Amar Cataluña

No es el tiempo de las conmociones, sino de las emociones. Ha habido y hay cada día artículos excelentes, memorables incluso, con argumentos insoslayables, técnicos y políticos, sobre la situación actual entre Cataluña y España. A veces, con uso y abuso de la razón. Pero echo en falta algo tan sencillo como la parte cálida, afectiva, que la prolongada cohabitación entre compatriotas genera. Hablando claro, echo en falta demostrarnos cariño, decírnoslo, como se dice en una familia. Lo que hace que seamos compatriotas, entre muchas otras cosas tal vez más solemnes, es el afecto. Aunque seamos incompatibles, vistos uno a uno, y aunque algunos se empeñen en definirnos como antípodas recíprocas, lo cierto es que, uno a uno, siempre hemos estado cerca. Recuerdo especialmente que el día de los atentados del 11-M, en Madrid, recibí decenas de mensajes y llamadas de amigos de Barcelona, preocupados y solidarios. Y sé que otros atentados iguales o peores podrían haber tenido lugar en Cataluña y que fueron desarticulados a tiempo por las fuerzas de seguridad del Estado, que protegía a todos. Esa reciprocidad es la que me emociona.

No quiero arrinconar mi experiencia de Cataluña, que es grande y dilatada. Mi padre tuvo socios catalanes, del ramo textil, y gozó de su amistad, pese a la distancia, hasta su muerte, acaecida este año. He trabajado varios años con Jordi Solé Tura y con Santiago de Torres, entonces subsecretario del Ministerio de Cultura y luego amigo personal. Desde el 2000 he vivido intermitentemente tanto en Madrid como en Barcelona, trabajo para una empresa ubicada en Barcelona y la mayoría de mis compañeros son catalanes. Voy a Barcelona con tanta frecuencia que se ha hecho para mí un viaje de cercanías. Cuando voy, disfruto y respiro la ciudad como parte de mi entorno vital, al mismo nivel que Madrid. Mis editores han sido y son catalanes. Muchos de mis mejores amigos y amigas son catalanes. Algunas de las personas que más quiero son catalanas, vivan donde vivan. He traducido a poetas catalanes, como Miquel Martí i Pol y Álex Susanna. Leo a Carner, a Pla, a Gimferrer, a Casajuana o a Villatoro en catalán. Con todo esto a mis espaldas, no puedo soslayar que hay un vínculo íntimo y personal con Cataluña, como millones de españoles.

La historia común es una larga controversia jalonada de susceptibilidades, pero aquí estamos y hemos llegado juntos a este punto de la Historia con mayúscula. Tengo la certeza de que, desde el franquismo, hemos luchado codo con codo para traer la libertad que hoy disfrutamos. Proseguir en adelante nuestros caminos juntos o separados es cosa nuestra. Quizá tengamos que preguntárnoslo en serio, en una pregunta clara y directa, asumiendo todos las consecuencias y los riesgos, porque será muy tranquilizador saber inequívocamente la verdad de lo que podemos querer. Pero antes de eso, nada impide que haya también declaraciones fraternas, ni que estas sean, desde luego, mutuas. Declaraciones de aceptación de la diferencia del otro y declaraciones de lealtad. Precisamente, esto es lo entiendo por patria.

Tengo mis propias ideas políticas y las defiendo con vehemencia, pero también acepto la vehemencia de mi interlocutor al exponer sus ideas y nunca exijo la cabeza de nadie; creo que es mejor ceder que avasallar, porque creo que permitir que la sangre llegue al río es malo para el río: perjudica a todos los que han de beber de sus aguas. He discutido con catalanes, pero también con vascos, andaluces y gallegos y, sobre todo, con castellanos y madrileños, quizá por ser ellos mi contexto habitual. He abrazado, besado y saludado a personas de todas las partes de España. Concibo España como un país que siempre ha demostrado ser capaz de lo mejor y de lo peor (aunque no más que Francia o Rusia, por ejemplo), pero que nos une en nuestras diferencias gracias a que nos garantiza el paraguas de la justicia, la igualdad, la democracia y la libertad, incluso el bienestar solidario. He creído hasta hoy que todo eso nos une, que nos hace sentir que en gran medida somos lo mismo y los mismos. Y no sé por qué no he de seguir creyéndolo.

Volvamos a la cordura del corazón, porque la de la razón, por lo que se ve, ya se les supone a todos. Si buscamos en nuestras propias vidas personales los nexos, puentes, afectos, vínculos, momentos, personas, frases, detalles minúsculos de una conjunción entre españoles y catalanes, veremos que las barreras y las exclusiones son ajenas a nuestra vivencia personal y que solo nos causarán daño. El desafecto procede de una perspectiva envilecida que, a la larga, es errónea, y a la corta, malévola. Puede que muchos se hayan cargado de razones para el rechazo o el menosprecio, pero no siempre fue así. Miremos en nuestro corazón. Quizá, a lo sumo, fuimos rivales, pero no enemigos. Quienes fomentan el odio primitivo y cazurro, en ambas partes, no deberían formar parte de los que han de regir, democráticamente, nuestros destinos. Y si busco en mi vida, descubro que estoy unido a Cataluña más de lo que cabría imaginar. Por eso hay un gesto que hecho en falta, un gesto cálido, amistoso, amoroso: que sepan los catalanes que los españoles somos parte suya como ellos son nosotros. Por eso quiero a Cataluña y la sé integrada en mí, en mi pasado y en mi futuro.

Adolfo García Ortega es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *