Amnistías e indultos

Empieza a abrirse camino una voluntad mayoritaria de poner fin a la contienda del 'procés'. Lentamente comienza a haber menos actores que quieran seguir a la greña, y ello es positivo aunque novedoso. Se detecta un consenso implícito acerca de que uno de los principales problemas del contencioso es la judicialización de la política catalana, aunque existe una explícita desorientación sobre cómo intentar ponerle fin.

Unos proponen una actitud menos punitiva de la Fiscalía. Otros una reforma del delito de sedición en el Código Penal. Algunos argumentan que ayudaría una mutua asunción de culpas, tal vez por lo que tienen en común ambos bandos: haber dejado en mal lugar a las leyes, con una voluntad política u otra. Finalmente, hace ya tiempo que las palabras indulto y amnistía entraron en el debate político.

Una reforma del Código Penal del delito de sedición es una opción, pero las reformas legislativas duran tiempo, son algo farragosas y ofrecen decenas de oportunidades mediáticas para calentar el ambiente, lo que probablemente no convenga en un asunto tan delicado como el conflicto catalán.

De ahí que sean más bienvenidas otras actuaciones más rápidas, como las que podría protagonizar el ministerio fiscal retirando o atemperando relevantemente las acusaciones en los procesos pendientes, o no oponiéndose a una suavización del régimen penitenciario de los presos, que parece que no está soliviantando tantos ánimos como quizá se pudo pensar en un principio. Las citadas medidas, por su ajuste estricto al Derecho vigente y debidamente explicadas –ambas cosas son esenciales–, poseen un impacto popular mucho más reducido de lo que se cree. Pero esos beneficios penitenciarios son también lentos, más de lo que precisa la agilidad que en ciertos momentos necesita la política.

Es por ello por lo que se abre la opción de pensar en indultos y amnistías, que acaban definitivamente con las penas de prisión o con los procesos respectivamente. Los indultos son potestad del Gobierno, que los puede conceder solo de forma individualizada, como manda la Constitución. Son discutibles desde la perspectiva de la división de poderes, pero existen en la mayoría de países. En algunos, como en Suiza, no los concede el Gobierno –es lo habitual– sino el Parlamento, para darles mayor legitimación democrática.

La amnistía está citada en la ley de enjuiciamiento criminal y hay precedentes de leyes de amnistía en España. Aunque todas esas leyes son anteriores a 1978, han sido tenidas por vigentes –y por tanto por constitucionales– después de esa fecha, aunque no sin reticencias y contratiempos. Algunas voces autorizadas, que no comparto, sugieren que son inconstitucionales. Suponen un olvido de los hechos, que ya no se juzgan. Es un borrón y cuenta nueva, habitualmente por razones políticas. Además, es un olvido que promueve el órgano que representa a la soberanía popular, el Parlamento, y no un Gobierno. Por ese motivo, la prohibición constitucional de que el Parlamento autorice “indultos generales” al poder ejecutivo, no puede limitar el poder del propio Parlamento de aprobar leyes de amnistía en los supuestos que considere oportuno, con los límites que marca la legalidad internacional, dado que no es posible amnistiar delitos de lesa humanidad.

Pero una ley de amnistía tiene el inconveniente de cualquier ley: la lentitud de su tramitación, que igual que antes indiqué, puede hacer subir la temperatura del ambiente político. Incluso no faltan voces que desde hace tiempo están construyendo ucronías, sugiriendo que la guerra civil no se hubiera producido de no haberse amnistiado a Companys y su Gobierno en 1936. Sin embargo, aleja cualquier parangón el solo hecho de considerar las circunstancias de entonces –una frágil y muy accidentada democracia de apenas cinco años, con constante ruido de sables–, y compararlas con las de ahora: una democracia consolidada de 42 años en un espacio innegablemente democrático como el de la Unión Europea. En este contexto actual, quizás lo que más inestabilidad ha provocado es precisamente no haber considerado hasta el momento medidas de gracia, sino casi exclusivamente el castigo. En todo caso, no fue precisamente la amnistía de Companys y su Gobierno la que provocó el golpe de Estado de 18 de julio de 1936.

Todas las medidas apuntadas tienen ventajas e inconvenientes. Pero convendría no romper el consenso en torno a lo principal: la enorme mayoría de la ciudadanía está deseando ya, de un modo u otro, pasar página.

Jordi Nieva-Fenoll, Catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.

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