Hace cuatro años, un informe del BID sobre el desarrollo en Latinoamérica lo relacionaba no tanto con la corrección o el acierto de las políticas -económicas, educativas, sociales, medioambientales, etcétera- de los gobiernos como con lo que llamaba «la política de las políticas». Se refería con esta expresión a los modos de hacer política, a los procesos mediante los que se discuten, adoptan, ejecutan y evalúan las decisiones de interés general. Su calidad depende de variables como la transparencia, la deliberación, el consenso, la protección frente a la captura por intereses particulares, la coordinación, la eficiencia, la visión estratégica e incluso la capacidad de rectificar. Estos atributos de lo que hemos empezado a llamar gobernanza influyen decisivamente, más allá del acierto técnico de tal o cual política concreta, en el desarrollo económico y humano de los países. Si usáramos este enfoque en nuestro entorno, descubriríamos probablemente ciertas claves de nuestra dificultad colectiva para afrontar la crisis y algunas causas de fondo de la desafección ciudadana respecto de la política. El reciente episodio del almacén de residuos nucleares puede servir para ilustrarlo.
En realidad, la controversia sobre la necesidad de esta infraestructura ha sido más bien escasa. La única alternativa para evitar la saturación de las piscinas que contienen los residuos de las centrales en funcionamiento sería su paralización total, y esta medida contaría con un apoyo muy minoritario. Lo que se discute, en realidad, es la ubicación, y es en este debate, apenas camuflado a veces con consideraciones técnicas, donde sale a relucir la baja calidad de nuestros modos de hacer política.
Curiosamente, en este caso la decisión de los afectados directos -los municipios que compiten por las contrapartidas a la instalación- es ignorada por los partidos en sus organizaciones de ámbito autonómico. Para estos, simplemente, es más cómoda la negativa a una instalación impopular que el esfuerzo que representaría la argumentación contraria. La perspectiva temporal se acorta drásticamente. Un asunto de capital importancia, cuyos efectos se proyectan a un futuro lejano, se valora en función de sus posibles efectos sobre algunos miles de votos dentro de ocho meses. El efecto, en términos de pedagogía política, es demoledor. Esos políticos que hoy dan lecciones de insolidaridad territorial son los mismos que tendrán que convencer mañana a los ciudadanos sobre la necesidad de instalar en su ciudad o barrio una prisión, un centro de atención a drogodependientes o cualquier otro equipamiento percibido como una amenaza.
Un puñado de anécdotas poco edificantes salpica el proceso de decisión. Un ministro de Industria que, cual mal estudiante, suspende la asignatura principal del curso. Una vicepresidenta del Gobierno que bloquea la iniciativa en el Consejo de Ministros de un modo que hace pensar en sus intereses de candidata a diputada por una determinada circunscripción. Un presidente de comunidad autónoma que no se pone al teléfono cuando le llama el ministro, probablemente temeroso de que la oposición local -del mismo partido que el ministro- le reproche alguna clase de debilidad. Un político de una comunidad autónoma vecina que se apresura a cantar victoria pero no explica cuál es la alternativa para el inminente desborde del depósito de una central instalada en su territorio. En definitiva, un sistema que muestra poca consistencia para afrontar, con madurez y eficacia, uno de tantos problemas colectivos complejos como pueblan la gobernanza contemporánea.
En este panorama, uno de los rasgos más preocupantes es la bajísima capacidad que muestra nuestra esfera pública para albergar consensos. Desde la transición, podemos constatar dos fenómenos aparentemente contradictorios. Por una parte, las diferencias ideológicas entre las fuerzas centrales del sistema político se han ido difuminando. Por otra, paradójicamente, se ha debilitado su aptitud para llegar a acuerdos sobre casi cualquier materia. La necesidad de diferenciarse induce a la producción de argumentos banales y formas crispadas y excluye, salvo en contadas ocasiones, el pacto. Lo peor es cuando entra en juego la dimensión territorial. Entonces, el cálculo electoral ocupa todo el espacio de la política, divide a los mismos partidos, como ocurre con el debate del agua, y traslada a su interior la insufrible retórica del agravio localista.
La democracia, recuerda Amartya Sen, es ante todo discusión. La existencia de posiciones discrepantes es un requisito para dos ingredientes fundamentales de la democracia: la deliberación pública y la alternancia en el Gobierno. Ahora bien, la discusión debiera basarse en el razonamiento y la argumentación, no en el puro interés táctico a corto plazo. La deliberación puede y debe conducir en ciertos casos al consenso. Una sociedad cuya «política de las políticas» no encuentra nunca el camino del acuerdo carece de un recurso colectivo imprescindible para afrontar con éxito los grandes temas de la agenda pública de nuestro tiempo.
Francisco Longo, director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade.