Amour, o la hora de las despedidas

Frnéticas, apresuradas y poco dadas a piedras en el camino que les impidan mantener el ritmo y velocidad de su avance, nuestras sociedades actuales envían a menudo al reducto más invisible posible, al tabú de las tinieblas de algo impronunciable, el hecho natural de la vejez, de hacerse viejos. Algo aterrorizante, incluso más que la muerte, que se evita por todos los medios, desde los quirúrgicos a ilusorias imposturas y autoengaños.

Recientemente, una polémica película ha conmocionado las salas de cine y a los espectadores de media Europa y los Estados Unidos. La película Amour, del siempre desasosegante director austriaco Michael Haneke, se alzaría con la Palma de Oro del Festival de Cannes y obtendría el Oscar a la Mejor Película Extranjera este año. El tema de fondo de la cinta trataba de la agonía y los momentos finales en la vida de una persona. Una mujer, antaño famosa pianista, cuidada en su propia casa por su marido, un solícito cómplice y compañero, también músico, junto a quien ha pasado toda su vida y ha tenido una hija en común, que ahora vive en Inglaterra. Un viejo matrimonio parisino, culto y acomodado que, mientras ella puede expresarse aún de forma comprensible, comparte las últimas decisiones que hay que tomar ante lo inevitable. La principal, no ser internada en un hospital, pase lo que pase, algo que la mujer le hace prometer a su marido.

La crudeza casi insoportable de las escenas, el avance de la enfermedad contemplada milímetro a milímetro, el tratamiento gélido y desangelado de cada uno de los gestos y de los cada vez más inexistentes intercambios verbales entre los esposos, la posibilidad siempre presente de la eutanasia, la prodigiosa actuación de Emmanuelle Riva, rescatada para muchos espectadores mundiales desde la mítica Hiroshima, mon amour, así como el no menos magistral trabajo llevado a cabo ante la pantalla por Jean-Louis Trintignant, la hacían especial desde el principio.

La película haría correr ríos de tinta no sólo en las publicaciones canónicas y habituales, sino también en blogs y todo tipo de comentarios, pro y contra, en las diversas redes sociales, rompiendo extrañamente, por una vez, las reglas de difusión y divulgación que abundan entre los aficionados al séptimo arte. Es decir, ese famoso boca a boca que se recomienda películas y que funciona de forma tan efectiva, más allá de la lectura de comentarios dirigidos a cinéfilos y militantes. En este caso, este circuito actuaba de forma enrevesadamente paradójica. Entre los que la veían –a pesar de considerarla casi unánimemente una obra maestra– se ofrecía inmediatamente una recomendación supletoria: se desaconsejaba verla a amigos y conocidos.

A fin de cuentas, todo el mundo tiene un anciano en su familia –una madre, un padre, alguien de su más cercano entorno con graves problemas de salud–, y los que habían superado la prueba de verla, y digerirla a posteriori, intentaban proteger a los que aún no habían pasado por ese trance y se podían ahorrar por tanto la tremenda dureza, difícilmente soportable, de sus imágenes. Sin ir más lejos, y para ilustrar este hecho paradójico, el título elegido por la crítica y escritora Francine Prose en The New York Review of Books era sumamente elocuente: «Una obra maestra que usted probablemente no querrá ver». Prose calificaba a Amour de «horror film» sin paliativos, y las «crueldades e indignidades» de tan descarnado relato en torno a la vejez y la enfermedad, de mucho más «aterrorizantes» que Psicosis de Hitchcock, Elresplandor de Kubrick o Lasemilladel diablo de Polanski. Por otro lado, los críticos más severos de esta atroz (y para muchos discutible) historia de amor y despedidas en los momentos finales de una existencia le reprocharían a la obra esa pétrea y exhibicionista banalidad que no hacía más que recordar lo evidente: que la decadencia física, la degradación de las funciones, llega tarde o temprano, salvo en el caso de las muertes rápidas o accidentales, y que por tanto no es ningún secreto para los que en algún momento han estado al cuidado de seres queridos de edad avanzada, la presencia de pañales y baberos, en una previsible, terrenal, misteriosa, pero también conmovedora, regresión a las edades primeras del ser humano. Un ser de nuevo desvalido y necesitado de apoyo que ahora se enfrenta a su fin anunciado, como se enfrentaba el magistrado protagonista de la obra maestra de Tolstoi –reeditada en Nórdica Libros– La muerte de Iván Illich, la mejor representación de una lenta, asustada y lúcida por momentos agonía en la historia de la literatura.

Seres que ahora se ven, como ya estaba escrito desde su nacimiento, cara a cara con el enigma de la eternidad, en el caso de ser creyentes, o con el más absoluto y pavoroso vacío, en el caso de los ateos. Porque, teniendo en cuenta que el pensamiento trascendente siempre ha existido y existirá –algo que brilla por su ausencia en la «física», orwelliana, nihilista e inconmovible cinta de Haneke–, muchos en nuestras descreídas sociedades actuales es de suponer que carecerán de la ayuda, del soporte, «muletilla», o como quiera llamarse, de la fe para enfrentarse al momento quizá más importante de una existencia: su fin. En esos casos, ¿quién será el encargado de prepararlos para el paso definitivo, como decía Ionesco de forma sobrecogedora en su obra Elrey muere? Un rey, un mortal cualquiera a fin de cuentas, espantado ante la «Gran Nada», ante la que clama por una mano, por otra presencia que «le consuele» y que le ayude a traspasar el umbral: «¡Oh, vosotros, todos, innombrables, vosotros que habéis muerto antes que yo, ayudadme. Decidme cómo habéis hecho para morir, para aceptarlo. Enseñadme. Ayudadme a franquear la puerta que habéis franqueado».

Un mundo gélido y orwelliano que de vez en cuando da señales de seguir su avance inexorable, deshumanizado. Ya no sólo en el ámbito de lo privado –como sucedía en la cinta de Haneke– sino de lo público, se muestra esa poco disimulada exasperación, y escasa paciencia, sobre lo que hay que hacer en nuestras frenéticas y productivas sociedades con la «rémora» que significan ancianos cada vez más incómodamente longevos, empeñados en no morirse nunca. De vez en cuando se producen lapsus brutales, casi nunca corregidos. El año pasado, el FMI advirtió de que «el aumento de la esperanza de vida puede suponer un riesgo financiero para países e instituciones». También en la hasta hace no mucho paciente y exquisita cultura oriental, en Japón en concreto, más de uno se iría groseramente de la lengua. Ese sería el caso reciente del desinhibido y multimillonario ministro de Finanzas de Japón, Taro Aso, que dejaría a todos boquiabiertos al declarar sin el menor rubor que el sistema médico de su país se hallaba sobrecargado y obsoleto. Que había que cambiar el protocolo, de manera que «muchos de los pacientes terminales» que utilizan masivamente «el dinero del Gobierno» para sus caros tratamientos no siguieran alargando su vida inútilmente. Es decir, que tuvieran la delicadeza de «morirse pronto», porque si no el sistema se volvía insostenible.

Mercedes Monmany, escritora.

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