América Latina, la democracia abre fuego

La víctima de un asesinato vuelve de la muerte para culpar al presidente de su país. Un grupo de militares armados saca a otro presidente de su cama y lo mete en un avión en pijama. Las fuerzas del orden se enfrentan a un grupo de campesinos pobres y matan a decenas de ellos. No, esto no es la película de James Bond contra un temible dictador aliado del terrorismo. Es sólo la actualidad política de América Latina.

El primer caso se registró en mayo, cuando un vídeo del abogado Rodrigo Rosenberg acusó desde la tumba al presidente de Guatemala Álvaro Colom y a su entorno de haber planeado su asesinato. Semanas después, en la localidad peruana de Bagua, las protestas de los indígenas contra la aprobación de leyes que permitían privatizar sus tierras se saldó con una decena de muertos, según el Gobierno -los líderes indígenas cuentan más de 30-, y la renuncia del ministro del Interior. Y a comienzos de julio, en Honduras, los enfrentamientos entre las fuerzas antidisturbios y los seguidores del depuesto presidente Manuel Zelaya se cobraron la vida de un joven manifestante.

Las consecuencias políticas y judiciales de estos casos están por determinar. Pero en términos de opinión pública, marcan un giro crucial en el discurso político de la región. Durante años, las mayores alarmas de la gobernabilidad democrática en América Latina habían saltado en Venezuela, Bolivia y Ecuador, contra cuyos gobernantes se suceden periódicamente denuncias por manipulación de instituciones judiciales, legislativas, ejecutivas e incluso electorales. Y sin embargo, en los tres casos señalados, son esas instituciones las involucradas. Es la democracia la que ha abierto fuego contra la población civil.

Sin duda, el caso de Guatemala tiene matices distintos. En su vídeo póstumo, Rosenberg no acusa de su muerte a la institución del poder ejecutivo sino al presidente, y el caso aún está en investigación. Pero aún así, la autoridad de un cadáver para señalar a su ejecutor tiene una potencia mediática descomunal. Ninguna sentencia judicial podrá borrar el mensaje que ha transmitido el abogado desde las pantallas de televisión o Internet: el poder se ejerce a balazos. Sea quien sea el asesino de Rosenberg, el sistema político ha perdido ante la población -si aún lo tenía- el crédito de la transparencia y el imperio de la ley. Para muchos guatemaltecos, el sistema democrático no sirve para combatir a las mafias, sólo para darles puestos públicos.

Por su parte, el caso de Bagua pone de relieve las limitaciones de una democracia para garantizar justicia. La mayoría de las constituciones vigentes en la región garantizan la propiedad privada y remiten a los tribunales en caso de conflicto. Ahora bien, uno de los conflictos sociales más delicados es el que enfrenta a las comunidades nativas con las grandes empresas que desean explotar los recursos naturales de sus tierras. Con el actual ordenamiento jurídico, cuando una empresa daña el medio ambiente o incumple la legislación laboral tiene muchas posibilidades de salir impune por una razón muy sencilla: los costes del proceso legal. Incluso un poder judicial confiable -lo que no siempre está disponible- enfrentará al estudio de abogados de una multinacional contra los delegados de un caserío de campesinos sin luz eléctrica. El litigio puede extenderse durante años, y si hay apelaciones, se resolverán en tribunales de la capital, a días de camino de las comunidades campesinas. El resultado no suele tener mucho misterio. Una institucionalidad impecable deja en indefensión legal a millones de personas.

Esta paradoja explica la popularidad de Evo Morales y Hugo Chávez entre los sectores más pobres de muchos países. Para sus detractores, los proyectos constitucionales que estos gobernantes impulsan sólo son un camino hacia su reelección indefinida. Pero sus defensores los consideran herramientas imprescindibles para la protección legal de los sectores más indefensos de la población. Sus textos establecen nuevos modelos de propiedad pública, refuerzan el papel del Estado ante los operadores económicos privados y defienden el derecho de los indígenas a decidir sobre sus tierras. Por contraste, los enfrentamientos de Bagua declaran que en un Estado democrático los campesinos tienen que morir y matar para defender ese derecho.

