La economía española crece, la inflación se controla, baja el paro, suben las pensiones y el salario mínimo, se aprueban leyes del gusto de la mayoría, la amenaza independentista flojea, hay paz social, España es respetada en Europa como nunca y los españoles se despiertan confirmando que el apocalipsis no llega, aunque haya dificultades.
Para hacer buen diagnóstico de la situación procede mirarla desde fuera. The Economist ha dicho recientemente: “Los españoles son demasiado gruñones con su política”, porque “en realidad, las cosas van bastante bien”, aunque desconfían más que cualquier otro país europeo de sus gobernantes. En su tradicional estudio de la imagen de España en el exterior, el Real Instituto Elcano apunta en la misma dirección: nuestro país tiene “una muy buena posición de prestigio”.
Pero venga o no a cuento, las derechas españolas sentencian, como Catón el Viejo a propósito de Cartago, que Pedro Sánchez delendum est, que debe ser destruido.
Encontramos una narrativa machacona, un marco construido por acumulación de miles de mensajes repetidos coralmente y que, sin necesidad de coordinación centralizada, definen los males de la patria bajo el rótulo del “sanchismo”. El presidente es descrito un día como un traidor rendido ante los bilduetarras y los independentistas catalanes y al siguiente como un dictador. Siempre como un narcisista dispuesto a desbaratar España con la finalidad única de mantenerse en el Falcon y la poltrona. Un político cuyo mayor exceso verbal fue decir a Mariano Rajoy “usted no es una persona decente”, pidiéndole disculpas luego, es vilipendiado sin piedad.
Quienes emiten son primero las tres derechas políticas: el PP, Vox y lo que queda de Ciudadanos, cuyo defenestrado líder acuñó aquello de “la banda de Sánchez”. En la estrategia explícita del PP se pide a los cuadros que hablen del sanchismo como fenómeno a batir y del Gobierno de Sánchez como adversario en las próximas elecciones locales y autonómicas. “Vengo a derogar el sanchismo”, le dijo Alberto Núñez Feijóo al presidente en el Senado hace unos días, por si hubiera alguna duda. Se suma un sinnúmero de opinantes de muy diversa condición: los habituales líderes de opinión de las derechas en sus medios tradicionales y nuevos y algunos veteranos socialistas que añoran los tiempos dorados del bipartidismo, pero se guardan de proponer una alternativa de gobierno que no sea la sumisión del PSOE al PP; completan la ofensiva cientos de voluntarios situados en el espacio que va desde la ultraderecha hasta ese nuevo jacobinismo de corte nacional socialista o libertario. Cada uno desde su lugar —en Twitter, en los platós, en los púlpitos, en las reuniones empresariales— insultan, menosprecian o amenazan al presidente, ignorando a sus ministros. El aluvión de descalificaciones personales es tan desbordante que se asoma incluso a las páginas de un diario tan respetable como este bajo la forma de tribunas que esgrimen como argumento único un odio obsesivo.
No es nuevo atribuir todos los males del país al presidente del Gobierno socialista. Recordamos el “jaque mate al felipismo” de los años noventa, pretendido por una confluencia improbable de directores de medios conservadores (Pedro J. Ramírez, Luis María Anson), empresarios resentidos (Mario Conde) e incluso un notario que se veía presidente de una segunda Transición (Antonio García Trevijano, que hoy habría podido ser Ramón Tamames). Contrariados por la imposibilidad de desalojar al carismático Felipe González por la vía del debate constructivo, optaron por una auténtica conspiración, consistente en darle leña al presidente sin miramientos ni complejos.
Tenemos también en la memoria el acoso y derribo de José Luis Rodríguez Zapatero. Al presidente que terminó con ETA, que promovió avances sociales históricos y que impidió la intervención de nuestra economía, se le acusó de destruir la familia, de romper España y de rendirse a los terroristas.
En los tres casos el ataque ad hominem fue la estrategia elegida. Pero el de Sánchez tiene su propia peculiaridad. Sánchez viene gobernando menos de cinco años y su gestión no ha estado salpicada por casos relevantes de corrupción; el paro se encuentra en mínimos históricos y el despilfarro no parece ser la nota característica de su gestión, con lo que la tríada “paro, despilfarro y corrupción” esgrimida como ariete por José María Aznar no aplica. Por eso, en un ejemplo reciente, ante el caso aislado de un diputado presuntamente corrupto, por ejemplo, el antisanchismo se apresuró a inventar otra: “prostitutas, cocaína y corrupción”. La voracidad de las derechas es tal que se pretende hacer de los socialistas, de todos ellos, incluido el presidente, puteros y cocainómanos. Sánchez delendum est… porque participa de una trama corrupta de prostitución y drogas. De su desaparición depende no solo la prosperidad de España sino la mismísima supervivencia de la decencia.
¿Por qué tanto ensañamiento? Hay una primera causa que la ciencia política denomina “personalización negativa”: una tendencia creciente al retrato negativo de los líderes políticos, resultado de la pérdida de identificación de la ciudadanía con los partidos políticos y de la propensión de los medios a primar la información negativa sobre la positiva, exacerbada desde que existe internet y el espectador puede componer su propia dieta informativa, que ejercerá un sesgo de confirmación: preferimos escuchar y ver aquello que confirma nuestras posiciones previas. Los profesores Garzia y Ferreira da Silva, estudiando procesos electorales del último medio siglo en 14 países europeos (España entre ellos), constatan esa tendencia a la personalización negativa y a la polarización afectiva de la población.
Existe, además, un sesgo detectado por la psicología política, que Nicholas Caruana denomina “el poder del lado oscuro”: los individuos reaccionan con más fuerza a la información negativa que a la positiva; le prestarán más atención, la recordarán mejor y la tendrán más en cuenta a la hora de tomar decisiones. Tito Berni penetra mejor en la conversación y la memoria que los Fondos Next Generation. Para colmo, como afirma Jon Haidt, las redes sociales favorecen la generación de hordas de ciudadanos enfadados, protegidos por el anonimato y alentados por el sentimiento pandillero.
En ausencia de causas verdaderamente graves —a menos que como tales se consideren la ley trans, la del sí es sí, o el caso del diputado Fuentes Curbelo—, Sánchez cataliza él solo las fobias y frustraciones de las derechas más polarizadas y activas. El origen de su primer mandato —una moción de censura ganada de un día para otro—, su paradigmática resistencia ante las dificultades, que hacen de él un adversario escurridizo, el porte altanero que repatea a sus enemigos y la salida del Gobierno de Pablo Iglesias, que actuaba como un pararrayos, incrementan el rechazo visceral.
A estos factores para el odio conviene añadir otro: en su Historia de las derechas en España, Antonio Rivera ofrece una explicación sociológica de esta virulencia que, descubrimos, también se produjo en otros momentos (el mandato de Manuel Azaña es el caso más notable). Las derechas, muy identificadas en la tradición con el altar, la patria y el trono, han creído desde el siglo XIX que el Gobierno les pertenece, que los presidentes de izquierdas son una anomalía (frecuentemente, como a Sánchez, les tacha de ilegítimos) y que lo natural es que gobiernen los conservadores. Si no sucede, las derechas (política, económica y mediática acompasadas) se enervan y atacan como un animal herido.
Lo cierto, con todo, como señala en estas mismas páginas Juan Rodríguez Teruel, es que el apoyo real al presidente en las encuestas sigue siendo estable y es superior al que lograba Rajoy. Los españoles parecen no sucumbir al grito. A seis meses del final de la legislatura está por ver si la furia desestabiliza a Sánchez o si es este quien hace valer su Manual de resistencia. Será necesario que la ciudadanía sepa que aceptar sanchismo como un marco que agrupa todos los males nacionales es rendirse ante una personalización negativa y odiosa, que está en la base del populismo más peligroso.
Luis Arroyo es sociólogo y consultor de comunicación, y fue asesor político en varios gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero.
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Estimado sr. Arroyo,
su argumento se basa en las aseveraciones que realiza usted en el párrafo de apertura de su artículo:
"La economía española crece, la inflación se controla, baja el paro, suben las pensiones y el salario mínimo, se aprueban leyes del gusto de la mayoría, la amenaza independentista flojea, hay paz social, España es respetada en Europa como nunca y los españoles se despiertan confirmando que el apocalipsis no llega, aunque haya dificultades".
De todo esto que usted afirma, no pueden ser declarados como ciertos los siguientes elementos: "se aprueban leyes del gusto de la mayoría". Era bastante sencillo someter a consulta popular normas como la ley trans, la de bienestar animal, y otras que han recibido mucha contestación social (no de los partidos de derechas, sino ciudadana; por otro lado, creo que debe recordar que los partidos de derechas representan a muchos ciudadanos, que parece que se olvida). "La amenaza independentista flojea": en absoluto, está ahí, lo que sucede es que Sánchez les está vendiendo el Estado por un precio de saldo, así que no necesitan armar mucho ruido. "Hay paz social": la de la imposición por la fuerza de unos criterios morales únicos (lo políticamente correcto) a través de normas, que incorporan sanciones para todos aquellos que piensan diferente. Es la tranquilidad de las necrópolis. "España es respetada en Europa como nunca": ¿nunca? Un exceso laudatorio por su parte.
En realidad su artículo es una oración de alabanza a Sánchez.
En cuanto a sus ministros, son poco ministros y mucho títeres de Sánchez.
No obstante, es innegable que los afiliados al PSOE han elegido a Sánchez para representarlos. Dicho de otra manera: no ha sido la derecha la que ha destruido al PSOE, han sido sus propios afiliados.
Sánchez, sí, es un narcisista. No es socialista. El Gobierno más progresista de la Historia es un Gobierno moralista y reaccionario, que nos está introduciendo en el Gran Hermano orwelliano. El Gobierno actual , como en las monarquías absolutas previas a la Revolución Francesa, contiene un monarca (Pedro el Bello); unos secretarios encargados de asuntos del monarca (antes ministros); y un componente de poder religioso fuertemente inquisitorial y fanático (los Podemitas, organización religiosa de carácter fuertemente reaccionario, camuflada de partido político). Por último, cuenta con intelectuales orgánicos, como usted, que en lugar de cumplir con su labor de crítica al poder, lo alaban, y cargan contra todos los ciudadanos que sí hacen esta labor de crítica, acusándolos de ser de derechas (¡cómo si ser de derechas fuera una especie de horrible pecado laico!). ¿Dónde quedó la tradicional autocrítica de socialistas y comunistas? ¡Censurada!
Un saludo,
Alfonso Salgado Castro