Amnesias europeas

En agosto pasado (ABC, 28-08-17) el político alemán Alexander Gauland, de AfD., denunciaba las declaraciones de una ministra de su país, Aydan Özoguz, de origen turco, que se había descolgado asegurando, tan tranquila, que «más allá de la lengua no hay una cultura alemana discernible». En Alemania se produjo gran escándalo… por atreverse alguien de un partido tildado de ultraderechista a protestar contra la patochada y el despego de tan encumbrada desagradecida y por las dimensiones del dislate, máxime viniendo de alguien con un alto cargo en el estado alemán. La rendición entreguista ante el multiculturalismo que no falte. No vaya alguien a pensar que se trata de una comunidad humana con dos mil años de historia y aportaciones monumentales en ciencias, literatura, filosofía, música, artes varias y etc., cuya enumeración huelga por razones obvias.

Pero estamos en Europa y el desmerengamiento y flojera son generales, no sólo en lo económico: debemos purgar las culpas verdaderas y las imaginadas y por imaginar. En universidades inglesas de campanillas –siguiendo el sabio patrón de los campus americanos– patrullas antiodio, antirracistas, antimachistas, anticapitalistas y anti-lo-que-sea se aplican a exigir la prohibición de filósofos y gentes del pasado en general si no encajan con sus creencias, pues de eso se trata: manifestaciones de fe fanática. Y con frecuencia de fuerte contenido etnicista de sentido contrario al muy denunciado racismo de los blancos. Por desgracia, hay mucho más: Emmanuel Macron, antes de las elecciones, hizo comentarios muy similares a los de la turca que no parece amar al país en el que vive. Para el ya presidente francés «No hay una cultura francesa, sino culturas que habitan en Francia», lo cual –viniendo de un francés– y como suele decirse popularmente «ya es para nota», aunque no hayamos conseguido entender por qué toda la derecha política del continente se lanzó a apoyar la candidatura de este hombre, cuyo único mérito es no apellidarse Le Pen. Y de los gerifaltes españoles mejor no hablamos, porque en nuestro país la autoestima anda tan baja y el retorcimiento del lenguaje tan alto que, entre políticos (et alii), a la cobardía se llama proporcionalidad y a la inopia dominio magistral de los tiempos.

En nuestro gozoso masoquismo tendemos a creer que los jóvenes (y no tan jóvenes) idiotizados con el móvil, la indiferencia ante las responsabilidades colectivas o la propensión a la chapuza y el escaqueo son peculiaridades exclusivas de España, pero percibo sorpresa, incluso entre personas serias y buenos profesionales del periodismo, cuando les cuento «cosas de Francia», o Alemania que, con la mera sustitución de nombres y topónimos, podrían adjudicarse a nuestro país, con el inevitable «No tenemos remedio», o «¡Qué país!», como colofón. Por ejemplo, Richard Millet (27-03-17) describía, a propósito del Salon du LIvre: «…sólo se puede certificar la muerte de la literatura, la crasa ignorancia de la lengua, el fin de la cultura». Y se trata de la misma tierra (por otros conceptos admirable) en que temores e inseguridad en sí mismos llevó al despido del director de France-Soir, en 2006, por haber reproducido los dibujos de Mahoma que, a su vez, en los países nórdicos provocaron la famosa «Mahoma-Krisen», todos temblando por ejercer algo tan imprescindible como la libertad de prensa.

Sin embargo, la ideología buenista, con pujos revolucionarios y hasta científicos, impregna áreas en principio tan asépticas como la Arqueología. Laurent Chalard (16-04-17, Polémia) denunciaba la utilización del hallazgo de algunas tumbas musulmanas, en Nimes, datadas en el siglo VIII, para probar una coexistencia armoniosa y pacifista entre moros y cristianos y siguiendo una tendencia muy en boga en círculos arqueológicos contemporáneos de hacer hincapié en una maravillosa convivencia de pueblos y culturas. Es decir, la instrumentación con fines ideológicos y políticos muy actuales, al proporcionar coartadas «científicas» para el invento de pasadas sociedades multiculturales no conflictivas, el mirlo blanco. Los hechos históricos, conocidos por las crónicas cristianas (árabes coetáneas no hay) son bien distintos: entrada a sangre y fuego de los musulmanes en la Narbonense (719); irrupción del emir ‘Anbasa en incursiones de saqueo hasta Borgoña, Alsacia y Lorena (725); derrota de los invasores a manos de Carlos Martel en Poitiers (732); reconquista de Nimes, Maguelone y Béziers en 752; y en 759, fin del dominio musulmán en toda la Septimania con la caída de Narbona. Un lapso fugaz y marcado por la violencia, transmutado en convivencia ejemplar a partir de algo tan minúsculo como unas tumbas.

Mas el multiculturalismo no se para en barras, el socialista Jean Pruvost –nombrado Inspector Nacional de Educación (1983) y agente de la Ley Jospin (1989) para desmontar la escuela republicana– ha publicado este año un libro con el muy provocador título Nos ancêtres les Arabes. Ce que notre langue leur doit, parodiando la famosa frase de Ernest Lavisse (1842-1922) «Nos ancêtres gaulois» («nuestros antepasados galos») que, sacada de contexto, se ha utilizado para ridiculizar al autor y su trabajo como historiador, pues sólo la emplea en un diccionario pedagógico para escuela primaria y no en obras de historia o manuales, como ha probado Jean.Gérard Lapacherie. Pero Pruvost extrae conclusiones místicas y trascendentalistas –como hacía Américo Castro– sobre la existencia en francés de unos cientos de vocablos de origen árabe, fenómeno normal por el contacto de Francia con el mundo musulmán, primero a través del Mediterráneo, de España o Italia y, finalmente, de la colonización norteafricana. Léxico que designa nociones relacionadas con los mismos árabes o con productos de esa procedencia, aunque de fonética y semántica a menudo modificadas por el uso. Todo normal. Y de la misma manera que se comportó el árabe desde los tiempos preislámicos hasta nuestros días, siguiendo la lógica de necesidades comerciales, culturales, utilitarias. Pero sin inventar ascendientes morales ni influencias determinantes de nada.

Y tampoco deja de sorprendernos la buena disposición de Guy Sorman (ABC, 4– 9–17) a borrar el pasado descabalgando estatuas en lugares públicos para esconderlas en museos y almacenes, como si fuera un vengativo progre español: «Una estatua de Lee no es sólo un monumento, sino también una ofensa a los que sufren porque les recuerda la esclavitud». Él habla de Lee y Pétain, pero –sospechamos– estaba pensando en Colbert, ministro de Luis XIV, contra el cual se había desencadenado en Francia en esos días una campaña auspiciada por Libération y promovida por el CRAN (Conseil représentatif des asssociations noires de France) que pretende la supresión del nombre de Jean-Baptiste Colbert de todas las instituciones que lo llevan, empezando por escuelas e institutos, con el argumento de que fundó la Compañía de las Indias Occidentales.

Me pregunto si Sorman también es partidario de desmontar los tremendos monumentos erigidos al Ejército Rojo en Viena y Berlín, por el inevitable sufrimiento y ofensa que infieren a diario a los habitantes, supervivientes incluidos, por el recuerdo que les traen de la brutalidad salvaje con que los rusos tomaron esas ciudades. Pero más importante que eso es la sensación familiar y doméstica que nos sugiere de rencores españoles, de ley de memoria histórica a escala universal.

Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.

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