Altamira

Agustín de la Herrán realizó en 1970 un soberbio conjunto escultórico en el que se ve una niña de 9 años de edad, de tamaño natural, avanzando entre rocas con la mirada anonadada. No se alcanza a escucharle exclamar «¡papá, bueyes!», pero cabe imaginar las palabras viendo su expresión. La escultura, alrededor de la cual jugué en muchas tardes de mi infancia, representa el momento en que la niña María Sanz de Sautuola –mi bisabuela– descubrió las pinturas de Altamira. Su hijo, Emilio Botín-Sanz de Sautuola, erigió esa obra en el jardín de su casa de Puente San Miguel, como forma de manifestar su devoción por una madre que llevó siempre en el corazón el dolor de una injusticia histórica que sólo ahora se intenta superar. La escultura puede visitarse esporádicamente gracias a la condición de «jardín histórico» que tiene ese parque que hoy pertenece a Emilio Botín-Sanz de Sautuola y O’Shea.

Mañana se estrena en España «Altamira», la gran superproducción de capital español filmada en esa casa y jardín. Una película en la que se reivindica la figura de don Marcelino Sanz de Sautuola, padre de la niña María, que era un prehistoriador y arqueólogo aficionado al que su hija hizo ver las pinturas rupestres. Sautuola es el mejor referente de lo que fue la burguesía ilustrada del XIX español. Y un ejemplo de cómo muchos europeos no estaban dispuestos a admitir que en España pudiera haber gentes con saberes –e intuición, a qué negarlo– que fuesen capaces de convertir nuestro país en una referencia mundial de la arqueología. Eran tiempos en los que se discutía sobre una supuesta insuficiencia de España para hacer progresos motivada por una imaginada incapacidad genética para adaptarse a los tiempos modernos. Pero el descubrimiento de Altamira contradijo eso. Y los «avanzados» científicos franceses de la época arremetieron contra Sautuola acusándolo de impostor y de haber hecho él mismo las pinturas de la cueva.

Uno de sus detractores, Émile Cartailhac, sólo visitó la cueva bastantes años después de descalificar lo que allí había. Fueron muchas las veces que escuché a mi abuela Elena Botín contar cómo el científico se dirigió a su madre –que lo recibió con la oposición expresa de sus hijos– reconociendo su error y cómo ella, con firmeza y educación, le echó en cara al francés que su padre hubiera muerto como un impostor. A lo que Cartailhac respondió: « Madame, c’est la plus grande honte de ma vie... » («Señora, es la mayor vergüenza de mi vida»). Porque Sautuola murió como un embaucador, y España nunca le ha hecho un homenaje al científico que supo ver lo que tenía ante sus ojos y que proclamó al mundo lo que se albergaba en esa cueva montañesa.

Lucrecia Botín, con la colaboración de su prima Ana Botín, ha puesto al servicio de esta historia su mejor experiencia como productora cinematográfica y ha logrado que una de las grandes figuras de la cinematografía mundial, Hugh Hudson, dirija una película en la que hay una fotografía bellísima –como no puede ser de otra manera en una película rodada íntegramente en Cantabria–, una música magistral como sólo puede hacer el gran Mark Knopfler de nuestros añorados «Dire Straits», o una interpretación soberbia como la que Antonio Banderas hace de Sautuola.

Confieso que creo un tanto cuestionable el papel negativo que la película atribuye a la Iglesia y del que algunos descendientes nunca habíamos oído hablar. Sin duda habría sacerdotes que rechazaron las teorías de Sautuola, pero difícilmente pudo ser un hecho tan relevante como se sostiene en la película. Un indicio de lo que digo puede darlo el testimonio de un ilustre paisano contemporáneo de Sautuola, su tocayo Marcelino Menéndez y Pelayo, hombre de ortodoxia católica nunca contestada y ampliamente probada en las dos mil páginas de su «Historia de los heterodoxos», quien describe el descubrimiento de Sautuola como una reivindicación de la tradición española: «La verdadera revelación del arte primitivo se debe a un español modestísimo, al caballero montañés don Marcelino Sanz de Sautuola, persona muy culta y aficionada a los buenos estudios, pero que, seguramente, no pudo adivinar nunca que su nombre llegaría a hacerse inmortal en los anales de la prehistoria». Dicho por el anatema de los heterodoxos.

Pero en la vida de Sautuola pasaron años desde el descubrimiento de Altamira hasta que don Marcelino viajó a un congreso de prehistoria en Lisboa donde el que padeció el anatema fue él. Y en el ritmo de una película hace falta mantener la tensión. Así que cabe entender la relevancia del papel malvado jugado en «Altamira» por el párroco de Santillana del Mar como una necesidad narrativa antes que como un hecho histórico de la relevancia que se le da. Y probablemente avala mi tesis el que uno de los personajes claves en la denuncia de Sautuola, el antropólogo francés Louis Laurent Gabriel de Mortillet, sostuvo en 1881, dos años después del descubrimiento de las pinturas, que estas eran falsas y se lo argumentó así a Carthailac en cita que tomo de la monumental obra «82 objetos que cuentan un país», de Manuel Lucena Giraldo: «No te fíes, amigo. Es una trampa que nos tienden los jesuitas a los prehistoriadores para reírse de nosotros». Es decir, que en 1881 lo que creían los científicos enemigos de Sautuola era que este y sus pinturas eran el fruto de una conspiración de la Iglesia ayudada por don Marcelino.

El cine es una de las Bellas Artes. Y requiere de licencias para contar la esencia de una historia. Como cualquier obra de arte, «Altamira» las tiene. Pero el núcleo central de la obra es de un rigor indiscutible. La historia de un burgués ilustrado que se encuentra con algo precioso que redefine la historia de la humanidad. Y su valor para defender la verdad contra la crítica de los científicos que veían tambalearse sus cátedras. España debe mucho a la probidad intelectual de Marcelino Sanz de Sautuola, una figura que hoy no sería más que una nota a pie de página en los manuales de prehistoria si no fuera –y permítanme decirlo, porque yo no tengo mérito ninguno en ello– por la labor de reivindicación de su proeza científica que ha hecho su familia. Porque en todo nuestro país cuenta como único reconocimiento con una calle en Santander –la calle en la que vivía– y poco más.

Y es que esto es España, año de gracia de 2016.

Ramón Pérez-Maura, periodista.

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