Andreotti en casa Dante

Hace unos años, mientras era juzgado en Italia por sus relaciones con la mafia, Giulio Andreotti se reunía todos los domingos con un grupo de estudios os en la Casa de Dante en Roma. Invitaban a un profesor universitario distinto cada domingo y juntos leían un canto de la La Divina Comedia. Luego, lo comentaban y se iban a casa más eruditos que antes en lo dantesco, adjetivo que no designa un incendio ni una catástrofe por mucho que el periodismo se empeñe y nosotros lo creamos. La imagen de todos leyendo al unísono según qué cantos –en Inferno hay donde elegir– debía de parecer la escena previa de la orgía en Eyes Wide Shut.

Pero al acabar él no se movía de la Casa de Dante. Andreotti se quedaba a trabajar un par de horas en una de sus salas. No sabemos si tutelaba su trabajo con algún terceto de Inferno, pero sí que la erudición, en su caso, era un adorno aforístico destinado a deslumbrar al periodista de turno. Todas las pasiones de la política están en Shakespeare, pero en Dante están sus consecuencias ulteriores, esas en las que los políticos –y en general los devotos del poder– no suelen creer. Luego, se iba a jugar a las cartas con algunos amigos: ¿un par de cardenales?, ¿compañeros de colegio?, ¿hombres de mirada tor va y guardaespaldas? ¿O quizá todos juntos y en el tapete de hule, una reproducción de la Ciudad Eterna? No lo sabemos. Al llegar a casa, puntual como la métrica de Alighieri, Andreotti se encontraba la cena servida en el comedor y a su mujer esperándole con una sonrisa. Una sonrisa que tantos años juntos habían convertido en especular de la de su marido, tan inexpresiva que podía expresar cualquier cosa.

En La Divina Comedia es Virgilio quien guía a Dante en su viaje, y Andreotti ha sido el Virgilio de Italia. Lo ha sido al menos de su derecha política desde que acabó la II Guerra Mundial y Curzio Malaparte cantó el infierno italiano en la novela La Piel. De ese infierno surge Giulio Andreotti para no desaparecer nunca: él había venido a maquillarlo en un refinado ejercicio de doble moral. Pero hablábamos de

La piel, y la piel de Andreotti era suave como los modos vaticanos, pero el contacto con el mal –el humus del poder no es el bien– la convirtió por debajo en la de un cocodrilo, es decir, en la de un superviviente del Eoceno, más de 50 millones de años, para entendernos. Andreotti ha vivido 94, aunque a partir de su enjuiciamiento fue esfumándose discretamente entre las mamparas y los pasillos del Quirinale –sede de la presidencia de la República– y del palazzo Madama –sede del Senado, donde tenía un sillón vitalicio–. El sfumato es una técnica de la pintura italiana desde los tiempos del Renacimiento.

Si la política es el arte de lo posible, hay que reconocer que Andreotti fue un gran artista y alguien de una inteligencia desmesurada. Pero ni una cosa ni otra son motivo de deslumbramiento: la bondad de las cosas no está en las cosas mismas, sino en su uso y destino. Y a la figura de Andreotti le acompañaba una sombra surgida de otra parte de La Divina Comedia: sospecho que de Paradiso. Esa sombra era Aldo Moro. O mejor: las semanas de espera durante su secuestro, la negación del Gobierno Andreotti a la negociación para salvar a su compañero de partido, y la imagen de su cadáver, el gesto plácido y la mano tendida –hasta los cadáveres a veces adoptan posturas simbólicas– en la maleta de un 4-L.

A Aldo Moro lo secuestraron y asesinaron las Brigadas Rojas, pero desde el primer momento todas las miradas se fijaron en Andreotti. ¿Qué haría Il Divo? Eran los tiempos del aristócrata comunista Enrico Berlinguer y el compromiso histórico, del que Moro era partidario y Andreotti no. Los partidos comunistas europeos aún eran estalinistas y algunos —Francia o Portugal, por ejemplo— no dejarían de serlo. El espíritu de la Guerra Fría seguía moviendo las piezas del tablero. La extrema izquierda empantanaba de sangre las calles de Europa –Baader Meinhoff en Alemania, IRA en Reino Unido, ETA en España, Brigate Rosse en Italia– y la extrema derecha colocaba bombas en una estación o asesinaba –como en España– en Montejurra o al final de algunas manifestaciones callejeras. Una época, mediados los 70, mucho peor que ésta en cuanto a convulsión, a la que sin embargo se sobrevivió. Andreotti fue uno de los ejes sobre los que pivotó esa época, que en política tuvo un aire de Purgatorio.

Sin más noticias de Aldo Moro que su foto delante de una bandera revolucionaria, Andreotti se negó a cualquier negociación y Berlinguer hizo lo mismo. Era la fortaleza del Estado defendiéndose del enemigo, pero la familia de Moro nunca le perdonó su actitud, que sin duda le beneficiaba personalmente. Desde entonces el cadáver de Moro fue la sombra de Andreotti, pero en política suele confiarse en dos aliados: el olvido de la ciudadanía y el escándalo siguiente. Para el político Andreotti eso eran artilugios baratos, pero no los despreciaba. En beneficio propio, Andreotti no despreciaba ni el vuelo de una mosca: él era el Estado, aunque, de haber cometido el error de reconocerlo, lo habría hecho con «e» minúscula, porque las mayúsculas le importunaban en sus objetivos.

Y Moro fue olvidándose, y Andreotti sonriendo tras sus gafas king-size. Los domingos leía a Dante en voz alta y luego se iba a jugar a las cartas con sus amigos. Llegó el juicio y un testigo dijo que lo había visto besarse con el gran capo Totò Riina: fuera o no cierto, no le sorprendió a nadie. Pero poco tiempo después –y en ese tiempo murieron asesinados Dalla Chiesa y Falcone– la gran pantalla de Berlusconi acabó ocupando tanto espacio que apenas nada de todo aquello iba a recordarse en el frenético baile de dinero nuevo, corrupción vieja y bunga-bunga. Italia ya era otra sin dejar de ser la misma, y Andreotti, una sombra silenciosa sin dejar de ser él mismo: manos a la espalda y gran cabeza entre los hombros. Al morir pensé que más de la mitad de españoles no sabrían ni quién era. Como Ruby la turgente, que tampoco.

José Carlos Llop, escritor.

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