Anatomía de un bulo de fraude electoral

Las elecciones son el punto central de la vida política, la clave de bóveda sobre la que se sostiene el sistema democrático, al proveer al legítimo detentador del poder de una forma de selección periódica de los gobernantes, y a estos de la legitimidad de origen para desempeñar su labor. En la liza que son todos los comicios, la campaña electoral juega un papel central. Lo son para la democracia, que trata de equilibrar en ellas la búsqueda del voto partidista y la integración de la ciudadanía en los grandes debates. Y lo son para la conformación de la voluntad general, que se contornea según la participación que la campaña ofrece a los ciudadanos en esos grandes debates. Lo paradójico es que, en ocasiones, lo primero vuelve imposible lo segundo. Durante la campaña partidos y candidatos buscan persuadir al electorado, bien mediante argumentos y propuestas, bien a base de emotivismo propagandístico. El objetivo de todo partido en tiempo electoral es convencer al electorado indeciso o, cuando menos, mantenerlo en su indecisión y, en el mejor de los casos, desmotivar el apoyo a otras papeletas. De ahí que, aunque sus efectos en la movilización y la determinación del voto no son nunca previsibles con certeza, las campañas igual que pueden ayudar a ganar elecciones pueden convertirse en un diabólico mecanismo para perderlas, como apuntaba Clemenceau hace ya más de cien años. Por ese carácter medular, las campañas «adquieren el valor de testimonio en el que aparecen reflejadas las grandezas y miserias de la democracia moderna», como dejó escrito Pedro de Vega en estas mismas páginas. Siendo así, no podemos extrañarnos de que cada vez con más frecuencia tengamos noticia de cómo actores nacionales y extranjeros utilizan la desinformación como una forma de sacar ventaja en la contienda, en beneficio propio o en detrimento ajeno.

Dentro de la misma, que no deja de ser en cierta manera connatural a la campaña entendida como un género literario dentro de la comunicación política, en los últimos tiempos estamos viendo un tipo de información que tiene como objetivo cuestionar la legitimidad del procedimiento electoral, poniendo en duda el censo, la votación, el recuento o la propia justicia electoral. Este tipo de desinformación se ha extendido por todo el mundo, sin importar la solvencia del sistema. Lo hemos visto en Brasil donde, tras más de 30 años sin incidencias, el funcionamiento del voto electrónico sirvió para tratar de desacreditar todo el proceso; también en Estados Unidos, donde las imperfecciones y desigualdades de un sistema descentralizado que se remonta a los usos y costumbres del siglo XIX, han dado lugar a numerosas acusaciones de fraude. En ambos el resultado llevó a un grupo de personas al intento de tomar las instituciones.

España no podía ser una excepción. Desde hace algún tiempo en las redes sociales y los canales de comunicación interpersonal abundan los mensajes que extienden la idea de un fraude electoral este año, y que alertan sobre alteraciones de última hora en el censo como consecuencia del proceso de nacionalizaciones provocado por la Ley de Memoria, la supresión del voto rogado, o los cambios llevados a cabo por el Gobierno en la cúpula de la empresa Indra.

El conjunto de estas acciones, en buena medida cuestionables, ha dado lugar a una campaña de comunicación organizada que adapta esta narrativa global del fraude al contexto local (Magallón). Si bien estas denuncias, cuando están fundadas en la realidad, pueden servir para fortalecer la democracia, la mayoría de las veces, amplificadas por la polarización, la debilitan. De poco sirve que el funcionamiento del proceso electoral en España, que no ha sufrido variaciones relevantes desde 1977, desmienta incluso la posibilidad de estas acusaciones. En cada elección votan alrededor de 25 millones de personas y sin embargo los recursos relacionados con las votaciones y el escrutinio (art. 108.3) afectan a menos de 100, y son mayoritariamente desestimados. Esto se debe a que en España los protagonistas de la votación son personas elegidas por sorteo y son ellos los que ejercen la autoridad electoral durante la misma, para garantizar que el voto sea personal, libre y secreto, sin estar sometidos a ningún tipo de interferencia. Les corresponde también, realizar el recuento en la propia sede electoral una vez terminada la votación, un proceso en el que cualquiera puede estar presente, y así lo hacen, al menos, apoderados e interventores de los partidos políticos. Y son ellos los que recogen los resultados en un acta, de la que se entrega copia a los representantes de cada candidatura, haciendo llegar la misma a la persona designada por la Administración. El original y una copia del acta con los resultados son a su vez entregados en sede judicial en un sobre cerrado y firmado por los miembros de la mesa, mientras una tercera es enviada por correo. Llega el turno del recuento provisional, donde el representante de la Administración transmite los resultados recogidos en el acta a un centro de recogida de datos, que va dando a conocer en tiempo real el resultado provisional. Y no es hasta este punto cuando interviene una empresa externa, en estas elecciones será Indra, para facilitar la transmisión y el procesamiento de las alrededor de 60.000 actas que genera una elección, como la municipal, celebrada en toda España. Estos resultados, que pueden contrastarse con las copias de actas en poder de los partidos, son sólo un adelanto provisional que busca reducir la incertidumbre y la inestabilidad que puede generar no conocer el resultado durante un periodo prolongado de tiempo, pero en ningún caso condicionan el resultado. El escrutinio oficial y definitivo se realizará con las actas recibidas cinco días más tarde tras contabilizar el voto CERA y resolver las reclamaciones de los partidos y lo llevan a cabo las juntas electorales competentes (conformadas por tres jueces elegidos al azar y dos vocales elegidos por la Junta Provincial). Un proceso que también está abierto al público y en el que también cabe reclamar.

En resumen, un proceso consolidado, que se lleva a cabo en todas sus fases con luz y taquígrafos y en el que cualquier fraude requeriría de la concertación de miles de personas elegidas al azar, donde cada una de sus fases (censo, votación, recuento) cuenta no sólo con una serie de garantías, que pueden ser exigidas y reclamadas tanto por los responsables de los partidos como por la sociedad civil durante todo el proceso. Sin embargo, mas allá de la realidad, el 'cocktail' bien agitado, que se genera con hechos sin contexto, medias verdades y falsedades en torno a narrativas siguen alimentando la amenaza de fraude electoral y produce efectos inmediatos en la campaña (en las que llegan a marcar la agenda), la votación (normalmente de desmovilización) y que alargará sus efectos, por ejemplo, como forma de justificar ciertos resultados y cuestionar la legitimidad de los elegidos. Hoy reivindicar la realidad no basta, es necesario hacer un esfuerzo de comunicación que, renunciando a la desinformación, utilice las técnicas comunicativas propias de la campaña superando la transparencia y el recurso exclusivo al dato. Aunque, en términos de comunicación, el proceso no es sencillo, cuenta con la ventaja de haber sido experimentado en primera persona por millones de españoles, y podemos decir con el clásico, «quien lo probó lo sabe».

Rafael Rubio es catedrático de Derecho Constitucional.

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