Andalucía, Cantabria y "los que vienen de fuera"

En Cantabria se cumplen veinte días de huelga del metal mientras escribo. Los trabajadores luchan por esos derechos laborales que, más allá del marketing político de turno, siguen en tela de juicio. Hace algunos meses ocurrió lo mismo en la bahía de Cádiz.

La desindustrialización azotó con fuerza España durante décadas. Hoy asistimos a los estertores de un largo proceso de despatrimonialización del Estado. Un clásico de nuestro cine, Los lunes al sol, retrató con maestría los estragos de la reconversión industrial. El cierre de astilleros, las deslocalizaciones y las dramáticas consecuencias de una economía capitalista totalmente abierta y global, que ha dejado demasiados perdedores a su paso.

Mientras que el Gobierno autoproclamado más progresista de la historia echó las campanas al aire con no pocas dosis de propaganda, España sufre una crisis inflacionaria y energética. El paro se maquilla, pero sigue arrojando cifras escalofriantes. La justa subida del salario mínimo interprofesional es apenas un respiro tras décadas de moderación salarial, congelación de sueldos y competencia vía salarios en una demencial dinámica que terminó consolidando y generalizando la figura del trabajador pobre.

El anunciado pacto de rentas avecina un ajuste de cinturón para los de siempre. Para las rentas del trabajo, no para el capital, que lleva décadas ganando la partida, cautivo y desarmado el antiguo pacto capital-trabajo.

La inversión en I+D sigue en estándares irrisorios. Los precios de los alquileres continúan disparados y una política de vivienda pública ambiciosa constituye hoy apenas una quimera, más allá del ruido de anuncios y eslóganes falsos.

Se puede despedir barato, sin causa en las cartas de despido y sin salarios de tramitación. Se pueden modificar sustancialmente las condiciones de los trabajadores sin mayores escollos. Las consecuencias de la liberalización del mercado de trabajo siguen patentes.

Hemos aceptado que el Estado no pueda tener participación alguna en el sector energético, eléctrico o bancario, hasta el punto de que el programa electoral de un partido de centroderecha de la Transición, como el de la extinta UCD, sería descalificado hoy por comunista.

Hasta ese extremo se ha orillado el marco ideológico hacia el neoliberalismo en términos económicos.

Hoy, uno escucha a los herederos ideológicos de la antaño derecha conservadora y demócrata cristiana ufanamente entregados a peligrosas gansadas, tales como los postulados del objetivismo (anarcocapitalismo) de Ayn Rand, tal vez sin saberlo.

Se escucha a señores y señoras de orden defender postulados más cercanos al desguace y vaciamiento total del Estado que a la doctrina social de la Iglesia.

Se exige al Estado que no produzca, regule ni redistribuya.

Se consideran los impuestos como un robo y un saqueo, sin espacio para el matiz sin importancia de contarnos sobre quién recaen los mismos y cómo los potentados eluden pagarlos.

Se dan consignas a favor del dinero en el bolsillo del ciudadano (otra mitología en boga) sin precisar de qué bolsillos se está hablando: como si la culminación del desmantelamiento del Estado en Sanidad, pensiones, fiscalidad o dependencia no implicara necesariamente que la mayor parte de los ciudadanos sean condenados a la pobreza más lampante, perdiendo el último asidero de supervivencia con el que cuentan: nuestro maltrecho y menguante Estado social.

Mientras todo esto ocurre, triunfan las formas tranquilas de una derecha que se presenta como gestora y tecnocrática. El Gobierno sufre el lógico desgaste del deterioro institucional, de las formas autocráticas y de la mentira.

El corpus ideológico predominante es el que corresponde a los tiempos que corren. Las batallas culturales son percibidas como lujos de privilegiados en tiempos de hambre, pobreza y precariedad de muchos.

Algunos pretendieron dar el reverso identitario desde la derecha, chapoteando en idéntico fango, entregados al populismo histriónico de la identidad. Pensaron así que estaban legitimados para recoger el descontento de los perdedores de la ortodoxia económica y del fundamentalismo de mercado. Citaron a Julio Anguita, pero resultó completamente inverosímil.

Fueron incapaces de explicar qué patria y qué soberanía es aquella que, a la hora de dotarse de un programa económico para su defensa, cultiva los viejos mantras de la desregulación minarquista que provoca su volatilización. Banderas que, a su paso, exhiben el inmenso vacío de un Estado disuelto.

Las izquierdas desnortadas celebran haber parado a la ultraderecha. Parecen habitar en una realidad paralela. Y lo hacen concediéndole un triunfo definitivo en la degradación del debate público. "La candidata venía de fuera", dijo Teresa Rodríguez, que me parece, a pesar de todos sus desvaríos, la candidata más solvente entre tanta mediocridad concurrente a las pasadas elecciones. La confesión de parte parece un verdadero homenaje a las ideas de extrema derecha: la extranjerización del conciudadano.

El panorama resulta estremecedor. La ministra de Trabajo apelaba a los cuidados y a la empatía. El coaching y el mindfulness no parecen servir de nada para los trabajadores de Cantabria o de Cádiz.

La obsesión cantonalista, entreverada con una mistificación reaccionaria del pasado, buscando las esencias pérdidas en el califato omeya, conforman un engrudo de sandeces difícilmente digeribles para los que sólo entienden la identidad de su clase perdedora y sufren la promesa incumplida de una ciudadanía sólo nominal.

Sin trabajo, sin vivienda, sin sueldos dignos, sin vacaciones, sin derechos sociales y sin certidumbres vitales para ordenar o desordenar tu vida sin estar sujeto al poder arbitrario del dinero, no hay libertad ni ciudadanía democrática que valga.

En Los lunes al sol hay una escena escalofriante que no puedo quitarme de la cabeza. Un compañero cuenta la vieja historia de dos camaradas del PCUS que se encuentran después de un tiempo. Uno le dice a otro: "Todo lo que nos habían contado del comunismo era mentira". El otro le responde: "Eso es no es lo peor, lo peor es que todo lo que nos habían contado del capitalismo era verdad".

Millones de personas pelean en cada rincón de España por sobrevivir, en una cuesta arriba cada vez más pronunciada. En muchos otros Estados, en la periferia económica, productiva y geopolítica, ocurre lo mismo.

En tres cuartas partes del mundo, donde no hay atisbo de Estado social (miren a Colombia), las cosas son aún peores. La vocación internacionalista de la izquierda no puede perderse.

Pero si alguna certeza queda, después de tantas derrotas, es aquella que viene dada por dos líneas rojas a mi juicio intransitables.

Primera, no perder el tiempo malbaratando las conquistas del movimiento obrero (democracia, derechos civiles, derechos laborales y Estado de bienestar) con una política ininteligible de los sentimientos y las identidades que, a fuer de profundamente individualista, resulta inoperante y hasta lesiva, en tanto que obstruccionista de cualquier avance, para la transformación social.

Segunda y tal vez más importante. Si el espacio democrático, donde mal que bien la clase obrera pudo expresarse en las urnas y someter a un control político a las fuerzas económicas del mercado, fue el Estado nación, no nos afanemos en destrozarlo, enfrentando en un delirio neofeudal insoportable a obreros de un código postal con obreros de otro código postal. Ninguno viene de fuera, todos estamos en casa.

Sé que suena simple pero, ante el delirio imperante, repetir lo simple se ha vuelto obligatorio. Dejen de exhibir religiosa devoción por el terruño y recuerden, si les queda un átomo de racionalismo, que desde la izquierda deberíamos ambicionar una comunidad política identitariamente laica donde los derechos y deberes de los ciudadanos fueran iguales en cada rincón del territorio político, sin espacio para segregación de ninguna clase.

Tampoco si se presenta con disfraz de diversidad o con guirnaldas amables de particularismo. La reacción, aunque se vista de seda, reacción se queda.

Sin derechos históricos ni mindfulness, la izquierda no estará más cerca de ganar en el abrupto terreno económico del adversario, pero al menos sí estará viva.

De lo contrario, pasaremos de la política a la arqueología de las palabras fósiles. Todo lo que nos habían contado del capitalismo era verdad. Lo que no esperábamos era una izquierda oscurantista empeñada en dinamitar todos los puentes de resistencia.

Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino.

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