Almas de Caín

Por Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente (EL MUNDO, 17/02/06):

Cuando con tanto estupor como preocupación escribo estas líneas, aún puede sentirse, a lo ancho de toda España, el indignado clamor por el asesinato, a mediados de diciembre del año pasado, de una indigente a la que tres jóvenes de entre 16 y 18 años quemaron viva cuando dormía en el local de un cajero automático en Barcelona. Los asesinos de la pobre Rosario Endrinal -así se llamaba la víctima- han declarado en el sumario que lo hicieron «para divertirse» y que se les fue la mano.

Para mí, quizá uno de los aspectos más inquietantes de este terrible suceso es su evidente y dramática gratuidad. ¿Quién nos puede asegurar que durante el tiempo que transcurra entre este instante y el momento en que estas palabras salgan a la luz no volveremos a sentir angustia por otro absurdo crimen como el de Rosario? Hace casi un par de meses, la víspera de Nochebuena, dos jóvenes rociaron en Málaga con un líquido inflamable y posteriormente prendieron fuego a un mendigo de 42 años, que sufrió quemaduras en brazos y piernas. Pocos días después, en Ayamonte (Huelva), la Guardia Civil detuvo a seis menores de entre 14 y 15 años acusados de pegar reiteradas palizas a un indigente conocido como El abuelito. «Me han tratado peor que a un perro», declaró el apaleado a la policía.

A la tragedia en sí misma y a la de los padres de esos jóvenes asesinos -aquí tal vez pudiéramos prescindir del respetuoso principio de presunción de inocencia- que, sin duda, nunca comprenderán los disparatados motivos que tuvieron sus hijos para cometer un acto tan cruel, se añade el asombro de quienes se preguntan dónde se sitúa la frontera entre la violencia y el crimen. Al igual que el cáncer, el sida y otras enfermedades devastadoras, la violencia es una dolencia de primer orden en el organismo humano. Está claro que la facilidad para matar a un semejante no se encuentra tan solo en las odiosas guerras, sino que alcanza niveles domésticos y urbanos.

El azote de la criminalidad juvenil no es un problema exclusivo de España. En Nueva York, en París o en Londres también tienen lugar homicidios cometidos por adolescentes. Pero, ¿por qué? ¿Qué virus provoca esta epidemia de crímenes, algunos especialmente atroces, perpetrados por menores de edad?

Señalar las causas de una manera exhaustiva es tarea difícil, aunque a lo mejor no hace falta un largo viaje para encontrarlas. Desde luego, no es mi propósito de hoy, ciertamente, analizar si ante los insólitos móviles del crimen de esos homicidas, bien pudiéramos estar frente a un caso de determinismo criminal, como sostiene Garófalo. «El delincuente es un tarado congénito», nos dice. O si al suceso sería aplicable la Teoría del delincuente nato, obra de Lombroso, para quien el criminal es una especie de animal infrahumano, tesis que nunca acepté, pues una alteración de cromosomas no significa que la agresión maligna sea un instinto.

Quienes saben de esto opinan que algunas de las características de esas jóvenes y violentas personalidades son la superficialidad y la falta de aptitud para discernir entre el bien y el mal. Otros expertos -esta vez, en psiquiatría juvenil- advierten de que se trata de un padecimiento grave relacionado con la anomia, típico en individuos buscadores de vivencias destructivas con las que llenar el vacío de sus existencias. Puede que por ahí vayan los tiros y que ésa sea la causa de que para ellos, como para muchos adultos, la vida sea una mercancía de valor escaso. La conclusión es que cada día la sociedad se abastece de más jóvenes sin un código de valores.

Además del descuido en la educación y del menosprecio a la moral pública y privada -llamadas peyorativamente «reaccionarias»-, a mí se me ocurre si acaso el problema de una juventud con tan alta dosis de barbarie no tiene que ver con que los niños de hoy vivan en un mundo extraordinariamente agresivo, sujeto a la influencia de espectáculos en los que impera la ley del más fuerte. Al margen de gustos y preferencias por el medio -cada uno se entretiene como le apetece-, parece indudable que la televisión tiene una enorme capacidad de sugestión -a veces, de no poca manipulación-, sobre todo en personas débiles o en fase de formación. Y es que según los datos de que dispongo, y que seguramente necesite actualizar, hoy los niños españoles en edad escolar, a través de los ocho o nueve canales más importantes, cada semana pueden llegar a ver en televisión alrededor de 670 homicidios, 15 secuestros, 848 peleas, 420 tiroteos, 11 robos, ocho suicidios, 30 casos de tortura y 20 episodios bélicos. Una saturación de imágenes violentas que, en palabras del doctor Luis Rojas Marcos, «son ráfagas de estímulos que impulsan un falso romanticismo de conductas aberrantes sociopáticas».

