Alternancia a la francesa

La alternancia está en marcha y nada la dentendrá”, proclamaba Nicolas Sarkozy la noche de la amplia victoria del centroderecha en la segunda vuelta de las elecciones departamentales francesas. Amplia, pero no histórica: la izquierda conoció días peores en las postrimerías de la era Mitterrand. Entonces votaron a la derecha 76 departamentos, contra los 67 de hoy. Y el mismo Sarkozy, que en su mandato perdió todas las elecciones locales y sufrió un revés histórico en las regionales: 21 regiones de 22 son hoy de izquierda.

Pero la aspiración a la alternancia conserva su vigor: pese al progresivo arraigo de la extrema derecha, los franceses siguen eligiendo la alternancia tal y como la vienen practicando desde hace 30 años, favoreciendo a la oposición “republicana”. Aunque no sientan ninguna apetencia por ella, el rechazo al partido en el poder basta y, si bien la extrema derecha sigue captando la protesta, no renuncian al voto útil. Sarkozy había perdido todas las elecciones intermedias (salvo las europeas) y finalmente fue derrotado en 2012. Ahora vive con la certeza de que a François Hollande le ocurrirá lo mismo. Para él, esta victoria en las departamentales es el trampolín a partir del cual pretende consolidar la influencia sobre su propio bando, antes de ganar en 2017.

Pero, más allá de todo esto, las elecciones regionales nos dan la ocasión de medir la evolución del paisaje político francés, marcado por dos cambios.

El primero es que en un país acostumbrado desde el nacimiento de la Quinta República a la bipolarización y que vivía al ritmo tranquilo de la alternancia entre derecha e izquierda, se instala ahora un sistema tripartito. Con una relación de fuerzas que sitúa a la derecha y a la izquierda aproximadamente en el 35 % del electorado y a la extrema derecha en el 25%. El hecho notable es que el partido dirigido por Marine Le Pen, tras su éxito en las presidenciales de 2012 (17,9 %) y luego en las europeas (25,4%), se inscribe también en el paisaje local. Tras haber sido el paria de la vida pública, el Frente Nacional, versión Marine, se ha convertido en su estrella.

El segundo cambio es que el seguimiento mediático del que ha sido objeto la extrema derecha —la prensa ha contribuido mucho a su desdemonización— y el hecho de que el Gobierno la haya designado como su principal adversario podrían hacer pensar que asistimos a una ascensión imparable hacia el Elíseo. Sin embargo, las elecciones regionales no van en ese sentido, porque por primera vez el FN ralentiza el paso. Aunque recibe el apoyo de un francés de cada cuatro, los otros tres lo rechazan. Regularmente, más de dos de cada tres franceses manifiestan su hostilidad hacia la idea de que un día pueda alcanzar el poder. Por otra parte, ha pasado algo entre las dos vueltas de las elecciones departamentales. Entre el 25% de votos del FN de la primera vuelta y el fracaso completo del partido de Le Pen en la segunda. No gana en ningún departamento y obtiene menos de 50 escaños de los 2054 que estaban en juego. Y es que el resultado de la primera vuelta provocó un verdadero shock en el electorado de la derecha, al que sin embargo se suponía tentado por la idea de una alianza con la extrema derecha. Los electores de la derecha se han declarado, entre una vuelta y otra, mayoritariamente opuestos a tales acuerdos, al unísono con su propio estado mayor. Se han concentrado más en la izquierda que en el FN cuando esta mantenía un duelo con la extrema derecha, en proporciones más fuertes de lo esperado.

Respecto a las presidenciales de 2017, debemos tener en mente que habrá unos 15 millones de electores más que en las regionales. En tales condiciones, la perspectiva más comúnmente admitida —la de que en 2017 Marine Le Pen llegará necesariamente a la segunda vuelta— no es una certeza. En estas departamentales se han dado las dos condiciones para el regreso del duelo derecha/izquierda en las presidenciales y la eliminación de Marine Le Pen en la primera vuelta: una fuerte movilización y la unidad de cada bando.

La unidad es lo que ha conseguido, en beneficio de su bando, Nicolas Sarkozy. La UMP ha presentado candidatos comunes con los centristas. Por el contrario, el PS paga un alto precio por la división de la izquierda —por no decir su desmembramiento— provocada por las críticas y las injurias de la extrema izquierda de Jean-Luc Mélenchon y una fracción de los ecologistas. Cómo no recordar la tristemente célebre frase del secretario general del partido comunista alemán en los años treinta: “El árbol nazi no debe impedirnos ver el bosque socialdemócrata”. Por supuesto, no se trata aquí de ningún modo de comparar, ni siquiera de lejos, la ideología nazi con la del FN, sino de demostrar que el odio a la socialdemocracia sigue siendo el principal motor de cierta extrema izquierda.

No obstante, esta evaluación no nos da la clave de las razones profundas de la conversión de una parte del país a un populismo extremista. Como en otras muchas naciones actuales, nuestras sociedades están fragmentadas. En Francia se perfilan tres países: uno urbano y abierto, otro periurbano y en dificultades (la periferia de las ciudades) y el último, un entramado de ciudades pequeñas y de circunscripciones rurales que se sienten marginadas.

A esta división se suman tres factores que alimentan el voto de extrema derecha. El primero es un contexto ideológico en el que dominan el catastrofismo y la nostalgia. El segundo es la naturaleza de la batalla política. Los líderes de la derecha y de la izquierda se pasan la mayor parte del tiempo desacreditándose mutuamente, dirigiendo así la mano de los electores hacia el tercero en discordia. Y tercer factor: el auge de la xenofobia alimentada por una confusión constante entre islam y terrorismo. Esta mezcla podría llegar a producir una máquina infernal. Al menos estas elecciones regionales han indicado claramente el camino que hay que seguir para evitarlo.

Jean-Marie Colombani es periodista y escritor y fue director de Le Monde. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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