Amanece el pasado tras la sentencia

Sí, está amaneciendo el pasado. Volvemos a las andadas y la única posibilidad de que las cosas no empeoren más de lo que están es la convocatoria para octubre de unas elecciones, que no sabemos si mejorarán las cosas, pero que por lo menos las aclararán. La Moncloa tiene que cambiar urgentemente de inquilino, sea del partido que sea, porque el actual ha conseguido abrir la caja de los truenos en un país que hasta 2004 era la admiración del mundo.

En dos días las cosas han quedado claras con respecto a lo que nos espera: primero ha sido la sentencia del Tribunal Constitucional y al día siguiente la masiva manifestación en Barcelona, alentada por los medios de comunicación de Cataluña, que la arrastran cada vez más hacia un nacionalismo totalitario. «¡Provocación!», así se leía, con grandes caracteres, en la primera página del periódico catalán más influyente. No habíamos ni casi empezado a resolver la crisis económica, y ya estamos de hoz y coz sumergidos en una preocupante crisis política, que nos devuelve a los años anteriores a la Guerra Civil.

«Supongamos que se concediese a Cataluña absoluta, íntegramente, todo cuanto los más exacerbados postulan. ¿Habríamos resuelto el problema? En manera alguna; habríamos dejado plenamente satisfecha a Cataluña, pero ipso facto habríamos dejado plenamente, mortalmente insatisfecho al resto del país. El problema renacería de sí mismo, con signo inverso, pero con una cuantía, con una violencia incalculablemente mayor; con una extensión y un impulso tales, que probablemente acabaría (¡quién sabe!) llevándose por delante el régimen». Estas palabras de Ortega, pronunciadas en el Congreso de los Diputados el 13 de mayo de 1932, cobran de nuevo su total vigencia, tras lo que está pasando en España en estos días aciagos. Porque, hay que decirlo claramente, la manifestación del sábado, presidida por un atolondrado Montilla, militante del PSOE y ex Ministro de España, no era en contra de la provocación del Tribunal Constitucional, sino contra la Constitución de España, que ya no rige en Cataluña desde la entrada en vigencia del Estatut, porque como dije aquí hace ya cinco años, la Constitución había sido derogada de facto en Cataluña. Por eso es inútil hacer sesudos análisis jurídicos de la sentencia del Tribunal, porque todo el Estatuto de la A a la Z es inconstitucional, ya que con su aprobación se había producido una metamorfosis jurídica, según la cual la autonomía concedida en el Estatut de 1979 se había convertido en este nuevo en soberanía. Ya no era un Estatuto, era el embrión de una Constitución.

Volviendo a Ortega, el español que mejor ha comprendido la particularidad catalana y su peligro para la unidad de España, definió así la autonomía, en ese mismo discurso que he citado: «La autonomía significa, en la terminología jurídicopolítica, la cesión de poderes; en principio no importa cuáles ni cuántos, con tal de que quede sentado de la manera más clara e inequívoca que ninguno de esos poderes es espontáneo, nacido de sí mismo, que es, en suma, soberano, sino que el Estado le otorga y el Estado lo retrae y a él reviene».

Pues bien, desde el mismo momento en que el Parlamento catalán aprobó el proyecto de Estatut, los diputados, como en el juego del mus, echaron un órdago al Estado, para cambiar la autonomía por la soberanía. Y lo hicieron porque el presidente Zapatero había dicho aquella nefasta frase que no hace falta repetir, y que, sin embargo, no se la habían creído del todo los parlamentarios catalanes. Es reveladora a este respecto la afirmación que hizo el entonces conseller de Gobernación del Tripartito, Joan Carretero, en la actualidad fuera de ERC, tras ser expedientado, el día 19 de marzo de 2006, en una entrevista en La Vanguardia. Decía así, criticando la redacción del Proyecto que pare él resultaba todavía «poco ambicioso»: «El Estatut se aprobó aquí porque los dos partidos mayoritarios sabían que lo que se aprobara aquí ya lo afeitarían después en Madrid. Todo el mundo votó, pero sabiendo que esto iba en broma….». Y, a continuación, el periodista le pregunta qué tendría que pasar para que su partido y él votaran a favor del Estatut, a lo que responde: «Para mí lo más importante es que el artículo 1º diga que Cataluña es una nación. Punto y aparte. Si se pone esto, yo voto que sí, porque a pesar de que se hable de la financiación, lo más importante es que te definan como una nación, porque de eso se deriva todo lo demás».

