AMLO vota por Trump

La próxima visita del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, a Washington para reunirse con Donald Trump avergonzará a muchos mexicanos e indignará a muchos estadounidenses. Para Trump, es un acto de campaña. Para López Obrador, el pago de un favor.

En abril de este año, Trump decidió ayudarlo en la reducción de la cuota petrolera que México se negó a hacer en la última reunión de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). “Nos reembolsarán en algún momento, cuando estén preparados para hacerlo”, dijo Trump. Por temor a una represalia, a sabiendas de la gran dependencia de México con respecto a Estados Unidos, López Obrador romperá su costumbre de nunca salir de México.

El único precedente de una aquiescencia similar en la historia mexicana moderna ocurrió en agosto de 2016, cuando Enrique Peña Nieto recibió al candidato Trump en la residencia presidencial. Nada justificaba esa invitación, pero, ya consumada, muchos reclamamos al presidente que le exigiera al menos una disculpa pública por haber insultado repetidamente a los mexicanos llamándonos “violadores” y “criminales” y que, desde luego, declarara frente a él que México jamás pagaría por el muro.

En vez de hacerlo, Peña Nieto eludió el tema del muro y tuvo la bajeza de exculpar él mismo a Trump por sus vejaciones. Después de pasar cuatro horas en México —probablemente las más redituables de su campaña—, Trump regresó a un mitin político donde declaró que los mexicanos pagaríamos por el muro. Peña Nieto y México no obtuvieron nada. Trump obtuvo la fotografía que necesitaba para verse “presidenciable”. Y Estados Unidos obtuvo a Donald Trump.

A los liberales estadounidenses les cuesta mucho trabajo ver la similitud entre López Obrador y Trump. No concuerda con las ideas convencionales. López Obrador ha proyectado la imagen de un luchador social nacionalista de izquierda. Donald Trump es un oligarca racista de la extrema derecha.

Pero, en los hechos, su convergencia prueba el anacronismo de las ideologías en nuestro tiempo. Lo que los une es mucho más que lo que los separa. Ambos buscan el dominio absoluto del poder ejecutivo sobre los otros poderes. Desdeñan las instituciones y la ley. Fustigan a la prensa independiente y crítica, uno con sus fake news, otro con sus “otros datos”. Atizan la polarización. Desprecian a la ciencia y destruyen activamente el medioambiente. Han actuado con irresponsabilidad, ineficacia y frialdad ante la pandemia. Ambos han corrompido su mandato al centrarlo en el culto de su persona.

López Obrador teme y reconoce por encima de él a un solo poder. Es el poder de Estados Unidos. “Uno no se pone con Sansón a las patadas”, dice un refrán popular, que AMLO suele repetir. Por ignorancia del mundo exterior y por haberse formado en un México presidencialista, López Obrador cree que Sansón y Estados Unidos son Donald Trump. Por eso, ante la amenaza por parte de Trump de abandonar el Tratado de Libre Comercio o de imponer aranceles a productos mexicanos, accedió a convertir a México en el muro de Trump. La nueva Guardia Nacional, que supuestamente iba a prevenir y combatir la violencia que ha alcanzado niveles históricos en México, se ha desplegado en la frontera sur para detener a toda costa a migrantes centroamericanos y para mantenerlos aislados, en condiciones infrahumanas, en la frontera norte.

Hasta Trump, el servilismo no había sido la característica de la diplomacia mexicana frente a Estados Unidos. Nuestras naciones cumplirán pronto doscientos años de relación, pero en esos dos siglos, llenos de duros conflictos diplomáticos y militares, hubo solo tres episodios en los que los gobernantes de México, llevados por el temor y la necesidad, se postraron ante “el gigante del norte”.

Todos ocurrieron en el siglo XIX: la rendición de Antonio López de Santa Anna ante Andrew Jackson en 1836 (con la pérdida de Texas al año siguiente); la rendición del gobierno mexicano ante el gobierno de James Polk en 1848 (con la pérdida de más de la mitad del territorio); y la firma en 1859 de un tratado entre el gobierno de Benito Juárez y el de James Buchanan que, de no ser por el estallido de la Guerra Civil americana, se hubiese traducido en la pérdida adicional de soberanía.

A partir de entonces, con concesiones menores ante la fuerza o el chantaje, la diplomacia mexicana mantuvo una actitud de dignidad, con buenos resultados para la vecindad. Un episodio muy significativo para nuestro tiempo ocurrió en 1927, cuando Plutarco Elías Calles resistió la presión de Calvin Coolidge a propósito de la nueva legislación que reclamaba para el Estado mexicano la propiedad de los recursos naturales. La prensa sensacionalista de Hearst instaba a la invasión contra el “Soviet Mexico”. El gobierno de México hizo públicos documentos secretos que revelaban la intención seria de una invasión. Finalmente, Coolidge desistió, enviando a México a un embajador sensato y práctico —Dwight W. Morrow— que acercó a los dos países.

La moraleja era clara: la dignidad paga. Sobre esa base de respeto y buena fe se asentó la relación entre Franklin D. Roosevelt y Lázaro Cárdenas, dos presidentes genuinamente progresistas. Estados Unidos moderó su reacción a la expropiación de las compañías petroleras que decretó Cárdenas en 1938. Y en 1942 México se unió a los aliados en la Segunda Guerra Mundial.

Esa base de dignidad, sensatez, firmeza, respeto y buena fe se ha perdido no solo por la actitud de Trump, que con su discurso racista y su hostilidad contra los mexicanos que viven en Estados Unidos ha sembrado la zozobra en ambos lados de la frontera, sino por la injustificable sumisión de López Obrador ante todos sus caprichos y amenazas.

Su apuesta es la misma de Peña Nieto en 2016: se beneficiará si ayuda a Trump con el voto latino. Pero es tan injustificable ahora como lo era entonces: no ocurre cuando Trump era solo un candidato agresivo y mendaz, con posibilidades de ganar, sino en 2020, cuando el mundo entero ha visto y sufrido sus desmanes.

Los demócratas mexicanos no olvidaremos la reverencia a quien tanto nos ha vejado. Y los demócratas estadounidenses no olvidarán el servicio a quien tanto los ha dañado. Si Joseph Biden triunfa en las cruciales elecciones de noviembre de 2020, aunque tendrá muchas cosas que enmendar en el orden mundial, haría bien en prestar atención a su vecino del sur, donde un amigo y fiel servidor de Donald Trump está tratando de imponer un orden autoritario como el que Trump, en sus desvelos tuiteros, siempre ha soñado.

Enrique Krauze es historiador, editor de la revista Letras Libres y autor de, entre otros libros, El pueblo soy yo.

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