Animales normales

Soy gallego. Así, sin avisar. De Salamanca (luego lo explico). Nací en Galicia, en una aldea de Orense llamada Pazos Hermos que debe de tener unos veinte habitantes. Nací allí porque mi madre es gallega y las gallegas son muy de que sus hijos nazcan donde ellas quieran. Mis padres vivían en Móstoles, un lugar del que no se hacen postales, y mi madre fue a Orense a dar a luz, como había hecho dos años antes con mi hermana. Aclaro que escribo Orense porque así lo aprendí de mi familia; en gallego diría Ourense, como cuando leo a Rosalía, a Castelao o a Cunqueiro. Recuerdo cómo en aquellos años se ponía un poco de pintura en los carteles de la carretera para hacer de la O una U y cómo, con pintura negra (lo que dan de sí los colores), se añadía otra O al inicio, para ourensizar la cosa. Y cómo mis tíos decían: «Bobadas» (igual que, al hablar en gallego –es decir, constantemente–, decían Ourense, como decían muller, neno o viño). En fin, recuerdos.

Luego mis padres se fueron a Salamanca (con mi hermana y conmigo, todo un detalle), donde viví de los dos a los treinta y pico. Soy, por tanto, de Salamanca, una ciudad hecha de frío y piedra donde cometí algunos errores y tuve algunos aciertos (los aciertos también deberían cometerse). Allí me hice niño, adolescente y lo que venga luego. Allí nació mi hermano. Allí estudié lo menos que pude, de párvulos a la licenciatura. Así que soy de Salamanca porque allí me ilusioné y allí me desengañé, allí rodé mis cortos con mis amigos y allí aprendí a amar el aire gélido del Tormes, que se te mete en los huesos y te prepara para la vida, que ya sólo va a mejor.

Mientras tanto, pasaron algunas cosas. Mi padre se murió, por ejemplo. Mi padre era de Alcañiz, que es un pueblo de Teruel donde ahora corren las motos. En Semana Santa se toca el tambor, como en la Calanda de Buñuel, pero yo reivindico Alcañiz porque me da la gana y porque es el único pueblo del Bajo Aragón donde se toca sólo el tambor y no el bombo. (Yo mismo toqué algunas veces vestido de superhéroe egipcio, con un azul brillante que sólo se ve en algunas discotecas, aporreando la piel tensa de forma legal, el sueño de un niño). La cosa se complica. Mi madre se enamoró de un catalán que es una de las mejores personas que he conocido. Y se fueron a vivir a Llavaneras, que es donde viven los jugadores del Barça (pero ellos en urbanizaciones con perro). El mar queda a dos kilómetros de casa: un paseo. Mi mujer –por si alguien se lo pregunta– es vasca. De Bilbao Bilbao. Creció en Pamplona, para enredar las cosas, y vivió muchos años en Barcelona. Vivía allí, por ejemplo, cuando nos conocimos en Alcalá de Henares. Un lío.

Vivo en Madrid desde que hice mi primera película, que preparé en Salamanca y rodé entre Madrid y La Coruña (alguien vendrá con pintura blanca a quitar esa L), con una productora madrileña y otra gallega. Madrid es una ciudad apresurada, invivible, vibrante, que a los de provincias nos da miedo hasta que descubrimos que no es de nadie. El Retiro es de quien vaya. La Almudena es de quien la quiera (casi nadie). Y los Austrias son de los Austrias (que ya no están, así que nada). La gente te habla porque sí y hay una energía especial que elude procedencias, lo que te deja un montón de tiempo para hacer cosas.

Animales normalesCon el tiempo he rodado más películas y he producido otro par. En Barcelona casi siempre. Mi casa. Con una productora fundada por un canario. Paso la mitad del año allí, más o menos. Desde hace años. Más los ratos de Llavaneras, casi treinta años de ratos. La vida por fuera es normal. Por dentro, abundan los clamores y los silencios. Hay un boquete invisible del que nadie habla. Un cráter. Fuera de él, la cosa es ir al trabajo. O buscarlo. O tratar de no perderlo. Un poco como en Salamanca. Un poco como en Galicia. Un poco como en Canarias. En Salamanca –recuerdo– había un tren que iba al norte. Lo quitaron. No había autovía a Madrid. La pusieron hace poco. Y en general, que yo recuerde, no sobraba de nada. Se me ha olvidado contar que a veces iba a Pendueles (que está en Asturias, cerca de Llanes) en verano, a aprender inglés en una casona con otros chavales. Todo era parecido. Llovía más. También he olvidado contar que aprendí otro poco de inglés (y algo de italiano) en Cambridge. También llovía. Vivía con una familia que me daba de comer lo mínimo para ganar algo, lo que me parecía muy bien porque me pasaba el día en bicicleta sobre la hierba y no tenía tiempo ni ganas de quejarme de nada. También he olvidado contar que me pagué mis primeros cortos en Super-8 trabajando en Andalucía, pesando camiones de girasol y descargándolos con pala.

Lo que quiero decir –creo– es que me he cruzado con gente. Que he respetado mucho a quienes afrontaban el día sin queja. Que no he conocido a nadie que no fuera peor o mejor por sí mismo y no por su cuna o por donde su cuna estuviera. No tengo lecciones que dar a nadie. Podría haber nacido en la India o en Georgia. Algo habría aprendido, espero. Creo tanto en la solidaridad como en la responsabilidad personal, que hacen al hombre generoso (por un lado) y justo y dueño de su vida (por el otro). No creo en el niño que, rodeado de juguetes, se cree malparado. No creo en ningún lugar, salvo que conecte con el centro de la Tierra y llene la montaña de magia: creo en las personas. De una en una. No en las muchedumbres, aunque me den la razón. Aunque me den gustito. Creo en el discernimiento. Creo en mi propia culpa. Creo en la equivalencia igualitaria. Creo que mi vida es el resultado de mis actos, no de los de un monstruo externo. Creo en la gente adulta.

Me dicen que en Pazos Hermos viven hoy veinticinco personas. Otras dieciocho o veinte se acercan a ratos sueltos. A pasar el fin de semana. O por vacaciones. Hay también unas cuantas gallinas, catorce perros, diez cerdos y una yegua. Animales parecidos a los de otros sitios, me dicen. Animales normales.

Rodrigo Cortés es cineasta y escritor.

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