ERC preconizó el no en el minirreferéndum catalán, pero su posición ante la sentencia del Tribunal Constitucional es como si hubiera votado a favor, porque junto con sus aliados del Tripartito, han tratado de coaccionarlo, desde el momento en que intuyeron que la sentencia iba a ser en parte desfavorable. Cuatro años de dudas en el Tribunal parece que fueron superadas ante la presión que se incrementaba sin cesar para que no declarase su inconstitucionalidad parcial, y así se comunicó primero el fallo y hace unos días la sentencia completa, que abarca unas 800 páginas. Este documento, sin duda, dará argumentos para muchos trabajos a mis colegas durante años, pero la principal consecuencia que se obtiene de la sentencia definitiva, aprobada por 6 a 4, y de los votos particulares que han escrito los cuatro Magistrados que estaban en contra, es muy sencilla y podemos resumirla así, sin perjuicio de que volvamos a la carga en artículos posteriores.

Desde el punto de vista metodológico, recomiendo, al que tenga el valor de enfrentarse a este dinosaurio jurídico, que lea primero los cuatro votos particulares y después se enfrente con los fundamentos jurídicos de la sentencia. Aunque los cuatro votos no son totalmente semejantes y rebelan la concepción jurídica de cada uno de los magistrados, se puede sacar alguna conclusión compartida por todos.

En lo que a mí respecta, creo que de forma tácita, si no expresa, se pueden consignar las siguientes conclusiones. En primer lugar, se desprende de los votos particulares que el Estatut supera ampliamente lo permitido por la Constitución, convirtiéndose en una especie de Constitución paralela. En segundo lugar, la permanencia de la mención de la nación catalana en el Preámbulo, aunque se le haya suprimido su relevancia jurídica, conserva claramente su relevancia política, como el sábado se puso de relieve en la macromanifestación de Barcelona. En tercer lugar, la enumeración de las competencias que se asigna el Estatut exceden con mucho de lo que la Constitución permite. En cuarto lugar, la autonomía, tal y como la definió Ortega, no tiene nada que ver con lo que se expone en el Estatut, pues en todos los artículos se desprende un tufo de que los poderes de la Generalitat proceden del pueblo catalán, como si no estuviera integrado en el pueblo español, verdadero sujeto de la soberanía nacional. No hay, por consiguiente, derechos identitarios anteriores a la Constitución. En quinto lugar, según el principio de constitucionalidad y, por tanto, el de jerarquía normativa, una ley orgánica, como es el Estatut, no puede derogar o reformar la Constitución. En sexto lugar, hay instituciones paralelas a las estatales que pretenden suplirlas, como las veguerías o el referéndum, de forma tan claramente inconstitucional que el propio Consell de Garanties Estatutaries, esto sí que es rizar el rizo, acaba de dictaminar que, en efecto, son inconstitucionales. Y, en último lugar, para no seguir interminablemente, los votos particulares vienen a decir que el Estatut, tal y como ha quedado, será una amenaza permanente para la seguridad jurídica y la seguridad constitucional en España.

Y qué decir entonces de la sentencia aprobada, que modifica 15 artículos e interpreta 27 para evitar su presunta inconstitucional. Pues para no cansar al lector, me voy a limitar a señalar que de su lectura se deducen tres cuestiones importantes. La primera es que si se relacionan los artículos declarados inconstitucionales con otros, se comprobaría que también éstos están contaminados. La segunda, que la técnica de las interpretaciones conformes se lleva a cabo no para buscar una aplicación del Estatut que sea conforme a la Constitución, sino más bien al contrario, para que esas interpretaciones consigan lograr que la Constitución sea conforme al Estatut. El mundo al revés, y así se prevé reformar leyes orgánicas o leyes estatales, para acomodarlas a aquél. Y la tercera, la más inquietante de todas, consiste en que el Tribunal Constitucional se ha convertido en el poder constituyente, porque la interpretación que habrá que hacer del hasta ahora llamado Estado de las Autonomías, no será ya la que señala la Constitución, sino la que ha reinterpretado el Tribunal Constitucional en esta sentencia, que ya comenzó a mostrar su desvarío con la que dictó sobre el Estatuto de Valencia, totalmente inaudita. Por eso, en los votos particulares se insiste en que el principio de stare decisis, es decir, la sujeción a la coherencia de la jurisprudencia anterior del Tribunal, se ha venido abajo.

España entra así en un camino incierto, que no sabemos a dónde nos conducirá, porque el Estado de las Autonomías, tal y como ha funcionado hasta ahora, ya prácticamente no existe. De ahí que Ortega, partidario de conceder la autonomía a todas las regiones de España, cuando vio cómo se torcían las cosas en Cataluña, dijo, que, admitiendo la igualdad para todos, a lo que se oponía es «a que se diese una prima al nacionalismo». El presidente Zapatero parece, pues, que no ha leído a Ortega, el mejor pensador español del siglo XX.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.