Las elecciones andaluzas de diciembre de 2018 constituyeron el final del principio de Sánchez; las de este domingo constataron el principio de su fin. Los comicios verificaron también el rasgo fundamental del electorado andaluz: su predisposición a la conservación, la búsqueda de la seguridad y el recelo de los vaivenes bruscos. Por último, demostraron la eficacia del modelo de organización interna descentralizado propuesto por Feijóo: una campaña andaluza con la baliza y encabezado en clave nacional. El mensaje de Feijóo permeó y se ensambló con el de Moreno Bonilla: el PP no es una "incógnita" y es el "partido de las soluciones".
La mayoría absoluta de Moreno Bonilla redibuja el centro métrico del sistema de partidos y sustituye la centralidad centrífuga de Sánchez por la transversalidad centrípeta de Feijóo. Moreno Bonilla arrebata 300.000 votos al PSOE -que se suman a los 400.000 que se le fueron a la abstención en 2018-. El PSOE ya no juega en casa porque su votante no se reconoce: el PSOE pierde a chorros el voto rural y el urbano no es lo suficientemente chic como para seguir el ritmo abracadabrante y frívolo de las élites extractivas de la izquierda. La mayoría absoluta de Moreno Bonilla es la de la España media alejada de las estridencias y del reclamo permanente de una supuesta superioridad moral. La España quieta es la que se mueve, no la que se agita. El subsistema de partidos andaluz fue pragmáticamente hegemónico; hoy es de alternancia pragmática. El descoque identitario y gourmet y el desnortado intento de la dupla Sánchez-Iglesias de construir una hegemonía ideológica ha resultado baldío también en Andalucía. De hecho, después de Sánchez -de su pírrica victoria en noviembre de 2019- el PSOE sólo ha ganado en Cataluña.
La victoria inapelable pero insuficiente de Arenas en 2012 mostró que la última cualidad vigente del PSOE andaluz consistía en el control de la Junta y el mantenimiento de redes clientelares. Cuando en 2018 cuajó una mayoría alternativa, el PSOE andaluz comenzó un doble proceso de descomposición: por un lado, el que derivó de la pérdida del poder hegemónico y, por otro, el que siguió al intento de colonización de la facción de Sánchez. El (d)efecto Sánchez, cuyo principal baldón son sus compañeros de viaje, puede extenderse pronto a Castilla-La Mancha y Extremadura, como poco. Lo que explica la inquietud de los barones y de los enmudecidos órganos intermedios. Los cesarismos catapultan camarillas pero debilitan -cuando no extinguen- los partidos.
Decíamos que el 2-D de 2018 fue el final del principio de Sánchez, que se remonta a varios atajos, trampeos y narrativas contradictorias entre sí: se presentó a unas primarias como delfín de Susana Díaz contra Madina para evitar que el "PSOE sea Podemos"; luego llevó al Comité Federal de diciembre de 2015 una propuesta de investidura junto con Podemos y los separatistas que los barones impidieron; después lució impecable camisa blanca en Bolonia junto a Renzzi y Valls para reivindicar una socialdemocracia con ribetes macronianos y apoyó la aplicación del 155 en Cataluña con la envenenada condición de que incluyera la convocatoria inmediata de elecciones autonómicas. No obstante, antes había asegurado: "Me equivoqué al tachar a Podemos de populista (...) El PSOE tiene que trabajar codo con codo con Podemos". En ese momento ya había ganado sus segundas primarias en el partido con las bases de Podemos coreando "no es no" en las puertas de Ferraz.
Por fin, en la primavera de 2018 reunió una coalición negativa que cristalizó en una moción de censura. Entonces Sánchez fue presidente con 84 diputados. Su apelación a la regeneración resultaba insuficiente en compañía de separatistas, populistas y sediciosos. Así que necesitaba un designio, una misión, una gran empresa, un relato beatífico que compensara su aspereza, zigzagueos y la desconfianza que generaba en el partido, la izquierda y en amplias capas de la sociedad.