El asesinato de Rosario Endrinal, esa mujer de 50 años que de niña destacaba por su belleza, que llegó a ser secretaria de alta dirección y que acaba de morir abrasada, sigue turbando y afligiendo a la buena gente de este país. Sin embargo, para mí tengo que, además de la importancia del hecho, que aislado resulta acongojante y pone el corazón en un puño, el crimen puede ser como el penúltimo eslabón de una cadena siniestra de sucesos terribles ejecutados por adolescentes.

Resulta difícil saber dónde y cómo va a acabar todo este asunto. En mi opinión, la marea sangrienta de delincuencia juvenil ni es casual ni es incontrolable o inevitable. Imaginemos las posibles consecuencias límite a las que llegaría, antes o después, una proliferación de jóvenes criminales que no pudiera ser controlada por el Estado. Por desgracia, puede que ahí estén todas las claves del asunto en un amargo drama del absurdo. Un móvil estúpido, una muerte gratuita y unos autores técnicamente irresponsables y, lo que es peor, vitalmente difíciles de entender. La historia de España no puede seguir avanzando a golpe de fotogramas al estilo de aquella película titulada La Naranja mecánica. De ahí que, con alguna que otra reserva, exprese mi adhesión a la reforma de la Ley del Menor recientemente aprobada por el Consejo de Ministros y, por consiguiente, discrepe de las críticas que, no obstante el prestigio de sus miembros, el Grupo de Estudios de Política Criminal ha hecho al proyecto de ley que, entre otros particulares, aumenta hasta 10 años el tiempo de duración de la medida de internamiento y contempla la posibilidad de que, en supuestos de extrema gravedad, los menores delincuentes puedan ir a la cárcel apenas cumplan los 18 años.

Desde siempre, la cuestión de la seguridad ciudadana y el aumento de la delincuencia ha constituido una baza capaz de marcar las distancias entre los partidos políticos. Sin embargo, mucho me temo que hoy la cuestión es si la clásica alternativa de preferencias entre el orden o la justicia está cambiando por esta otra no menos comprometida: ¿qué es primero, la seguridad o la libertad?

No son pocos los ilustrados que contestan a esa disyuntiva cuasi kantiana en favor de la segunda. Pero sucede que los honrados contribuyentes prefieren zanjar el dilema con herramientas menos sensibles que las que utilizan los profesionales, de mayor o menor categoría. Para el ciudadano que pisa el duro asfalto, coge el autobús y va al fútbol, por mucho que políticos, sociólogos y juristas se calienten la cabeza, la discordancia entre la libertad propia frente a la ajena ha de resolverse de manera muy sencilla. Basta con proclamar el derecho a ser libre y, al mismo tiempo, aclarar que la libertad es algo demasiado importante como para disfrutar de ella sin riendas y a lo loco.

Aun cuando España esté todavía lejos de la ley de la selva, hay síntomas evidentes de que es imprescindible arbitrar los medios para que, de acuerdo con la Constitución y sin salirse un ápice de cuanto proclama, se pueda mejorar el clima de convivencia. «Lo estremecedor de estos sucesos es que rompen los esquemas sobre lo que debe ser una sociedad civilizada», escribía hace algún tiempo Martín Prieto en una de sus habituales y brillantes columnas.

Las garantías procesales, el humanismo en la imposición y aplicación de las penas, el esfuerzo para reinsertar a los jóvenes penados e incluso, si llega el caso y fuera menester, la clemencia hacia el delincuente, no pueden impedir la defensa eficaz de la sociedad contra aquéllos que infringen ferozmente, no ya la ley penal, sino la ley natural. No es preciso citar estadísticas ni arbitrar encuestas. A veces basta con un pequeño ejercicio de fenomenología. El que sugiere, por ejemplo, el hecho de que unos chavales quemen viva a una desdichada mujer porque estaban aburridos y después digan que es que se pasaron de rosca.