Amistades peligrosas

Leemos en ocasiones noticias en los periódicos que producen una cierta dentera, como por ejemplo la que, a finales del pasado junio, hablaba de la entrevista de nuestro presidente de Gobierno, el señor Rajoy, con un dictador tan payaso como cruel: Teodoro Obiang, presidente de Guinea Ecuatorial; o la que relataba el encuentro de tres notorios socialistas (Zapatero, Bono y Moratinos), días después, con el mismo mandatario. Cierto es que Rajoy viajó a Malabo para asistir a la cumbre de la Unión Africana y puede alegarse en su favor que la entrevista con Obiang era inevitable desde un punto de vista de cortesía diplomática. Por su parte, los socialistas acudieron con el loable propósito de tratar de que Guinea borre de sus leyes la pena de muerte. Pero a veces la buena educación y las buenas intenciones rayan las tripas

Corrupto y tiránico, Obiang gobierna la nación africana a su capricho, haciendo burla de los derechos humanos y calificando de «injerencia neocolonial» cualquier petición de signo humanitario que llega a sus oídos, aunque se trate de una protesta contra la tortura o la pena de muerte. Además, siendo Guinea el tercer productor de petróleo del África subsahariana, casi todos los beneficios que da el crudo van a parar a los bolsillos de Obiang y a los de su familia y amigos más próximos, mientras que la mayoría de los guineanos viven en la miseria y en la oscuridad cultural. Un dato: Guinea es un país en donde no se edita ningún periódico, salvo una suerte de hoja parroquial dedicada a exaltar las virtudes del líder supremo.

Amistades peligrosasCon alrededor de medio millón de habitantes y un territorio de extensión parecida a la de Galicia, si Obiang destinara una parte pequeña de sus ganancias a mejorar el nivel de vida de su pueblo, el país disfrutaría de una de las rentas «per cápita» más elevadas del mundo. Pero el dictador conoce perfectamente las reglas de juego de la prosperidad: si la gente tiene dinero, pide educación y cultura; si obtiene cultura, busca libertad; y si gana libertades, las dictaduras se van al garete. Para un autócrata, más vale un pueblo embrutecido que una nación educada. Unas monjas españolas que regentaban un colegio en la población de Cogo, junto al estuario del Muni, me contaban que los niños que acudían a sus clases pertenecían a familias paupérrimas cuyas viviendas carecían de luz y agua corriente. «Pero tienen el cerebro tan lavado –comentaba una de las hermanas– que a veces fanfarronean con nosotras diciéndonos: “Guinea tiene energía y España no”».

Rajoy ha sido el primer presidente español que pisaba suelo guineano en 23 años, lo cual deja claro hasta qué punto Madrid ha puesto históricamente distancias con Malabo. Pero en las relaciones entre ambas naciones juega, por decirlo así, un cierto sadomasoquismo: sadismo guineano frente a masoquismo español.

El asunto es fácil de explicar aunque difícil de comprender. Desde que Obiang tomó el poder en un golpe de Estado, en 1979, sus gestos de desdén hacia España no han cesado. Entre tanto, ha dejado en manos de Estados Unidos, por ejemplo, la explotación de sus enormes riquezas de petróleo y, en manos de Francia, el negocio de las telecomunicaciones, lo que reporta buenos dividendos a ambos países.

España, por su parte, no sólo no saca la mínima tajada de tanto negocio posible en un territorio rico en materias primas y recursos económicos, sino que invierte en cooperación cerca de diez millones de euros anuales a fondo perdido. En Malabo y en Bata están los dos centros culturales españoles con el mayor presupuesto de cuantos mantenemos abiertos en el extranjero. E imagino que el objeto no es otro que alentar el idioma español en el país. Pero, ¿qué sentido tiene gastar ese dineral cuando Obiang, a su capricho, ya ha decidido dos veces que el español no sea el segundo idioma y ha otorgado ese privilegio al francés, en una ocasión, y al portugués en otra?

Hace cosa de ocho años visité el país para una estancia de veinte días. Antes de viajar, hube de ir tres veces a la Embajada guineana en Madrid y a los funcionarios que despachaban los visados sólo les faltó escupirme. Cuando iba a tomar el avión de regreso de Malabo, los policías de la aduana repararon, «casualmente», en que mi visado extendido por su Embajada tan sólo me concedía diecinueve días de permanencia. Y me exigieron cien euros de multa por un día de «estancia ilegal». Me negué, dispuesto a ir a la cárcel si era preciso. Cedieron después de llamarme «perro español».

Visité Malabo, Bata y Cogo y la policía me detuvo a menudo en la calle, exigiéndome el pasaporte. Un agente me llamó «colonialista» en Malabo y, en Bata, otro me quiso arrebatar la cámara de fotos diciendo que era sospechoso de fotografiar lugares en donde podría perpetrarse un atentado contra el presidente Obiang, naturalmente financiado por España. Me dejó en paz cuando le pedí el nombre y le dije que iba a telefonear a mi Embajada. Un día viajé en coche por carretera desde Bata a Cogo con un amigo médico español, y en todos los controles militares nos detuvieron para exigirnos dinero a cambio de dejarnos pasar. El médico, que llevaba años en Guinea, supo arreglar con tino y paciencia todas las situaciones embarazosas, pero el viaje se prolongó casi dos horas más de lo previsto. En el hospital en donde trabajaba mi amigo, las enfermeras, los administrativos y los médicos locales robaban las medicinas sin disimulo alguno.

He viajado muchas veces por África y he vivido numerosas situaciones desagradables. Incluso, casi pierdo la vida una noche en el río Congo a manos de una partida de soldados borrachos y hartos de marihuana. Pero no recuerdo ningún país tan desagradable como Guinea. Y me disgusta ver a políticos españoles fotografiándose con un déspota. Esos casi diez millones gastados en cooperación deberíamos destinarlos a empresas más dignas. A ayudar a los parados españoles, por ejemplo. Y que los guineanos hablen chino.
Javier Reverte, periodista y escritor.

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