Ángeles y demonios

El hombre maltrata, agrede, secuestra y viola. Se comporta como un vándalo. Goza con la desgracia ajena. Practica la violencia más brutal o el sufrimiento más cruel contra sus semejantes. El hombre tortura. Los atentados. El terrorismo. El hombre mata al hombre. El mal. La maldad. Hay malvados que, a la manera del Raskolnikov de Crimen y castigo de Fiódor Dostoievski, muestran sentimientos humanos. Los hay que muestran indiferencia como el criminal en serie con destino en Auschwitz que, por la noche, escucha un solo de violín tocado por un preso judío cuyos compañeros han sido gaseados durante la mañana siguiendo las órdenes del malhechor. Y los hay que sucumben a la atracción del mal. Lo cuenta Claudio Magris en uno de sus artículos en Corriere della Sera: la esposa de un criminal de Dachau -un médico que experimenta con los prisioneros del lager- reivindica el trabajo del esposo en una misiva dirigida a Heinrich Himmler -el Reichsführer había felicitado al facultativo por su celo profesional regalándole una caja de chocolatinas- criticando al médico antecesor por haber trabajado con «demasiados límites y demasiada compasión». Sí, hay ejemplos de la vida cotidiana que responden a lo dicho.

Pregunta: ¿a qué obedece el comportamiento -también, la mentalidad- agresivo y destructivo del hombre? ¿Por qué el mal y la maldad? ¿Quizá -siguiendo a Sigmund Freud- la agresividad y la maldad son elementos constitutivos del hombre? ¿Acaso el hombre -otra vez Fiódor Dostoievski- es el Gran Inquisidor? Para Konrad Lorenz, la agresividad es un instinto fundamental en las relaciones humanas que contribuye a la conservación de la especie al regular el conflicto. Tesis que acepta el primatólogo y etólogo Frans de Waal cuando sostiene que la violencia forma parte de la carta de conductas del ser humano. Y Erich Fromm advierte que la agresividad destructiva es un fenómeno humano que, aunque proceda de una disposición fisiológica, se desencadena ante determinados estímulos.

Por su parte, la indispensable Hanna Arendt acuña la expresión «banalidad del mal» para referirse -el mal absoluto- al exterminio nazi. Adolph Eichmann no era un «monstruo», ni «constituía un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insania moral», ni «constituía un caso de anormal odio hacia los judíos, ni un fanático antisemita, ni tampoco un fanático de cualquier otra doctrina», ni «un débil mental, ni un cínico, ni un doctrinario». Prosigue: no se admitió la «simplísima verdad» que «en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, solo los seres “excepcionales” podían reaccionar “normalmente”». Y no se admitió que «una persona “normal” fuese totalmente incapaz de distinguir el bien del mal». En definitiva, Adolph Eichmann «siempre había sido un ciudadano fiel cumplidor de las leyes; y las órdenes de Hitler, que él cumplió con todo celo, tenían fuerza de ley en el Tercer Reich». Concluye: «una rutina cotidiana, con sus buenos y malos momentos» y un personaje que nunca fue «atormentado por problemas de conciencia». Remata: «hubo muchos hombres como él, y estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siéndolo, terroríficamente normales». Y en eso estamos y ahí seguimos.

Llegados a este punto -instintos, disposición fisiológica, estímulos, banalización del mal, cumplimiento de órdenes, deshumanización- surge la pregunta que planteó Philip Zimbardo (El efecto Lucifer. El porqué de la maldad, 2008): ¿cómo se explica el efecto Lucifer que consigue que las personas buenas hagan el mal actuando deliberadamente de forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes o se use la autoridad y el poder para alentar que otros obren así en su nombre? Nuestro psicólogo social, en el denominado «experimento de Stanford» o «cárcel de Stanford» (1971), encuentra una respuesta. En síntesis: jóvenes sanos y normales sucumben al contexto, pierden la frontera que distingue el bien del mal, y acaban convirtiéndose en unos seres malvados que llegan a torturar. Nada nuevo si tenemos en cuenta el pionero «experimento de Milgram» (1963) en que el psicólogo social Stanley Milgram mostró la obediencia a la autoridad del ser humano: el 65% de los participantes infligió el daño máximo -corriente eléctrica en este caso- a las víctimas del experimento.

La experiencia y los estudios científicos muestran que los seres humanos -para ser más exactos, una parte de los mismos-, además de bondadosos y generosos, también pueden ser malvados y egoístas. Ángeles y demonios condicionados por el instinto -¿en qué medida la genética modula nuestro comportamiento?- de Konrad Lorenz, la disposición fisiológica de Erich Fromm, la banalización del mal y la normalidad terrorífica de Hannah Arendt o las variables y fuerzas situacionales de Philip Zimbardo a los que nos referíamos antes. ¿Cómo nos comportaríamos en determinadas situaciones en las que nunca hemos estado antes? ¿Resistiríamos la presión o el estímulo -o el interés, quien sabe- de hacer lo intolerable e incalificable a nuestros congéneres? ¿Podríamos considerar, incluso, que nuestra conducta dañina es respetable y razonable dada la situación o las alternativas existentes? ¿Quizá minimizaríamos y justificaríamos nuestros actos inconcebibles y repudiables comparándolos con los del otro? ¿Acaso argüiríamos que la víctima se merece el castigo que le hemos infligido sea cual sea el grado de su dureza? ¿Qué ética ad hoc seríamos capaces de elaborar y formular para legalizar moralmente nuestro comportamiento? ¿Negaríamos el daño ocasionado? ¿Cómo interpretaríamos las críticas o silencios frente a nuestro comportamiento?

Y ya que hablamos de los testigos silenciosos del mal conviene recordar -de ángeles y demonios otra vez- que también existe la maldad por indiferencia o desinterés u omisión. El individuo o multitud que oye pero no escucha, y mira pero no ve, también tiene su grado de responsabilidad. «¿Por qué nadie me dijo nada cuando empecé a maltratar a la gente? Cada vez me pasaba más, pero nadie decía nada. ¿Por qué?», afirma unos de los participantes en el «experimento de Stanford» de Phlip Zimbardo. Buena pregunta, ¿por qué? Veamos. ¿La influencia del ambiente? ¿El temor a la opinión del otro o el miedo al poder? ¿El interés? ¿El sometimiento voluntario? ¿La irreflexión? ¿La desconexión moral sin más? ¿Una suerte de anarquismo moral que todo lo relativiza? ¿La consolidación de la fase fractal de los valores? ¿El abandono de lo moral? ¿Una suerte de rousseaunismo ingenuo que todavía confía en la redención del individuo corrompido por la sociedad? ¿El individualismo patológico? ¿Un mecanismo de defensa para huir de la realidad compartimentando la existencia? ¿La disonancia cognitiva que tolera o justifica lo intolerable e injustificable? ¿La deshumanización? ¿La erótica de la maldad?

En cualquier caso, una espiral del silencio de consecuencias perversas. El mal que no cesa. La esperanza: en Los ángeles que llevamos dentro, Steven Pinker señala que la violencia -gracias al individualismo, el cosmopolitismo, la razón y el comercio- disminuye en el mundo.

Dice Satanás en El paraíso perdido de John Milton: «Vale más reinar en el infierno que servir en el cielo». Y Edmund Burke responde: «Lo único que hace falta para que el mal triunfe es que los hombres buenos no hagan nada». Ángeles y demonios.

Miquel Porta Perales es articulista y escritor.

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