El Estado de Derecho es un ideal esquivo. Su concepto no es fácil de definir. Se habla con cierta frecuencia de él sin saber exactamente qué implica. Más preocupante aún: hay quienes le rinden homenaje para así poder traicionarlo. Entre los que se supone que lo conocen hay cierto consenso a propósito de sus virtudes. Bien entendido, no tiene frutos podridos, pues no parece razonable que quien aspira a gobernar de forma tiránica o atendiendo exclusivamente a sus intereses particulares se comprometa a respetar normas, formas, límites y procedimientos. Hay cierto consenso también a propósito de su fragilidad. El Estado de Derecho le pide al poder que asuma su naturaleza potencialmente perversa y abusadora, y que se constriña a sí mismo en atención a intereses de otros que corren en sentido contrario a los intereses particulares de quienes lo detentan.
Un ideal como ese, tan eficaz como frágil, merece ser definido con cierto detenimiento. Si no lo hacemos, corremos el riesgo, como advirtió Shirley Letwin, de que los intentos por repudiarlo pasen inadvertidos y de que algún día perdamos uno de nuestros bienes morales y políticos más preciados sin haber siquiera sido capaces de comprenderlo y valorarlo adecuadamente. Pensemos, por tanto, por un momento qué es el Estado del Derecho y por qué es importante.
En un reciente y brillante estudio, Gerald Postema (Law's Rule) nos dice que el Estado de Derecho es un ideal complejo, históricamente decantado en variados eslóganes -gobierno de las leyes-, pero que en su núcleo hay un par de convicciones claras: que los ciudadanos no deben ser víctimas del ejercicio arbitrario del poder y que el derecho, por sus rasgos distintivos, es un instrumento adecuado para garantizar que el poder no se ejerce arbitrariamente. Quizás sea el derecho el único medio adecuado a ese fin: la alternativa habitual es la confianza en un gobernante puro y angelical, naturalmente incapacitado para hacer daño a aquellos a los que gobierna o para adoptar decisiones que antepongan sus intereses personales, o los de aquellos de los que depende su continuidad en el poder, a los intereses de los gobernados. Es evidente que solo quienes aún viven en una muy tierna infancia política pueden participar honestamente de esa creencia, tan pueril como irreal. Para quienes hace tiempo que dejamos de creer en príncipes puros como ángeles, aptos por ello para reinar como dioses, eso es sencillamente imposible.
¿Y cómo se sustancian esas convicciones que están en el núcleo del ideal del Estado de Derecho? Desde luego, se espera de quien gobierna mucho más de lo que resultaría si simplemente diese forma legal a su capricho. El Estado de Derecho es más que la mera forma legal de las decisiones de los poderosos, porque también demanda reflexividad y exclusividad. La reflexividad exige que las leyes se apliquen a todos, incluidos quienes con ellas gobiernan; es más, reclama que quienes gobiernan queden especialmente sometidos al derecho. Los poderes del Estado deben estar más intensamente constreñidos por el derecho que los propios ciudadanos. No es posible garantizar la soberanía del derecho si el gobernante puede dispensarse personal u ocasionalmente del cumplimiento de las normas para decidir del modo que le resulte más conveniente. El principio de reflexividad impone a quienes gobiernan un sometimiento especial al derecho, pues su sentido es someter al poder a control, protegiendo así a los ciudadanos de sus pulsiones arbitrarias. Por esta razón también, las acciones de gobierno están jurídicamente constituidas y quienes gobiernan no pueden ejercer más acciones que las conferidas, mientras que los ciudadanos pueden hacer lo que el derecho no prohíbe. De ahí la exclusividad: quien gobierna no tiene más poder que el que le viene atribuido por el derecho y sus normas. Los poderes implícitos y las prerrogativas tácitas son, en línea de principio, contrarios al Estado de Derecho.
