Andalucía, una noción

Ortega anduvo por aquí y trenzó su propia teoría perspectivista en la que decía que de todas las regiones españolas, Andalucía era la que tenía una cultura más radicalmente suya y que gracias a esa certeza los andaluces no habían tenido nunca que imponerla mediante la fuerza, sino mediante la seducción: así que todos los pueblos que la conquistaron terminaron por someterse a quienes creían someter. Llegaban como invasores y terminaban convertidos en andaluces. Por ahí abundaba José María Pemán en su enfático La eternamente vencedora, libro en el que esencializaba unos rasgos perdurables desde Tartessos: «Una condición pacífica, algo irónica y desengañada que son la clave de su civilización», si bien decía además que al haberse dejado penetrar Andalucía por tantos pueblos a los que luego derrotaba espiritualmente –una especie de mantis religiosa– fue superponiendo tantos estratos estilísticos que el resultado rechaza las generalizaciones abstractas y las temerarias definiciones.

Ortega por su parte decía que sólo se puede ser andaluz en Andalucía, dado que «ser andaluz es convivir con la tierra andaluza, responder a sus gracias cósmicas, ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas». Por experiencia propia no creo que se pueda estar más equivocado: la única manera de sentirse andaluz de verdad –me voy a permitir ser exagerado, tópico andaluz donde los haya– es estar lejos de Andalucía, ponerse en estado «echar de menos», operar por comparación, padecer las lluvias de Londres y acordarse de lo bien que se estará en Cádiz, en Huelva; morirse de frío en Chicago y decirse: ah, Sevilla, ah, Málaga. No se puede expresar mejor que como lo hiciera Luis Cernuda al preguntarse, desde lejos, por su palabra favorita: –¿Qué Palabra es la que más te gusta?/ –¿Una palabra? ¿Tan sólo una?/¿Y quién responde a esa pregunta?/ –La prefieres por su sonido?/ –Por lo callado de su ritmo,/ Que deja un eco cuando se ha dicho./ –¿O la prefieres por lo que expresa?/ –Por lo que en ella tiembla,/ Hiriendo el pecho como saeta./ –Esa palabra dímela tú./ –Esa palabra es: andaluz.

Andalucía, una nociónHablaba en aquel texto Ortega «del ideal vegetativo» del andaluz, lo que el tópico transformaba en «holgazanería», «dejadez», «lentitud», que para Ortega no debían en ningún caso tomarse como defectos sino como señas de identidad de una sabiduría milenaria, cocida lentamente con los ingredientes de muchas culturas distintas que fueron adaptándose y colaborando para acabar pariendo «lo andaluz». De ahí nuestra esencial condición paradójica: la mezcla constante fue la única manera de conseguir algo de la pureza de «lo andaluz».

Naturalmente a los andalucistas –que los hay aún, y parece que van a multiplicarse de aquí a nada– la Teoría de Ortega, además de una colección de cursiladas, les parece un ataque que trata de esconder, en su espesura de citas y su prosa de brillantina, un desprecio bien disfrazado de halago: debe parecerles, en efecto, que no hay concepto superior al de nación. Pero sí lo hay, y es fácil dar con él, a poco que a uno le guste jugar con las palabras: Andalucía, para Ortega, es una noción.

En cualquier caso, sin ser andaluz, operaba ahí Ortega como operaron los impresionistas, que volvieron definición lo que había nacido ejerciendo como insulto. Cuando empezaron a llamarles impresionistas para rebajarles las ambiciones, ellos se reconocieron como impresionistas y parece indudable que hicieron bien transformando el ataque en seña de identidad con la que reconocerse. A eso invitaba Ortega extraordinariamente: le susurraba a los andaluces que allí donde el tópico les afeara sus tendencias a la pereza o el «qué más da», adoptaran esos signos de identidad como orgulloso modo de estar en la vida, de manejarse por ella sin ansia, a sabiendas de que no hay meta más alta que el gozo. Que se tomaran estas impresiones como poco menos que una especie de ley sustancial empobrecía la naturaleza del texto de Ortega, volvía su defensa de «lo andaluz» en un ataque a Andalucía, sobre todo para quienes se tomaban esas licencias como una explicación que, en el fondo, daba por bueno todo aquello que subrayaba lo defectuoso de nuestro carácter, los estereotipos que nos volvían campeones de la vagancia, empedernidos adoradores de la fiesta. Hay quien trató de xenófobo a Ortega por buscarle explicación –demasiado lírica quizá– a un tópico que, ciertamente, nos hizo mucho mal pero que, como cualquier tópico –lo propio de un lugar– se limitaba a exagerar una condición. La descripción de los caracteres nacionales ha sido siempre un deporte de riesgo al que eran muy dados algunos escritores –Baroja está lleno de frases así: «Los alemanes son…», «usted, como francesa que es…». A Pla tampoco se le daba mal estrujar individuos para conseguir unas gotitas de «esencia nacional». Pero por muchas horas que hayas perdido esperando que llegaran trenes ingleses –contra la famosa puntualidad británica– no hay tópico que no tome su asiento en una realidad contrastada, por mucho que muchos individuos y hechos concretos la desdigan. Es comprensible que moleste, sobre todo si durante años has oído a tu padre levantarse a las cinco de la mañana para ir a trabajar, pero me parece muy sabio el hallazgo de Ortega, aunque sea por aquello que decía Gide: «Aquello que te critiquen cultívalo, porque eso eres tú».

