Amar al monstruo

Uno de los recuerdos más tempranos que guardo de mi padre se desliza en esta imagen: estoy en la ducha, y él, desde fuera, me sujeta bocabajo, por los tobillos y con una sola mano para aclararme el jabón. Mis pies quedan a la altura de su cabeza. Siempre seguía el mismo protocolo. Enjabonar en abundancia y colocarme bocabajo para aclarar. Yo me asusto, lloro, el jabón me entra en los ojos, me retuerzo como un pescadito recién sacado del agua. Eso es todo, una ceremonia de aclarado que en principio podría ser simplemente brusca, pero resulta sádica porque a él le hace gracia comprobar que con una sola mano es dueño de mis movimientos, de mi seguridad, de mi llanto. Cuando muchos años más tarde conocí el cuadro de Goya Saturno devorando a su hijo, me descubrí ante el espejo, yo pequeña, yo indefensa, yo inmortalizada desde el mito antiguo hasta un baño sin dioses.

Amar al monstruoEl daño que puede hacer un padre no depende únicamente de este padre, sino de factores exógenos. Por una parte está la frase estereotípica: “Un padre es un padre”. Con solo cinco palabras se avalan una serie de asunciones principalmente falsas, entre ellas: a un padre se le permite todo. No. No se puede tolerar todo porque el sufrimiento deshumaniza, y para salvaguardar un nivel aceptable de bondad a veces es necesario romper con la fuente de ese dolor. En este sentido, no aguantar viene a ser una obligación moral. Quien te ha dado la vida no tiene derecho a quebrarte el alma. Por otro lado, el daño que puede hacer un padre también depende de nosotros mismos: durante mucho tiempo me consideré una víctima, porque la sociedad establece que todo acto traumático debe traumatizar. Cuando comprendí que mis ganas de vivir y de amar no se correspondían con las de una persona traumatizada, me desprendí de ese papel. Así lo pienso: no todo acto traumatizante tiene por qué traumatizar. Como escribió Goytisolo, la vida empuja como un aullido interminable, y en ese aullido me desprendo de la oralidad de la palabra papá y desarticulo los huesos de su memoria para dar cuerpo al aliento que intentó quitarme. La avidez de vida me sopla en la nuca, me estimula, no soy víctima, no hay trauma, no exhibo cicatrices.

Uno de los cambios más decisivos en mi vida comenzó con esta negativa a aceptar la imposición social y traumática del padre: así desperté a mi nuevo estado, hambrienta de ilusión, preguntándome cómo abrir la boca lo suficiente como para tragarme el mundo, mi nuevo mundo. Recién separada de mi padre, por fin desvinculada de él, me sentí como recién nacida. Sentí que tenía un futuro. Puedo decir que el poder de mi padre se disipó y yo nací, a mis 14 años. Salí a la luz y el aire repentino de la libertad me dio un azote para que soltara mi primer llanto. Fue un llanto de alegría.

Se rompió una cadena malsana: primero, en la infancia había sido el amor a mi padre, pronto sucedido por el miedo. Yo pensaba que temblar ante un padre era normal. En la adolescencia fue un profesor de mi instituto quien me dijo que debía dejar de verle. Fue un shock, pero en ese momento todo cobró sentido. Debía dejar de ver a mi padre porque cada vez que tenía que hacerlo sudaba, se me caían las cosas, balbuceaba, dejaba de pensar con claridad. Luego vino el odio, pero un odio enraizado en el amor, un odiarle por no quererme, es decir, un falso odio, un odio triste porque reclama afecto, y porque yo sentía que aún en ese punto una palabra suya bastaría para sanarme. Eso me avergonzaba, porque hay un sentimiento más poderoso aún que el de temer al monstruo: el sentimiento que produce la vergüenza de amarlo. Luego vino el perdón. Un perdón que ha compuesto el estrato más duradero en mi arqueología afectiva hacia él. Fueron muchos años de perdón, la mayoría. Después del amor, del miedo, del odio y del perdón llegó mi hija, que ahora, con la pasión que me ha hecho sentir a sus escasos siete días de vida, ha dado lugar a un nuevo e inesperado sentimiento hacia mi padre: el desprecio.

Mi padre es un ser mediocre, pues entierra sus raíces en el acto mediocre por excelencia: mi padre no es capaz de amar. Su naturaleza es un absurdo porque carece de claroscuros, esos contrastes que hacen de la pintura de Caravaggio un titubeo entre la luz y la oscuridad, esa oscilación que conforma y mueve al ser humano. En mi padre no hay claroscuro, no hay suficiente vida ni latido para que su odio, sus maltratos o su racismo puedan ser tomados en serio. Una vez que lo he entendido, veo que su maldad resulta intrascendente. Mi padre está vacío de lo malo, porque está vacío de lo bueno.

Mientras escribo esto mi hija está mamando, y pienso que el amor que siento es tan diferente a cualquier tipo de amor, que la palabra amor me resulta un término flojo, una incompetencia lingüística, inexplicable vacío en la historia de nuestro léxico. Esto me lleva a otro recuerdo: yo tendría unos ocho años y trataba de acariciar a una ratita que tenía de mascota. Cada vez que metía el dedo en la jaula, ella me mordía. Yo le decía “tú no eres mala”, y entonces volvía a meter el dedo y ella me mordía otra vez en la herida ya abierta. Siempre metía el mismo dedo, como si cambiar de dedo pudiera cambiar esa rata por otra, y yo quería que ésa, y no otra, cambiara, que dejara de morderme, que confiara en mí. Sangraba mucho, pero otra vez y otra vez y otra vez metía el dedo diciendo lo mismo: “Tú no eres mala”. Yo quiero para mi hija esa misma ingenuidad, quiero que confíe, que no se dé fácilmente por vencida en la tarea de esperar lo mejor de las personas, pero también quiero que sea capaz de entender que, a veces, hay que sacar el dedo de la jaula, conservar la salud y el tacto del dedo para poder acariciar la piel de quien nos abraza con verdad y respeto.

Estoy en paz. Mi hija está a salvo sobre mi pecho, libre del daño del corazón descolgado de su abuelo, y me siento acompañada por la comprensión de tantas otras personas que han sufrido las batallas de una ruptura tan dolorosa con el fin de poder conservar la fe en la amistad, en la fraternidad, en la familia. Me alegran las familias felices, me gusta observarlas, creo en ellas. Tristemente, hay padres incompatibles con la vida, y yo he elegido vivir. Miro a mi hija, y le digo que los ruiditos que suenan entre su boca y mi pezón son la música de un amor que no daña, y que nada la inquiete, porque ya no temo al monstruo, y aún más importante:

Ya no amo al monstruo.

Marina Perezagua es escritora, autora de Seis formas de morir en Texas (Anagrama).

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