Ana Moix: el pasado presente

Privilegio de la edad madura es la facilidad con que evocamos el pasado. A menudo muchos aspectos de la cotidianidad vivida ahora nos retrotraen a otros ya acontecidos con los que se solapan. De manera que las rosas que vemos u olemos no son las de hoy, las que tenemos delante de nuestros ojos, sino otras que el recuerdo ha convertido en inmarcesibles. Al acercarnos al arrabal de senectud, puede que de pronto el mar ya no sea el mismo de todos los veranos sino otro mucho más lejano, el mar visto por primera vez, el mar de la infancia, el mar que descubrimos un día junto a alguien muy especial, y su color, su olor y hasta su sabor se quedaron agazapados entre los entresijos de la memoria.

Sobre esos vaivenes, sobre cómo se enlazan y entremezclan nuestras percepciones, sobre los puentes que tendemos, como invisibles telas de araña, entre pasado y presente, ya escribieron unos cuantos poetas. Algunos con versos tan memorables como los de Juan Ramón Jiménez en el grandioso poema Espacio.

Si traigo ese asunto a colación es a propósito del libro de artículos El present perdut, de Ana María Moix, recién aparecido y cuya publicación póstuma en volumen me retrotrae a la Ana María que conocí cuando ambas estudiábamos la carrera. Me la presentó, en el patio de Letras de la facultad de la vieja Universitat de Barcelona, Pere Gimferrer, que, con veinte y pocos años, acababa de ganar el premio Nacional de Poesía.

Desde entonces he leído todos y cada uno de los libros de Moix, algunos incluso antes de que los diera a la imprenta, de manera que creo conocer bien su obra. Por eso puedo asegurar que pocos me han impresionado tanto como El present perdut. Ya sé que con los textos póstumos de los amigos eso suele ocurrir. El efecto que nos producen es parecido al de contemplar fotografías, vídeos o grabaciones de nuestros muertos más queridos, que tienen la facultad de acercarnos a sus imágenes con absoluta precisión y por unos instantes pensamos que están ahí al alcance de la mano y de la caricia. En este caso, además, los artículos que incluye El present perdut están escritos en catalán, lengua en la que siempre hablé con Ana María, de ahí que sus palabras me suenen todavía más cercanas, más conversacionales. Me evocan no tanto a la amiga que se nos fue el año pasado, a la que traté, quise y admiré durante la friolera de más de cuarenta años, sino a la muchachita tímida, enamoradiza, de grandes y profundos ojos, que paseaba sus tristezas de adolescente por los claustros de la facultad y cuyo aparente desvalimiento era su mejor arma de seducción.

Todavía por entonces no había publicado nada, pero ya escribía. Creo que los hermanos Moix, tanto Terenci como ella, escribían prácticamente desde su nacimiento, alternando chupete y pluma, conscientes de que la literatura les permitía evadirse de la realidad ingrata e ingresar en un mundo mucho más amable, un mundo sin culpas, sin restricciones ni censuras. Escribían para canalizar su insumisión. Ana María era rebelde y lo siguió siendo toda su vida hasta el final.

Los artículos que fue publicando en el periódico digital El Público entre junio del 2010 y febrero del 2012 y que ha reunido y editado con sumo cuidado Martí Farré Sender, el hijo de su compañera, la doctora Rosa Sender, evidencian esa generosa rebeldía. También muestran la lucidez, la capacidad crítica, las habilidades de estupenda observadora, que ya era de jovencita, y su sentido del humor, que solía ir acompañado ya, por entonces, de una divertida ironía que igualmente los artículos recogen.

El título de El present perdut, que se toma de uno de los artículos, nada tiene que ver, contrariamente a lo que podría parecernos, con lo efímero del instante, ni siquiera a que el instante se convierte irremediablemente en pasado, sino con la catástrofe que comporta que los jóvenes de hoy, sin duda el mejor presente de nuestro país, no tengan futuro. Los artículos tratan temas muy diversos y a menudo intentan meterle el dedo en el ojo a la injusticia o a la estupidez y le buscan no los tres pies al gato de la vida sino los cinco o seis que a veces oculta.

Fui a ver a Ana María por última vez, a finales de febrero del año pasado, a la clínica de la Sagrada Família, donde moriría poco después. Sabía que me habría de impresionar el deterioro que la enfermedad le había producido pese a que estaba segura de que ella aguantaría el tipo y de que, con su generosidad habitual, sacaría fuerzas de flaquezas para no entristecernos más e incluso nos haría reír. No obstante, en cuanto entré en la habitación no me encontré con la Ana María mayor y gravemente enferma, sino con la muchachita dulce, un poco triste, que vi por primera vez una mañana llena de sol en el patio de Letras de la Universitat de Barcelona, porque esa es la que permanece conmigo todavía y me acompaña ya para siempre.

Carme Riera, escritora.

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