Altruismo 2.0

Miguel Ángel Buonarroti nos dejó un símil de lo que era, para él, el Arte. Dijo que esculpir no es más que desvelar la maravillosa obra de arte que yace escondida en un bloque de mármol.

Hace muchos años tuve la oportunidad de conocer a alguien que estuvo presente y codo con codo con Picasso en su estudio durante la génesis de uno de sus cuadros más célebres, el Guernica. Me contó esta persona, vinculada al Gobierno de la República, que había viajado a París junto con el director general de Bellas Artes para solicitar la colaboración del genio de Málaga en un proyecto: dar realce al pabellón español en la Gran Exposición Internacional que se celebraría en París ese mismo año de 1937.

Picasso aceptó realizar un mural de grandes dimensiones, en concreto de once por cuatro metros. El encargo era de tal envergadura que se vio obligado a alquilar un estudio mayor del que tenía. Uno que –curiosamente y para que vean ustedes cómo en esto de las artes todas están entretejidas por misteriosos hilos– tenía a su vez una historia muy literaria.

Años atrás, Honoré de Balzac había situado en esa misma dirección, el número 7 de la Rue des Grands Agustins, el atelier del pintor protagonista de su famoso relato Laobramaestra desconocida.

Pero volvamos a Picasso y a la mañana siguiente de la llegada a su estudio de aquel gran lienzo en blanco destinado a convertirse en el Guernica tal como lo conocemos ahora. Según mi informante, aquel había sido entregado la víspera bajo un gran aguacero, de esos que azotan París de vez en cuando, y él quería asegurarse de que la tela era tal como la había encargado el pintor. En efecto lo era, pero, como consecuencia de las lluvias torrenciales y del mal estado del estudio, una nada discreta gotera tuvo la mala –o tal vez habría que decir la buena– fortuna de manchar la esquina superior izquierda del lienzo. Por lo visto, Picasso se quedó mirando la mancha un buen rato y, lejos de renegar o quejarse, sacó un cuaderno de dibujo, lo puso apaisado sobre sus rodillas, para representar el tamaño y la forma del lienzo, y, guiándose por el contorno de la mancha que maculaba la tela, dibujó los cuernos de un toro, los mismos y gloriosos que ahora podemos admirar en tan célebre cuadro.

Les cuento estas dos anécdotas porque todos quienes, con mayor o menor éxito, nos dedicamos a la creación y al arte, más de una vez hemos sentido que la obra a la que queremos dar forma existe ya… está ahí, en un bloque de mármol, o en las imperfecciones de un lienzo en blanco. Como también lo está en las palabras o notas musicales que por azar comienzan a encadenarse ellas solas y a capricho, y de las que uno, al final, no es más que un torpe amanuense. Porque lo que comúnmente se entiende por Inspiración no es otra cosa que una extraña Intuición que hace que uno busque, exactamente, en el lugar donde duerme un extraordinario tesoro escondido.

Ahora les propongo otro ejercicio de imaginación. Piensen en los grandes creadores que ha dado la historia. Recuerden a Cervantes o a Shakespeare, a Mozart o Beethoven, de nuevo a Miguel Ángel y a Picasso. Y piensen que sus nombres tal vez hoy no nos dirían absolutamente nada si sus caminos no se hubieran cruzado con estos otros nombres bastante menos conocidos que los suyos. Hablo del duque de Béjar en el caso de Cervantes; del conde de Southampton, amigo de Shakespeare; del arzobispo de Salzburgo y del archiduque Maximiliano, protectores de Mozart y Beethoven, respectivamente; del Papa Julio, patrono de Miguel Ángel; y, por fin, de Gertrude Stein, o del propio Estado español, si hablamos de Picasso y, en concreto, del Guernica. Sin ellos, y sin otros como ellos, muchas obras maestras que ahora admiramos seguirían en ese bloque de mármol en el que, según Miguel Ángel, aguardan escondidas.

El mecenazgo es un tipo de patrocino que se otorga a los artistas, músicos, literatos y científicos a fin de que puedan desarrollar su obra. Un apoyo que se concede sin exigir a sus beneficiarios ningún tipo de devolución o rédito económico a corto plazo. Los réditos son siempre de índole diferente. Tienen que ver con un placer estético, con un deseo de ser útil y de aportar algo positivo a la sociedad. El hecho de que redunden también en otro tipo de réditos colaterales no hace que su causa sea menos noble.

Por eso, me he sentido muy honrada de formar parte, junto a Carmen Iglesias y al director del museo del Prado, Miguel Zugaza, entre otros, del jurado del segundo Premio Iberoamericano de Mecenazgo, que se dedica a reconocer a aquellos que, a un lado y otro del Atlántico, deciden dedicar sus esfuerzos y, por qué no, y bienvenido sea, también su dinero, para ayudar a artistas de todas las disciplinas. La figura de patrono ha existido siempre, y hoy es más necesaria que nunca. Por eso me atrevería a abogar por que el nuevo gobierno, sea del color que sea, haga por fin una apuesta por la cultura. Y una de las mejores, y a la larga más baratas, formas de hacerlo es involucrar a la sociedad civil a través, por ejemplo, de una Ley de Mecenazgo. Una que ayude a canalizar el deseo de ayudar a las artes que existe tanto en el ámbito como en el de empresas, ya sean grandes o pequeñas.

Ojalá nuestros políticos usen su sentido común para saber que, si bien es cierto que por suerte el altruismo, la generosidad y el desinterés existen, también lo es que, como decía Adam Smith, «no es de la benevolencia del panadero de quien hay que esperar nuestro alimento, sino de su propio y perfectamente legítimo interés».

Ojalá sea posible que se instrumenten pronto leyes en ese sentido para que juntos, creadores y mecenas, puedan –podamos– seguir descubriendo la nueva Pietà que duerme dentro de quién sabe qué bloque de mármol. O esos nuevos y espléndidos Guernicas que aún se esconden en otros tantos lienzos en blanco.

Carmen Posadas, escritora.

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