Animalistas e hipocresía

Escribió Galdos en unos de sus Episodios nacionales que la vida no es otra cosa que una sucesión de anécdotas. Hace años en un debate parlamentario, primeros acelerones del animalismo político, se hablaba de los toros y en mi intervención incluí un argumento y una cita. El argumento: esa misma progresía que aúlla contra la fiesta nacional y envuelve su desmesura en la defensa de la vida del toro de lidia, apuesta por el aborto libre condenando seres indefensos a la muerte. La cita era de Ortega, uno de los ilustres tratadistas de la tauromaquia como elemento significado de la cultura nacional. Lo anecdótico fue que aclare a la bancada adversa que al citar a Ortega no me refería a un torero entonces de moda sino al filósofo. Hubo dudas… El argumento todavía circula en internet y la anécdota de la cita se olvidó de inmediato.

El animalismo antitaurino visceral y nada pacífico se une a una creciente acometida anticatólica, ridícula a veces y siempre desbordada, a atentados contra los símbolos de España, incluidos quema de banderas nacionales y fotografías del Rey, y conforman una ofensiva coincidente y nada casual contra lo que supone sentimiento nacional y representación de la unidad de la nación.

El Parlamento catalán prohibió en 2010 las corridas de toros; ese delicado político que es Tardá ha declarado: «Los toros no volverán a Cataluña a no ser que vengan con la Legión». Que no se inquiete el incontinente diputado; bastará con el fallo del Tribunal Constitucional. En Cataluña se mantienen festejos taurinos como los «correbous», tradicionales en Tarragona, en los que se maltrata a los toros, y cuya prohibición hubiese supuesto un indudable coste político. Este diferente trato es una muestra más de hipocresía de los políticos catalanes. Los «corrrebous» tienen diversos formatos: toros de fuego, en los que las antorchas alquitranadas atadas a los cuernos queman los ojos, el morro y el cuerpo del animal; toros ensogados, con graves desgarros en el cuello; toros del mar, perseguidos hasta el muelle que acaban frecuentemente ahogados. Los animalistas, pese a criticar los «correbous», los aceptan. Otra hipocresía.

Hace muchos años, en los sesenta, cuando escribía asiduamente en el desaparecido «Diario Regional» de Valladolid, publiqué un artículo –«El negro toro de la pena»– sobre el festejo del llamado Toro de la Vega –ahora Toro de la Peña– que ha sucumbido probablemente porque se celebraba en Castilla y no en Cataluña. Una tradición tordesillana que llega desde los tiempos de la Reina Juana, declarada Fiesta de Interés Turístico Internacional, parece menos respetable que los «correbous» tarraconenses.

Los «pacifistas» del animalismo saben en dónde manifestar sus fervores. No se movilizan contra la práctica de degollar públicamente miles de corderos en la tradicional festividad musulmana. Tampoco quienes atentan contra templos católicos, vestidos o desnudos –«arderéis como en el treinta y seis»–, tienen cuajo para atacar mezquitas con creyentes dispuestos a defenderse y señoras en burka, desde un anticatolicismo de niños pijos convertidos en activistas, como acompañamiento del paso de la caspa a la casta de un partido con muchas etiquetas y no pocas contradicciones.

La ofensiva de los animalistas antitaurinos contra las corridas de toros, que les lleva a violencias como manchar en las redes sociales la memoria de un torero muerto en la plaza, insultando a su madre y a su viuda, o tildar de asesinos a los aficionados, va más allá de la supuesta defensa del toro de lidia, que no existiría sin la fiesta. El carácter tradicional e identitario hispánico de las corridas de toros es lo que mueve esta irracional persecución en un capítulo más de esa rampante corriente disgregadora de España que, hoy por hoy, no encuentra enfrente sino inexplicable templanza, paciencia franciscana y, en el fondo, buenismo suicida.

El animalismo antitaurino más o menos violento, convertido en disfraz político, debe responderse con la lógica desde el conjunto de los españoles, sean taurinos o no. Quienes no quieran acudir a las plazas que no lo hagan pero que respeten a quienes decidan hacerlo. No soy un sostenido aficionado a los toros, pero la defensa de la libertad de asistir a la fiesta nacional, o a cualquier otra, forma parte inseparable de la defensa del conjunto de las libertades de los españoles.

Juan Van-Halen, escritor.

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