La conjunción de estos elementos es devastadora para quienes afirman que la Constitución española habilita tácitamente al poder legislativo a amnistiar a quien considere oportuno, y mucho más si la amnistía afecta a quienes en ejercicio de funciones de gobierno han incumplido las leyes o a quienes al poder convenga. La Constitución solo permite que, por razones justificadas y debidamente motivadas, se pueda aliviar la responsabilidad de quien ha cometido un ilícito, condonando total o parcialmente su condena. Esta facultad está expresamente contemplada en la Constitución y, aunque contraria a la integridad del Estado de Derecho, no es devastadora para los principios que este ideal expresa: al fin y al cabo, el infractor ha sido juzgado, la ilicitud declarada y la responsabilidad decretada, por mucho que esta luego resulte total o parcialmente aliviada. Eso es una cosa y otra, radicalmente distinta, es que el poder se proclame tácitamente habilitado para bloquear la posibilidad de que el incumplimiento de las leyes sea oficialmente declarado, que es tanto como considerarse competente para eximir del cumplimiento de las leyes. Esto equivale a una vulneración flagrante del principio de exclusividad, pues quien gobierna asume poderes que el derecho no le ha atribuido formalmente.
Esta habilitación no es compatible con el Estado de Derecho y solo podría admitirse si la Constitución expresamente la contemplase. Aun así, incluso en el caso de que la habilitación fuera explícita, no estaría justificado que el poder se eximiera a sí mismo o eximiera a quien a él convenga del cumplimiento de la ley. Esto carece de toda justificación y es contrario al principio de reflexividad, por pretender el gobernante eximirse a sí mismo o a aquellos de quienes depende su continuidad en el cargo del cumplimiento de las normas cuyo acatamiento exige a otros.
Hay otra manifestación del ideal del Estado de Derecho que permite cuestionar la legitimidad de la Proposición de Ley de Amnistía: el Estado de Derecho exige que todos los que están sometidos al derecho estén igualmente protegidos por él. No son admisibles, por tanto, decisiones ni tratos diferenciados que coloquen a unos individuos fuera del ámbito de protección que el derecho ofrece. Sin embargo, la amnistía, tal y como está planteada, implica declarar que quienes vieron cómo las autoridades catalanas intentaron privarlos de algunos de sus más esenciales derechos no merecen la protección del derecho. Unos quedarán exentos de cumplir la ley y, correlativamente, los otros quedarán privados de su protección.
Junto a estas lesiones tangibles al Estado de Derecho, hay otra no menos grave: la grosera exhibición del desprecio al Estado de Derecho es letal para este ideal, como lo es también la generalización de la impresión de que el Estado de Derecho no es un instrumento útil para limitar el poder, sino una herramienta en sus manos hábil para permitir su arbitrariedad y satisfacer su conveniencia. Es evidente que quienes componen el Gobierno de España no se consideran a sí mismos ni remotamente comprometidos con el Estado de Derecho y es manifiesto que conciben el derecho como una herramienta para la satisfacción de sus intereses particulares, es decir, como un instrumento útil que permite proyectar la ley con todo su rigor contra la oposición o los ciudadanos desafectos y utilizarla como moneda de cambio para comprar lealtades y torcer voluntades que permitan la continuidad en el poder de quien hoy lo detenta.
En definitiva, en ausencia de una habilitación expresa, en un Estado de Derecho no es constitucional amnistiar a nadie y, si esa habilitación se diera por válida, no debería interpretarse en ningún caso en un sentido que permitiese a quien detenta el poder ni amnistiarse a sí mismo ni a quien a sus intereses particulares convenga. No hay nada más contrario al Estado de Derecho que un gobernante que se cree habilitado a eximir a quienes gobiernan del cumplimiento de las leyes. Bueno, quizás sí: que, en lugar de hacerse por ley, se hiciera mediante alguna simple proclama -amnístiese, amnístiese-. Aunque el recurso a la ley, en nuestro caso, parece la excusa necesaria para poder traicionar el Estado de Derecho sin que se note demasiado. Desde luego, nada de esto debería pasar.
Antonio Manuel Peña Freire es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Granada.