecía afectada, en su rostro se notaba el alivio de no tener que preocuparse por mi grupo de niños latinos mas allá de las horas escolares obligatorias.

Las escuelas tienen la obligación de acoger y escolarizar a todos los niños, no importa su situación jurídica ni la de sus padres. Pero obviamente, en muchos casos, no saben qué hacer con ellos. Se nota que son una molestia, porque sus circunstancias vitales de precariedad y nomadismo hace que arrastren retrasos en el desarrollo escolar. Retrasos que podrían solventarse con un buen equipo de maestros preparados, empáticos y entregados a la educación, y el apoyo de voluntarios que refuercen la integración y autoestima de estos niños.

Aquel día me fui con tres de mis voluntarios al barrio donde estaban los niños para tratar de buscar una solución. El barrio no es un barrio; es una isla desordenada de caravanas precarias a 15 kilómetros de la escuela. Viven muy lejos, al final de una carretera rodeada de plantaciones de soja y maíz. Se nos cruzó el autobús amarillo que volvía de hacer su ruta y que los había llevado de vuelta a su desolador paisaje de caravanas y aislamiento. Allí no había un lugar donde poder hacer nuestros talleres. No había aceras ni asfalto. Me imaginé con horror los inviernos a 20 grados bajo cero, la nieve y las heladas. Pensé en los sabañones que algunos suelen tener en los meses de invierno, y en esos labios siempre despellejados por el frío. Me los imaginé los días de primavera con lluvias torrenciales y el barrizal haciéndoles la vida difícil. Me horroricé recordando el peligro real de los tornados y vi que allí no existía ningún refugio para cobijarles de esa ira mortal del viento en forma de torbellino que lo destruye todo.

Los niños y las niñas nos saludaron alegres, estaban solos jugando entre las caravanas. Les prometí que solucionaríamos las cosas y volverían a tener sus actividades. Era a finales de septiembre y el ambiente electoral estaba ya enardecido. Escribí a varios lugares, protesté y me lamenté de los recortes y solicité soluciones inmediatas. Todos se justificaron con la tensión electoral y me dieron a entender que una vez que pasaran las elecciones recuperaríamos la normalidad y los programas volverían a restablecerse. Esos recortes estaban asociados al guiño ultraconservador que le estaban haciendo los políticos de Iowa a Donald Trump. Pero era simple teatro, una cuestión de meses, teníamos que ser pacientes y aguantar el sarampión de ese odio antiinmigración contra las minorías que lo estaba impregnando todo por culpa de la campaña. La propaganda electoral se estaba radicalizando, pero la pesadilla terminaría pronto.

Los menores con los que yo trabajo son los hijos de los últimos emigrantes que han llegado. Tienen que aprender a sobrevivir en un clima extremo y en una realidad muy hostil. Son familias enteras de gente muy trabajadora que cuando me escuchan hablar en su idioma se sienten a salvo. Las abuelas, sobre todo las abuelas, que apenas entienden el inglés, necesitan abrazarme y curiosamente celebran que soy de “la madre patria”. Aunque proceda de España, soy parte de un mismo sueño, bastante desgracia tienen tratando de subsistir en este presente. Nos unen el idioma español y las ganas de ser felices.

Despertamos, es noviembre. Ya estoy totalmente despierta, y descubro que el egoísmo y los prejuicios han venido a intoxicar el sueño americano. Los habitantes de Iowa se han olvidado de lo mucho que les deben a todas las oleadas de inmigrantes latinos. La América rural de los granjeros ha podido sobrevivir a las crisis absurdas gracias a estas gentes que han sacrificado años de su vida y su cultura para llegar a Iowa a trabajar. Han regenerado la economía de pueblos abandonados. Están realizando las labores agrícolas, ganaderas, de construcción o de servicios que nadie estaba dispuesto a hacer. Y lo hacen con una dignidad y una tenacidad ejemplar. América necesita de esta mano de obra, de esta energía. América, esa América que se construyó con la emigración y el esfuerzo, sigue latiendo con fuerza gracias, entre otras cosas, a los latinos. Vinieron aquí a trabajar, a salvar a Iowa de su decadencia rural. Algunos lo hicieron sin tener los papeles en regla, porque nadie de los que les contrató se preocupó por asumir su responsabilidad y no les ayudaron a hacer esas gestiones. Ahora les asustan con la deportación. Les dicen que no son bienvenidos. El Estado de Iowa participa de esa retórica del miedo. El territorio más fértil del planeta, con sus granjas de pollos y cerdos, quiere arrancarse el corazón y volverse tierra baldía. Si se los llevan, si se llevan a los latinos, si rompen a estas familias, si destruyen a estas gentes que vinieron a repoblar el Medio Oeste, se quedarán sin nada. Porque Iowa es la gente que la trabaja, y los que hacen que Iowa todavía exista son los latinos.

Ana Merino es escritora.

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