Anatomía de la corrupción

La corrupción es un rasgo sistémico de la sociedad y la política a lo largo de la historia. Constatarlo no es resignarse sino alertar sobre su corrosivo efecto. Porque si no podemos confiar en nuestros representantes y gestores, ¿por qué hacer el primo respetando leyes, pagando impuestos y haciendo cola para que nos llegue algo de la riqueza que producimos? La percepción de corrupción política, según datos internacionales, se relaciona directamente con la crisis de credibilidad de la política. El goteo de casos erosiona la confianza sobre la que se basa el funcionamiento de las instituciones y la seguridad de nuestras vidas. Y lo peor es la escasa sensibilidad de la clase política a la indignación ciudadana. En cuanto salta un asunto, se acude al guión habitual. Presunción de inocencia. Son unas pocas ovejas negras. Ya decidirán los tribunales. Se hacen comisiones de investigación que se diluyen con el tiempo. Y los de enfrente son peores y la culpa es de los medios que se alimentan de escándalos. Y así se instala en nuestras mentes el cinismo y la desesperanza, malos consejeros en tiempos de crisis.

¿De dónde viene la corrupción política en las sociedades contemporáneas? Llevo años investigando el tema y de eso trata mi reciente libro Comunicación y poder.Hay múltiples factores pero tres son clave porque apuntan a posibles medidas.

Primero: la corrupción está frecuentemente vinculada a la financiación de los partidos. Sabemos que hay controles legales. También sabemos que hecha la ley, hecha la trampa. Y es que el sistema de financiación legal es poco realista. Habría que aceptar un gasto público adecuado a las necesidades reales de los partidos una vez que decidimos que son las ruedas de la democracia. Al mismo tiempo se necesita una fiscalización mucho más estricta del uso de los fondos que reciben. Por otro lado, hay que reconocer la interrelación entre intereses sociales y política, aceptando que particulares, empresas e instituciones hagan donaciones a partidos para ser oídos. Esto es legítimo mientras se regulen estos lobbies y se hagan transparentes las donaciones. En Europa se ha criticado esta práctica porque aventaja a los adinerados. No necesariamente. Obama demostró que se puede prescindir de los lobbies empresariales recibiendo muchas pequeñas donaciones de ciudadanos individuales. Lo cual daría un mayor control a los ciudadanos sobre los partidos: si no nos gustan les cerramos el grifo. Hoy las donaciones se hacen en un área gris aprovechando vacíos legales. Y en otros casos, son directamente ilegales y a cambio de favores. La mayoría de los escándalos de corrupción en el mundo y en España se refieren a financiación de partidos, donde los intermediarios se quedan una tajada. Por eso no basta con regular y controlar a los partidos. Son los partidos los que deben tomar la iniciativa de endurecer sus controles internos.

Me congratulo del discurso franco y de las medidas de transparencia anunciadas por el president Montilla, así como del esbozo de estrategia común con Artur Mas. Tendremos que esperar a que se traduzcan en hechos para confiar en la autorregeneración de los partidos. Concretamente, así como en relación con la justicia hay que partir de la presunción de inocencia de cualquier ciudadano, en la gestión interna de los partidos, teniendo en cuenta la experiencia pasada, bueno sería partir de la presunción de culpabilidad y apartar de inmediato a aquellos sobre quienes pesen sospechas fundadas. Existen hoy día cargos dirigentes de partidos que han sido condenados judicialmente por financiación ilegal en el pasado. Y es que es complicado para los partidos abandonar a quienes manejan su lado oscuro, no sólo por lealtad sino porque pueden contar muchas cosas. Si los partidos no adoptan medidas sistemáticas contra su propia corrupción pierden credibilidad.

Segundo, la mayoría de los casos de corrupción son en el ámbito local. Están frecuentemente ligados a licitación de obra pública, a recalificación de terrenos y a planes especiales. Aquí convergen un modelo de crecimiento basado en el ladrillo y la especulación inmobiliaria y el sistema de corrupción política y medro personal. Claro que la inmensa mayoría de los alcaldes, concejales y funcionarios son ciudadanos sacrificados al servicio de la comunidad. Pero es el sistema el que está viciado y no todos son ángeles. La especulación urbanística fue limitada en Europa a partir de mecanismos introducidos en 1944 en Inglaterra por la ley Utwhatt, que estableció altísimos gravámenes fiscales sobre las plusvalías obtenidas por la recalificación del suelo. Esta es la madre del cordero especulativo. Limítense los planes especiales, establézcanse controles a niveles supramunicipales y grávense en más del 50 por ciento las plusvalías urbanísticas y veremos disminuir rápidamente la circulación de maletines. Pero eso es ir en contra del sistema de financiación legal de los propios municipios. Ahí estriba la dificultad. Se trata de un cambio de modelo urbanístico.

En fin, hay un problema de información del ciudadano. Con la ley en la mano tenemos derecho a acceder a casi toda la información relativa a la gestión estatal, autonómica y municipal. Y podríamos saber todo lo que ocurre si hubiese sistemas informáticos participativos que pudiéramos usar fácilmente. Es más, hay en Catalunya sistemas como Gencat que están en la punta de la innovación europea y que informan eficazmente al ciudadano sobre los servicios disponibles. Pero no sobre las bases de datos internas de las administraciones porque eso es una decisión política. Ábranse esas bases, estimúlese la participación ciudadana y ya no tendremos que esperar a garzones y reporteros para saber lo que de verdad pasa porque la sociedad civil no es tonta y también sabe leer datos.

Sospecho que si no hacemos cosas tan obvias es porque seguir con la rutina protege la partitocracia. Por eso la corrupción tiene una raíz profunda en la distancia que se ha ido creando entre representantes y representados. Si la corrupción socava la democracia, sólo una profundización de la democracia podría ir diluyendo la corrupción.

Manuel Castells