Que Andalucía es noción y nunca ha pretendido rebajarse a ser nación o cosa parecida se puede ver hasta en la letra del himno oficial, una bobada escrita por Blas Infante, en la que no se teme nombrar ni a España ni a la humanidad: «Sean por Andalucía libres, España y la humanidad». Y también se lanza este espantajo: «Los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos, hombres de luz que a los hombres, alma de hombres les dimos». Desde que lo aprendí de niño estoy preguntándome qué querrá decir la estrofa, no sé si porque es demasiado hermética o porque de veras no dice nada que merezca comprenderse. Creo que más hondo –un adjetivo muy andaluz– fue Luis Cernuda: «Sombra hecha de luz/ Que templando repele/ Es fuego con nieve/ El andaluz». Pero se incide aquí en otro de los estereotipos que pesan sobre lo andaluz: el orgullo de serlo, «narcisismo colectivo» decía Ortega, un orgullo que raya de tal modo en la exageración que acaba mordiéndose la cola y a menudo se vuelve parodia, lo que está bien porque la parodia es un sabio mecanismo de homenaje que rebaja aquello a lo que homenajea. No habrá cosa más tonta que sentirse orgulloso de nacer en un lugar cualquiera porque lo que ahí canta es sin más la belleza del mundo y su enigma, y tanto vale que esa belleza y ese enigma la descubramos y nos familiaricemos con ella en San Petersburgo que en La Habana. De ahí que sea imposible un nacionalismo andaluz: para qué, si se va a ser andaluz todo el que venga y se contagie. Lo andaluz es un virus. También es verdad que quien venga a imponer otro modo, lo lleva claro: tenemos a los míticos garrochistas de Bailén para decirle que no a Napoleón –aunque todos sabemos que son eso, un mito.

Lo que sí cabe criticar es que ese orgullo –más exterior que profundo– apenas se acompañe de una defensa de lo que heredamos, lo que a menudo dejamos marchitar sin que la memoria se sienta concernida. Y así dejamos que se ahoguen en el olvido tantos nombres gracias a los que somos noción, y no reclamamos lo que pasó aquí antes que en ningún sitio: la modernidad entró por Cataluña, se ha dicho millón de veces, y hemos tragado mucha gauche divine por no reivindicar nuestra Costa del Sol, en la que en los años 50 la libertad llegaba en barco donde varios idiomas se disputaban las mejores vistas. Por no hablar de música: como si la modernidad fuera la movida madrileña, de veras, cuando ya en 1968 estaban los Smash. Pienso en el gigantesco Fernando Quiñones, apenas leído hoy, aunque sea casi inverosímil que un nombre como el suyo no figure entre los autores esenciales de nuestra narrativa. Andalucía tuvo modernidad a pesar de los andaluces, esa es la verdad, bien demostrada en una exposición de Mariano Navarro de 2002. Noción es un concepto eminentemente cultural: su pureza, repito, consiste en una incansable capacidad para las mezclas. Es el arte de mezclarse adaptando el modo de vida para producir así, contra todo folklorismo barato, un ser particular que la teoría de Ortega, entre algunas sandeces, acertaba a pintar como una política que prefiriera no tener mucho en el «debe» antes que tener de sobra en el «haber». Y es ahí donde el orgullo narcisista suele chocar con ese «dejémoslo estar» o el «ya veremos» que tan a menudo nos caracteriza –no hará ni falta recordar que hemos sido la única región de Europa en aguantar, no sólo estoicamente sino casi con algarabía, un gobierno del mismo signo durante 40 años, a pesar de las muchas evidencias de compadreo y latrocinio que teníamos. Un decepcionante «es lo que hay» lo dejaba todo en un impasse que, como todo, también terminó pasando.

Andalucía niega tres veces para decir que sí: no ni ná. Ese debería ser nuestro eslogan, un sí hecho de negaciones. Pero por no dejar que ningún andaluz nos defina o cante nuestro modo de ser «noción», cedámosle el remate a un argentino. Borges. El sí que escribió un himno a/de/para y por la diversa Andalucía:

Cuántas cosas. Lucano que amoneda
el verso y aquel otro la sentencia.
La mezquita y el arco. La cadencia
del agua del Islam en la alameda.
Los toros de la tarde. La bravía
música que también es delicada.
La buena tradición de no hacer nada.
Los cabalistas de la judería.
Rafael de la noche y de las largas
mesas de la amistad. Góngora de oro.
De las Indias el ávido tesoro.
Las naves, los aceros, las adargas.
Cuántas voces y cuánta bizarría
y una sola palabra. Andalucía.

Juan Bonilla es escritor.

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