América, arsenal de la democracia

El busto del presidente Zachary Taylor cubierto con una bolsa.AFP
El busto del presidente Zachary Taylor cubierto con una bolsa.AFP

«América, arsenal de la democracia». No es una boutade. Ni una provocación. Tampoco un suspiro de añoranza. Este concepto resume, desde éstas nuestras democracias corroídas por similares corrientes deletéreas a las desatadas el día 6 de enero en el Capitolio, una realidad que ha sido. Y que debemos contribuir a que siga siendo. Por interés propio.

La acuñó en diciembre de 1940 el presidente Roosevelt. Cuando las tropas nazis señoreaban –imparables– en Europa y amenazaban a Reino Unido. Habló por la radio de lo problemático del aislacionismo del país respaldado por una mayoría de la ciudadanía. Lo que estaba en juego era la democracia, vino a decir, y EEUU debía ser (al menos) «el gran arsenal de la democracia». En aquel pronunciamiento, estas palabras tenían su sentido literal.

Pero el lema perdura con un sentido amplio: EEUU, abanderado de los ideales democráticos. Inspiración y aspiración de demócratas en el mundo entero. Es una versión secular, pegada al terreno, de la «ciudad en la colina», referencia ésta al Sermón de la Montaña (en homilía destinada a los primeros colonos, los protagonistas del mito fundacional americano), que ha transitado por todos los estudios académicos sobre el país. Y los discursos de los presidentes, desde Kennedy a Obama, pasando por Reagan. «La ciudad (a menudo se añade brillante) en la colina» encapsula la idea de arsenal de la democracia en la transcendencia que funda el excepcionalismo americano, cuya incompatibilidad con las escenas del día de autos produce profundo desgarro.

La primera reflexión histórica sobre esa excepcionalidad sigue siendo de rabiosa actualidad: De la Democratie en Amerique que publica Alexis de Tocqueville en los años treinta del siglo XIX. Notas de su viaje, donde la estrecha encomienda de origen (estudio del sistema penitenciario) desborda al más agudo análisis del novedoso experimento de democracia representativa republicana protagonizado por aquel pueblo que reunía cualidades idóneas para nutrir y aprovechar el sistema. Anotó la vitalidad de su sociedad (civil), alerta en la protección del sistema democrático. Destacó la confianza en –y el respeto por– las instituciones. Y consideró la particular ingeniosidad aparejada a la vocación de futuro.

Esta imagen de América, en su cenit tras la Segunda Guerra Mundial, ha sufrido un progresivo desgaste en lo que llevamos de siglo. Antes de Trump. Pero que duda cabe, en la tarde noche de marras se evidenció su nadir: la grotesca mutación de los tres pilares tocquevilianos. La sociedad organizada baluarte de la república, secuestrada por una turba enfebrecida por mentiras e informaciones tendenciosas que buscó subvertir la voluntad votada por el pueblo, o –en la más benévola de las interpretaciones– rectificar una injusticia percibida; por medios espurios más allá de la ley.

En cuanto al respeto a las instituciones glosado por Tocqueville, el vandalismo que impregnó la operación traduce la falta de reconocimiento de lo que la sede del poder legislativo significa. Se les oía gritar «ésta es nuestra casa» mientras amenazaban y hacían huir a los electos que conforman el «representativo» esencial de la forma de gobierno democrática. Y no nos engañemos con añoranzas de «democracia directa»: el asalto al Capitolio fue un intento de subyugar la democracia por mandato de la turba.

Por último, la visión proyectada al mundo –rumiada desde la Casa Blanca por cuatro años– nada tiene que ver con la América optimista –sí, a menudo ingenuamente optimista en sus planteamientos, para nosotros europeos lastrados por nuestra historia–. La América de las oportunidades, de la ingenuity. Porque el Make America great again participa de la nostalgia paralizante que bien conocemos –y padecemos– y que pasa inexorablemente por desfigurar el pasado y azuzar las percepciones de agravio: la disolución de la confianza en uno mismo, el envenenamiento de la actitud frente al conciudadano, aventadas por líderes irresponsables, sobre las brasas de justificadas quejas. Con peligro de incendiar el sistema.

Entrada la madrugada, el Capitolio recuperó su razón de ser. La certificación del proceso electoral prosiguió. En su toma de palabra, el líder de la bancada demócrata se refirió al discurso presidencial del 8 de diciembre de 1941, al día siguiente del ataque japonés a Pearl Harbour: «President Franklin Roosevelt set aside December 7, 1941 as a day that will live in infamy. Unfortunately, we can now add January 6, 2021 to that very short list of dates in American history that will live forever in infamy».

Sí, el 6 de enero de 2021 perdurará en la infamia. Pero hoy conviene recordar esta pieza de oratoria por su contexto y su mensaje. Reseña ha quedado de la ambivalencia de EEUU sobre la conveniencia y sentido de involucrarse en un conflicto de ideas que arrasaba el mundo. Y no parecía interpelarles. Con dos océanos de por medio la cuestión dividía. Luchar por principios. La inflexión la produjo Pearl Harbour: del esfuerzo de guerra unánime, del sacrificio americano sin límites, dan fe los laberintos de cruces blancas en nuestro suelo europeo. Y el mensaje fue claro: «No matter how long it may take us (…), the American people in their righteous might will win through to absolute victory» («No importa el tiempo que nos lleve (…), la voluntad del pueblo americano se impondrá hasta la victoria absoluta»).

El día de la infamia, tiene que resultar igualmente catártico. Para la democracia americana. Para la democracia. La toma de conciencia profunda sobre el coste y los riesgos de los intereses romos, cortoplacistas. De lo que lleva –del esfuerzo sostenido que precisa– la salud de la democracia. Incluso en la que encarna la madurez del sistema. Con una América a la deriva, no es realista contrariar y vencer el empuje de las fuerzas iliberales que nos asedian. El autoritarismo que despunta en todas sus variantes. Necesitamos que EEUU continúe siendo arsenal de la democracia: de armas de paz y prosperidad. Las herramientas indispensables para la batalla que libramos.

Ana Palacio

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