Alza impositiva y consolidación presupuestaria: mal camino

Uno de los temas de política económica más controvertidos en la actualidad en muchos países es cómo adecuar los impuestos a las necesidades del Estado para consolidar el elevado déficit público y al mismo tiempo incentivar la actividad económica no sólo para salir de la crisis, sino recobrar la senda del crecimiento económico sostenible, no inflacionario y creador de empleos que teníamos antes del estallido de la crisis. Desde la perspectiva del análisis económico, no cabe duda de la conveniencia de mantener moderada la imposición fiscal que afecta a la adopción de decisiones económicas de inversión empresarial, ahorro y trabajo. Es decir, el impuesto sobre la renta, el impuesto sobre sociedades y el impuesto sobre patrimonios no deben de subirse; si cabe, deben de reducirse y ser alineados con los niveles existentes en otros países con el fin de generar fuertes incentivos positivos para la economía a medio y largo plazo. Pero no todos los gobiernos están por esta labor. Unos, porque piensan que aumentar la recaudación presupuestaria es la vía más rápida y con un desgaste político mínimo para ir reduciendo el déficit público; otros, porque su credo ideológico de izquierda les hace cargar contra empresarios y «las clases altas», que según un ministro del Ejecutivo español son quienes cobran salarios de más de 50.000 euros brutos al año (sic). En todo este debate estamos siendo testigos de lo bajos que son los conocimientos que tienen determinados líderes políticos sobre el funcionamiento de la economía y de lo enorme que es la hipocresía de aquellos otros políticos que defienden el alza impositiva de la fiscalidad sabiendo que esto no hace más que lastrar la inversión y el empleo.

No hay que discutir que el enorme agujero en las arcas públicas del conjunto del Estado, que ha resultado de las políticas fiscales anticrisis, ha de subsanarse. Todos los países de la UE cerrarán en este ejercicio y el próximo con notables déficit públicos, que en la mayoría de ellos, España incluida, serán claramente superiores al tope establecido por el Pacto Europeo de Estabilidad y Crecimiento (3% del PIB). En el conjunto de la Eurozona, el déficit público se podría situar este año cerca del 5% del PIB y en el próximo año alrededor del 6,5% (en 2007 era el 0,6%); la ratio deuda/PIB llegaría a más del 80% del PIB (veinte puntos por encima del valor de 2007, que casualmente se correspondía con la norma del Pacto).

La consolidación de los presupuestos es inexorable no sólo para cumplir con las reglas fiscales del Tratado de la UE, sino porque lo impone impecablemente la llamada «restricción presupuestaria intertemporal». Buena parte de los déficit públicos son de carácter estructural, fruto de determinadas prestaciones sociales al estilo de «cheques bebé» o de las subvenciones a empresas (automóvil) y regiones (Andalucía) en dificultades o del gasto de personal en la administración pública en expansión desbocada. Este componente estructural del déficit, a diferencia del coyuntural que se deriva temporalmente de la caída de los ingresos y el aumento del gasto por desempleo causados por la recesión económica, no es sostenible en el tiempo. Pues los gastos financieros del Estado aumentarían exponencialmente, lo cual limitaría progresivamente la capacidad de actuación del gobierno (en todos los terrenos) y amenazaría con el riesgo de una bancarrota estatal. Por consiguiente, el déficit público estructural tiene que ser eliminado. Para ello se necesitan, por regla general, varios años.

La ineludible consolidación presupuestaria, en principio, puede practicarse desde dos vertientes, la del gasto público y la de los ingresos. Consideraciones de eficiencia económica aconsejan poner el énfasis en el control y la reducción del gasto, sobre todo del gasto consuntivo, puesto que éste no aporta nada al crecimiento del potencial económico y al empleo duradero, mientras que el gasto público para la formación de capital fijo (infraestructuras sólidas) y de capital humano (base para la investigación, el avance tecnológico y la competencia profesional) sí lo hace, bajo el supuesto, claro está, que los programas estén adecuadamente configurados y se ejecuten con determinación. En otras palabras: es importante combinar la consolidación presupuestaria en términos cuantitativos (eliminar el déficit estructural) con la consolidación en concepto cualitativo (orientar la estructura del gasto hacia formas más productivas).

Ahora bien, como en la realidad política las reticencias a acotar el gasto público son muy frecuentes, se opta por subir impuestos. Es una típica decisión de conformarse con la segunda mejor solución (second best) que por definición tiene por contrapartida una pérdida de eficiencia económica, lo que implica un potencial de crecimiento más bajo y unos niveles de empleo más reducidos de lo que sería posible y deseable en la economía, dados los recursos productivos disponibles. Si no obstante el gobierno se empeña en incrementar los impuestos, causará el menor daño a la economía mientras se centre en los impuestos indirectos, como el IVA y tributos específicos (gasolina, tabaco, bebidas alcohólicas, por ejemplo). Estos impuestos no repercuten adversamente en el ahorro, la inversión empresarial y el empleo. Pero su aumento no le garantiza al Estado las recaudaciones adicionales en la cuantía deseada para conseguir avances en la consolidación presupuestaria. O bien prolifera la economía sumergida (IVA), o bien se contrae el consumo de las familias que utilizan menos el coche para economizar así en el gasto del carburante. Los ecologistas dirán que la reducción de la demanda de hidrocarburos es una buena cosa porque frena la emisión de gases contaminantes con efecto invernadero. Los apologistas de la buena salud se congratularán si la gente fuma menos y se abstiene a tomar alcohol. Pero a los trabajadores en las industrias y los sectores de servicios correspondientes no les hará mucha gracia que corran el riesgo de perder el empleo.

Los impuestos directos, sin embargo, no se deben aumentar, especialmente no el impuesto sobre sociedades, incluido el IRPF sobre el empresario individual. Esta imposición supone una presión fiscal sobre la inversión en capital fijo y las actividades I+D y, por consiguiente, obstaculiza la creación de empleo. No tiene sentido generar incentivos perversos, como sería el caso, si sólo por motivo de una fiscalidad empresarial excesiva el domicilio social e incluso parte de las actividades productivas fueran trasladadas al extranjero, donde el tratamiento de los rendimientos empresariales sea más benévolo, y al mismo tiempo se ahuyentara el capital foráneo. Precisamente en tiempos dramáticos como los actuales se ha puesto de manifiesto que nuestras economías están muy necesitadas de capital, no sólo las entidades financieras que tienen que recobrar su solvencia, sino también muchas empresas manufactureras y de servicios que requieren de una ampliación del capital para poder crecer y posicionarse con éxito en los mercados globalizados. La competencia internacional por los ahorros seguirá siendo muy severa, porque los países emergentes constituyen una intensa demanda adicional de capital. Por ello, la fiscalidad del ahorro tiene que ser moderada. También el Estado debería entenderlo así. Pues también él depende de los ahorradores privados para que le compren los bonos y obligaciones que quiera emitir. No sirve darle vueltas: un gobierno con sentido de responsabilidad apostaría por atajar el profundo desequilibrio de las finanzas públicas por el lado del gasto.

Juergen B. Donges