AMLO tiene un problema consigo mismo

Es el destino de los gobernantes populistas. En cuanto empiezan a perder popularidad debido a su inexistente capacidad de gestionar las instituciones que reciben, juegan a ser al mismo tiempo gobierno y oposición. Las guerras culturales son su especialidad. Por eso, una mañana de 2019 en que los enfadados mexicanos se dieron cuenta de que su flamante presidente Andrés Manuel Pérez Obrador (AMLO) les había dejado sin aeropuerto para el siglo XXI -así se enteran quién manda, a la tercera fue la vencida y lo eligieron-, mientras continuaba su sospechoso silencio (el que calla, otorga) ante los insultos del millonario de Nueva York que manda al norte y se llama Donald, sacó un cadáver del armario. La historia mexicana los tiene abundantes. Tiene su gracia que, para empezar, AMLO haya remitido una carta al Rey de España y otra al Papa de Roma.

En el escandaloso desconocimiento que ha mostrado el matrimonio presidencial mexicano de las complejidades de la historia y la cultura de su propio país, quizás hasta piensan que hicieron algo novedoso y atrevido. Todo lo contrario. En la Monarquía española que se atreven a criticar, con la típica superioridad moral retrospectiva de cierta izquierda caviar latinoamericana (y española), era un derecho escribir al monarca para explicarle lo bueno, lo malo y hasta lo inconcebible. Basta una visita turística al benemérito Archivo general de Indias de Sevilla para vislumbrar las primorosas cajas que contienen miles de «cartas y expedientes», remitidos desde el siglo XV al XIX por todo aquel que quisiera pedir al monarca merced y justicia. Esta es una palabra clave, pues el debate político en la Monarquía española giraba en torno a ella. Era la justificación última de su existencia. Los virreyes, como los que hubo en México desde 1535 y en Lima desde 1569, eran considerados «el rey en otras carnes». Quienes eran nombrados para servir tan alta magistratura presidían los máximos tribunales y se convertían en centro de una corte providencial. Algún virrey que pensó más en su función de repartidor de cargos que en la de vigilante justiciero, duró poco.

En la medida en que todos, sin excepción, al final de su mandato debían pasar por un interminable juicio de residencia, en que cualquiera podía presentar agravios, pendencias y corrupciones sufridas, la engrasada maquinaria de las leyes de Indias aseguraba que vecinos y vasallos estuvieran amparados. A pesar de la distancia enorme y la jerarquización social y étnica. ¿Pedir perdón al pasado? Ya pasó. Ya ocurrió. Señor presidente, llega cinco siglos tarde. En 1542 el emperador Carlos V de España y sus Indias detuvo todas las conquistas en marcha y promulgó en Barcelona las llamadas «Leyes nuevas». Estas proclamaron la libertad de los indios, prohibieron su esclavitud e impidieron que los herederos de los conquistadores disfrutaran de derechos permanentes sobre ellos. Poco después, en 1550, se produjo en la Universidad de Valladolid la famosa polémica de los justos títulos. A un lado de la mesa, estuvo el clérigo fanático Bartolomé de las Casas, defensor de la capacidad jurídica y humanidad equivalente a la europea de los nativos americanos. Al otro, el aristotélico Juan Ginés de Sepúlveda, que mantuvo la servidumbre natural indígena y la necesidad de expiación de sus pecados de idolatría y canibalismo. Si ganó alguno de los dos, fue el fraile radical Las Casas, que logró de la corona la eliminación de la palabra «conquista» de la legislación española por ser «vocablo mahomético» y muy reprobable.

En las famosas «Ordenanzas» de 1573, con las que se fundaron muchas ciudades de la América hispana, no aparece. Para entonces, muchas de las espléndidas ciudades de los actuales Estados unidos mexicanos, la propia capital, Guanajuato, Puebla, Zacatecas, Valladolid (Morelia) y Veracruz, fundada por Hernán Cortés en 1519, iban camino de su etapa de mayor opulencia, coincidente con el virreinato hispano. La ilusión de los pobladores de Veracruz por celebrar el quinto centenario de su existencia como ciudad, ahora mancillada por las veleidades de su presidente, no debe ocultar un hecho fundamental. Como señaló Lesley Bird Simpson en su clásico libro de 1941, hay «Muchos Méxicos». Lo que contaron los conquistadores españoles y sus hagiógrafos, incluido el soldado castellano Bernal Díaz del Castillo, autor de la «Historia verdadera», fue una versión épica de hechos de armas sin duda heroicos, pero ficcionales en parte, como no podía ser de otro modo una versión favorable a sus intereses. La gran narrativa que se titula «conquista de México» fue un gigantesco pacto que integró a las naciones indígenas colaboracionistas a través de sus elites políticas en la monarquía española global. Esta funcionaba por agregación, de modo que fue un proceso automático. Solo los aztecas, en fase de expansión militarista cuando llegaron los españoles, responden al modelo de enfrentamiento bélico.

El imperio español se fundó luego en una estructura burocrática y legislativa integradora sin apenas fuerza militar, aunque con fuerte componente naval y mercantil. Otra de las efemérides que llegará durante la presidencia de López Obrador será la independencia de México de España en 1821. Se comprende bien lo que ocurrió entonces si recordamos que los grupos dirigentes mexicanos ofrecieron a Fernando VII que fuera allá a gobernar para librarse de los desmanes y limitaciones de los liberales españoles y su nación de ciudadanos. México se independizó de la España del trienio liberal. En 1810, el famoso y celebrado cura Hidalgo fue un caudillo popular que reconvirtió un golpe de estado autonomista y criollo en una revuelta de indígenas empobrecidos, dispuestos a destruir la capital. Como se ha afirmado estos días, la conquista de México la hicieron los indígenas y la independencia de España los descendientes de españoles. A la altura de 1821, no tenían otro remedio si querían mantener el orden social, pues la crisis iniciada en 1808 en la península había sustituido la vieja constitución jurídica garantista por la dictadura militar bonapartista.

Pese a los sufrimientos padecidos por los españoles que permanecieron en México tras la emancipación, pues como mostró Harold D. Sims hubo persecución e incautación, muy pronto, en 1836, se establecieron relaciones diplomáticas entre ambas naciones. Aunque el resto del siglo transcurrió entre diversas alternativas, fue la revolución mexicana de 1917 la que convirtió en mito nacional la versión indigenista, delirante y criollista del pasado. El contraste no puede ser mayor. Mientras los indígenas se habían opuesto a la independencia, pues sabían que sin el apoyo de la corona española les iban a quitar las tierras comunales, lo que en efecto ocurrió, la revolución y el Estado revolucionario fueron en la práctica letales durante casi todo el siglo XX para las comunidades indígenas. La nación nacionalista mitifica a los aztecas y denigra a los conquistadores y en especial a Hernán Cortés, verdadero creador de México. Al mismo tiempo, sume en la pobreza y el racismo a sus propios ciudadanos. En efecto, presidente, tiene usted un problema. No con España y los españoles de hoy, cuyos ancestros se quedaron aquí, sino con su autonegación e identidad acomplejada. Qué pena.

Manuel Lucena Giraldo es miembro de la Real Academia de la Historia.

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