Alta traición

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, ha calificado el caso Faisán como un delito de alta traición, añadiendo que debía invalidar a Rubalcaba como candidato. Hay expresiones que resuenan como un trueno. Durante siglos los declarados traidores a la patria perdían su cabeza bajo el limpio tajo del verdugo.

A estas alturas solo un despistado puede ignorar en qué consiste el famoso caso Faisán que se pretende elevar por algunos a la categoría del asunto Dreyffus y al mismo tiempo emular a Émile Zola redactando un apocalíptico Yo acuso. Las crisis políticas y sociales que agitaron a Francia ante la falsedad de la acusación no parecen observarse en España. Quizá porque el asunto es de bajo vuelo como el ave en cuestión.

Faisán es el nombre de un bar al que presumiblemente tendría que acudir un presunto etarra dedicado a cobrar el sarcásticamente denominado impuesto revolucionario. Es posible, ¿por qué no?, que los máximos responsables del Ministerio del Interior decidieran, por razones de política de Estado y en aras de consolidar unas expectativas de alto el fuego de la banda terrorista, demorar una operación policial por si se producía una decisión que sería beneficiosa para todos los españoles.

Al conocerse estos detalles, algunos medios de comunicación decidieron que tenían en sus manos una especie de Watergate que les iba a catapultar a la fama mundial. Estas expectativas fueron fantasiosamente valoradas. Se puede repasar la prensa internacional, desde que comenzó el ruido mediático celtibérico, para comprobar que su repercusión no ha sido la que seguramente esperaban.

Con seguridad y rotundidez admirable se sostiene que el aviso o chivatazo, que queda más castizo, constituye, ni más ni menos, que un delito de colaboración con banda armada. Solo el delirio político o la más supina ignorancia jurídica pueden sustentar esta afirmación. Para adobar las informaciones se acude a la jurisprudencia del Tribunal Supremo, triturándola en pequeños fascículos para uso y consumo de superficiales analistas disfrazados bajo el manto anónimo de las fuentes jurídicas. No conozco ni un solo catedrático de Derecho Penal que haya salido a la palestra sosteniendo tan peregrina tesis.

Perdón por la perogrullada, pero para colaborar hay que colaborar. El Código Penal, con carácter taxativo, describe cuáles son los actos de colaboración que constituyen delito. En primer lugar, la colaboración tiene que ser con grupos cuya finalidad sea la de subvertir el orden constitucional o alterar gravemente la paz pública. Los actos concretos consisten en vigilar e informar sobre personas, bienes o instalaciones, construcción o cesión de alojamientos o escondites, ocultación o traslado de terroristas y organizar o asistir a prácticas de entrenamiento. Como los supuestos podrían extenderse demasiado, cierra con una cláusula en la que incluye cualquier forma de colaboración equivalente a las anteriores y más concretamente la financiación económica activa o de otro género.

La pregunta es muy sencilla, ¿en el caso Faisán se ha colaborado a subvertir el orden constitucional o se ha alterado gravemente la paz pública más allá de gritos mediáticos? ¿Se atrevería alguien a mantener las tesis de la colaboración con el terrorismo en una reunión de Ministros del Interior de la Unión Europea?

Me imagino la respuesta unánime: ¡Oh, estos españoles, siempre tan imaginativos! No se puede considerar igual la actuación policial cuestionada que los actos que acabamos de describir. Las conductas que describe el legislador son claramente contrarias a derecho. La actuación policial en modo alguno puede ser calificada de antijurídica. Los juristas de ocasión deberían leer otras leyes en las que se autoriza a la policía a infiltrarse en bandas terroristas, adoptar identidades falsas y retrasar la incautación de efectos, declarándoles exentos de responsabilidad criminal por los hechos que cometieren siempre bajo unas pautas de proporcionalidad.

Nadie con criterio medianamente sano se atrevería a comparar el acto que se imputa indiciariamente a los jefes de la policía antiterrorista, con el carpintero o albañil que construye un zulo o un refugio, con el familiar o amigo que da cobijo a un terrorista o con el falsificador que les proporciona documentos de identidad falsos. Todos ellos pueden actuar sin compartir la ideología o los fines de la banda terrorista, pero incuestionablemente saben y asumen que cometen un acto de colaboración penalmente castigado. ¿Se puede afirmar, sin sonrojo, que los jefes policiales que luchan contra el terrorismo ayudan a los terroristas, cuando planifican una estrategia policial?

Es necesario repasar toda la jurisprudencia sin ocultar los hechos que han motivado las resoluciones del Tribunal Supremo. Hemos dicho de forma clara y rotunda, con ocasión del intento de criminalizar las conversaciones entre políticos vascos y la ilegalizada Batasuna, que no nos corresponde el control de la actividad política ejercida por los Gobiernos democráticamente elegidos, entre la que se encuentra la búsqueda de la mejor opción de Gobierno para garantizar la ordenada convivencia social.

También hemos recordado que el ejercicio del control judicial sobre la actuación del poder ejecutivo debe respetar la regla democrática que encomienda a este órgano la dirección de la política interior y exterior.

El juez que lleva la causa y dos de los magistrados que vieron los recursos contra sus resoluciones insisten y reiteran que se encuentran ante simples indicios.

Creo que la realidad es otra. Es cierto que se avisó al dueño del bar Faisán y se hizo por las razones que venimos exponiendo. Como recuerda el voto disidente, los hechos investigados, en sí mismos considerados, ni colaboran ni aportan nada a la organización terrorista. No se puede sostener que existe revelación de secretos en una decisión policial perfectamente justificada y suficientemente motivada. Lo del encubrimiento es de aurora boreal.

En estos momentos la justicia se ve inmersa, en pleno proceso electoral, en un hecho con repercusiones exclusivamente políticas. Demorar su solución solo puede ocasionar daños y efectos demoledores para su prestigio.

Por José Antonio Martín Pallín, exmagistrado del Tribunal Supremo y comisionado de la Comisión Internacional de Juristas, Ginebra.

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