Pero si un caso ha dotado de legitimidad al discurso caudillista latinoamericano, ha sido el de Honduras. El nuevo gobernante, Roberto Micheletti, se ha esmerado en calificar su toma de mando como una "sucesión constitucional", basado en una sentencia del poder judicial contra el presidente electo, Manuel Zelaya. El motivo de esa sentencia fue la convocatoria de un referéndum. En efecto, el encaje constitucional de ese referéndum era bastante dudoso. Pero la imagen de un batallón evitando unos comicios a balazos no resulta mucho más digerible.

Al expulsar al presidente electo, las instituciones ponen en cuestión la definición misma de la democracia: el gobierno del pueblo, el sistema en que los ciudadanos pueden participar en las decisiones que les afectan, algunas de ellas tan elementales como quién es su presidente.

Si Micheletti temía que Hugo Chávez ganase poder en Honduras, puede estar tranquilo. Gracias a él, Chávez ha ganado legitimidad en toda la región. El presidente venezolano fue el primero en imponer sanciones económicas a Honduras, y ha exigido una actitud más resuelta de los tibios Estados Unidos, con lo cual ha invertido los papeles habituales. Como si fuera poco, sus advertencias de asesinatos y conjuras, que hasta junio se podían descartar como paranoias, se han vuelto realidad. Nadie podría haberle hecho un favor tan grande y tan bolivariano como el de Micheletti.

El discurso de Chávez es el principal beneficiario de los hechos de Guatemala, Perú y Honduras porque todos ellos restan credibilidad a las instituciones democráticas. El sistema de equilibrio de poderes y sufragio universal es deseable porque permite que los cambios sociales se realicen sin sangre. Por eso, cuando necesita derramar sangre para defenderse es señal de que algo funciona muy mal. La aplastante victoria del PRI en los últimos comicios mexicanos parece confirmar el agotamiento ciudadano ante las promesas incumplidas de un sistema que a comienzos de los noventa se presentó como la vía directa al desarrollo y la prosperidad.

En su acta de nacimiento de la Revolución Francesa, la democracia nació con un lema triple: "Libertad, Igualdad, Fraternidad". La fraternidad ya era demasiado pedir, pero el conflicto entre la libertad y la igualdad, entre liberalismo y socialismo, definió el siglo XX, y sigue dividiendo hoy a la región con la mayor desigualdad social del planeta. El proyecto político de Hugo Chávez es crear un sistema igualitario aun a costa de las instituciones que garantizan las libertades individuales. En cambio, el proyecto político liberal se ha concentrado en garantizar las libertades individuales -crucialmente, la propiedad privada- incluso a costa de la igualdad social.

Ambos valores podrían conciliarse, entre otras cosas, con reformas fiscales que distribuyesen más equitativamente la riqueza. No es imposible. Lo ha hecho Lula en Brasil, donde la clase media aumenta sin comprometer el crecimiento económico, equilibrando estabilidad institucional con justicia social. Sin embargo, en los países andinos y centroamericanos, los defensores de la democracia no han defendido justo esa parte de la democracia. Para masas de ciudadanos pobres, tengan razón o no, el proyecto de Chávez cristaliza una serie de aspiraciones concretas que las instituciones democráticas les niegan.

Quienes creemos que la democracia liberal es el sistema de gobierno más eficaz, tenemos que incorporar a esas masas en el proyecto de Estado que defendemos. Para retirarlas de la órbita de los caudillos, hace falta demostrarles que la democracia puede ofrecer justicia social, es decir, derechos básicos y una distribución más justa de la riqueza. Tendremos que demostrarles que pueden vivir mejor en una democracia liberal que con un caudillo socialista. Pero si nuestro argumento para ello son las fuerzas antidisturbios, todo lo que hagamos sólo servirá para darle la razón a esos caudillos. Al fin y al cabo, si eso es lo mejor que se nos ocurre, tampoco hace falta dispararle a nadie más: podemos dar esta batalla por perdida desde el principio.

Santiago Roncagliolo, escritor peruano.