América Latina, ante una disyuntiva desgarradora

Por Jorge G. Castañeda, ex ministro de Relaciones Exteriores de México y profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de ese país (EL PAÍS, 13/03/03):

Hoy en Chile y en México tiene lugar un debate que ilustra a la vez las grandes oportunidades abiertas para América Latina en el escenario mundial y las inmensas dificultades que la región enfrenta para aprovecharlas. En efecto, detrás de la discusión sobre si ambos países debieran haber ingresado al Consejo de Seguridad de la ONU se trasluce un dilema más amplio y complejo: si América Latina debe participar activamente en el diseño y construcción del nuevo orden mundial de la posguerra fría, caracterizado simultáneamente por la hegemonía de los EE UU y por el esfuerzo del resto del mundo por acotar y controlar esa hegemonía, a sabiendas de que dicha participación entraña la aceptación de responsabilidades nuevas, la modificación de principios básicos y la cesión de segmentos importantes de soberanía; o si el subcontinente debe mantenerse fiel a sus tradiciones y convicciones, a sabiendas de que ello implica su marginación del proceso de edificación de una estructura a la que de cualquier manera tendrá que someterse a la larga. Se trata de una disyuntiva desgarradora.

El debate sobre el Consejo de Seguridad es una prenda de las aristas del asunto. Es evidente que los argumentos que se esgrimen en México y en Chile contra la participación de ambas naciones en el máximo órgano de legitimidad multilateral son contradictorios. No se puede apoyar por un lado el multilateralismo, las Naciones Unidas y el derecho internacional, y por el otro negarse a participar en el Consejo; no se puede denunciar el unilateralismo estadounidense y negarse a pertenecer al único mecanismo que puede, tal vez y muy de vez en cuando, ponerle límites al mismo. Los argumentos utilizados contra la participación de Chile o México en el Consejo ("Somos muy vulnerables debido a la frontera o a la inminente aprobación de un Acuerdo de Libre Comercio"; "somos más apegados a los principios de la Carta de las Naciones Unidas debido a nuestras tradiciones nacionalistas y/o de política exterior, de Gabriel Valdés a Alfonso García Robles") son generalizables a casi todos los países de América Latina.

Tres, y hasta hace poco cuatro países (El Salvador, Panamá, Ecuador y la Argentina) usan la moneda americana; en Colombia hay una fuerte presencia militar norteamericana; Venezuela vende una proporción considerable de su petróleo a un solo mercado; Costa Rica vive de los pensionados norteamericanos que radican en aquel país, etcétera. Y sobran países en la región imbuidos de una fuerte tradición nacionalista en política exterior: desde la Argentina de Perón hasta el Brasil de Vargas, pasando, por supuesto, por México, Chile, Cuba, y varios más. Si cada país latinoamericano con algún grado de vulnerabilidad frente a Estados Unidos y/o provisto de principios tradicionales de política exterior (asimilables finalmente a las tesis de la Carta de las Naciones Unidas, firmada por prácticamente todas las naciones de América Latina desde 1945), se abstuviera de ingresar al Consejo de Seguridad, éste se quedaría sin membresía de América Latina.

Pero más allá de estos razonamientos poco persuasivos se perfila una contradicción de mayor envergadura. Pocas regiones del mundo como América Latina poseen intereses objetivos tan coincidentes con la construcción de una nueva normatividad internacional rigurosa, amplia y precisa. En materia ambiental, de derechos indígenas o migrantes, de derechos humanos o de comercio internacional, de defensa de la democracia o de derechos laborales, las naciones de América Latina tienen más que ganar y menos que perder que casi cualquier otra región del mundo de la creación de un régimen de valores universales -por definición, supranacionales- en esta materia.

Pero al mismo tiempo pocas zonas del mundo manifiestan tanto apego y respeto por una serie de tradiciones y principios hoy en día contrapuestos al proyecto universalista anteriormente mencionado. La no-intervención, la defensa irrestricta de la soberanía, la renuencia ante cualquier cesión consentida pero explícita de soberanía, un enfático nacionalismo retórico e ideológico, la reticencia a asumir responsabilidades "injerencistas", son constantes en las posturas de la inmensa mayoría de los Gobiernos latinoamericanos. En parte por razones histórias, en ocasiones a raíz de consideraciones de política interna, en otros casos por motivos geográficos, una mayoría de las naciones del hemisferio conservan un fuerte grado de escepticismo frente al tipo de nuevo orden que se puede construir. Participan sólo a regañadientes.

Saber identificar las oportunidades que la actual coyuntura ofrece, y capitalizarlas, corresponde hoy a dos gobiernos latinoamericanos en particular. No porque alguna de estas dos repúblicas, México o Chile, sea una gran potencia o tenga la capacidad de determinar por sí sola el rumbo que tomará el sistema internacional de la posguerra fría. Tampoco es porque coincidentalmente ambas ocupan un asiento no permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones durante el 2003. Más bien tiene que ver con la manera en que estas dos naciones desempeñen un papel internacional que va más allá de sus capacidades reales de poder diplomático, político y económico, permitiéndoles ser un puente entre Estados Unidos y Europa por un lado, y el resto de América Latina y otras regiones por el otro.

Si bien estas dos naciones son claramente, por peso económico y político, por ubicación geográfica, por vocación y por tradición diplomática, por visión del mundo, las que pueden abanderar en la región las posiciones más avanzadas, aún llevan a cuestas pesadas resistencias y fardos ideológicos que constantemente están minando su capacidad de liderazgo diplomático en América Latina. Parte del problema es que las identidades nacionales de ambos países están definidas por el nacionalismo de los siglos XIX y XX y que fue el sustento de su creación y consolidación como Estados-nación. Y ese nacionalismo, en lugar de estar sustentado en la búsqueda por preservar y perseguir intereses nacionales en un contexto internacional determinado, necesariamente cambiante, está anclado en concepciones de soberanía westfalianas, típicamente atemporales.

La otra vertiente de esta paradoja íntimamente relacionada con el problema del nacionalismo reside en la incapacidad, o falta de voluntad, para entender y aceptar que en el nuevo milenio, internacionalizar la gobernabilidad mundial implica internacionalizar realmente el poder y ello lleva, ineludiblemente, a una cesión de soberanía. A ello las élites políticas e intelectuales latinoamericanas han sido particularmente renuentes, y lo siguen siendo hoy. México y Chile, los países y gobiernos que por fortuna representan hoy a América Latina en el Consejo de Seguridad, son sin duda quienes mejor que nadie pueden también romper estas inercias y asumir el liderazgo: no es una tarea fácil, pero es imperativa.

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