Encontró en Andalucía su causa, móvil, pretexto y razón: Moreno Bonilla fue investido presidente con los votos de Cs -con quien formó coalición- y Vox. De modo que Sánchez nutrió y dio rienda suelta a su narrativa de adalid antifascista con la que aspiraba a prosperar. Nunca terminó de cuajar -a pesar del sobe de la foto de Colón- y sucumbió el 4-M de 2021 en Madrid; de hecho, nunca fue verdaderamente una épica sino una maniobra de distracción: Sánchez se estancó en los 120 diputados y ligó su destino a Iglesias -o a lo que resulte ahora-, ERC y Bildu. Si el atributo de Mélenchon ha sido supeditar al socialismo francés a unas siglas de raigambre latinoamericana -Nueva Unión Popular Ecologista y Social-, un confuso programa y sesentayochismo posmoderno; el de Sánchez ha sido hasta este domingo mantener vigentes las siglas con la retórica y política de alianzas de Podemos. En Andalucía, Sánchez es el PSOE de hoy -aunque le mantenga con oxígeno el PSOE de ayer-; y el PSOE de hoy incluye sus compañeros de viaje.
En 2018, Sánchez se desmarcó del resultado -en 2022 se ha desmarcado de la campaña-: atribuyó la derrota socialista -que fue, como la de Arenas, una victoria insuficiente- a la corrupción y a la figura de Díaz, que se vio obligada a disolver el Parlamento regional cuando Marín le retiró su apoyo. Díaz había sido investida en 2015 con el apoyo de Cs porque Rodríguez no se ha movido de su sitio desde entonces: su posición es honesta y coherente, pero su partido resulta prescindible y deviene en testimonial. Cs desparece después de cogobernar. Parece una paradoja pero es una consecuencia. Tampoco ha de considerarse un fenómeno del todo exógeno a Andalucía. Su crecimiento descontrolado -en aluvión- influyó en que los principios que guiaron a sus fundadores y líderes no eran completamente compartidos por el oportunismo de algunos de sus cuadros. Los partidos menores solo sobreviven si resultan útiles al objetivo que le atribuyen sus votantes. Cs cumplió su tarea, su faena: evitó el cordón sanitario al PP y reivindicó valores que el PP, en shock, renunció a defender. Cs fue un dique, un esperanzador artefacto antipopulista.
El publicismo oficialista ultima, aferrado al escaño 30, un penúltimo pretexto: nada cambia, todo fluye. De modo que, argüirá, la mayoría absoluta de Moreno Bonilla es producto únicamente del hundimiento de Cs. No obstante, sostiene Michavila que los electores toman decisiones. Lo dijo cuando situó a Ayuso a un puñado de escaños de la mayoría absoluta en una encuesta de mayo de 2020. La afirmación era objeto cotidiano de conversación con mi amigo Colmenarejo. Sobre Sánchez y su escapada, los electores hace tiempo que han decidido. El principio de su fin fue su huida hacia delante, su coalición de Gobierno, sus alianzas parlamentarias, sus indultos y su argot divisivo. Primero Madrid y luego Castilla y León testaron el vigor de su narrativa antifascista; Andalucía reafirma una tendencia -que sólo Casado y Egea se empeñaron en invertir-. Los resultados de este domingo constituyen el principio de la contestación interna. Aunque el PSOE carece de mecanismos internos para deponer al líder, que sólo lo fue mientras aseguró la victoria de los barones en mayo del 2019, su aura se extingue: "Sánchez perjudica la marca".
Entre tanto, los resultados neutralizan el divertimento de valorar las propuestas vanas de abstención a la izquierda y las exigencias de Vox por la derecha. Vox crece en número de diputados pero decrece en influencia. Muestra más potencia electoral pero ningún potencial de gobierno ni de veto o chantaje. A priori parece perjudicarle, pero le beneficia más que verse obligado a forzar una disputa cainita con escasas bazas. El resultado le permite un repliegue; se agazapa. El PP es el primer partido en todas las provincias. No hay mayor muestra de transversalidad. El barón por accidente se convierte, con la exitosa reválida, en el primus inter pares. Andalucía cierra el ciclo de Sánchez. El PSOE enciende otra alerta y no es la antifascista.
Javier Redondo es profesor de Política y Gobierno de la Universidad Francisco de Vitoria y coautor, junto con Manuel Álvarez Tardío, de Podemos. Cuando lo nuevo se hace viejo (Tecnos, 2019).