Animalitos

Querido J:

El jueves por la noche estuvimos el célebre poeta Gimferrer y yo presentando en Barcelona Tauroética, el último libro de Fernando Savater. Es cosa curiosa, aunque perfectamente barcelonesa, que la convocatoria fuera clandestina y que, en consecuencia, no hubiese más de cuatro toritos en el ruedo. Más gracia tiene, respecto a la invisibilidad, que el ruedo estuviese en la plaza de Cataluña, en un lugar llamado Fnac, que no sé si estaba cuando te fuiste. Y, en fin, el vacío desbordó cualquier previsión si se tiene en cuenta que el Parlamento de Cataluña, en una más de sus célebres sesiones ignominiosas, acababa de legalizar, por catalana, las orgías del macho vacuno castrado. Es que resulta difícil entender a los taurinos catalanes. Pásese que no vayan a los toros. ¿Pero tampoco van a hablar de toros? En cualquier caso, yo lo pasé de perlas hablando del libro del maestro.

Para empezar, está su punto de vista. Cuenta que el apasionado músico José Bergamín le reprochaba: «A ti sólo te gustan las buenas corridas». Era un modo de decirle que no era un aficionado pata negra. Un curioso modo, sea dicho de paso, que implica que un aficionado al fútbol no debiera perderse un Numancia/Constancia, que un lector de periódicos tuviera que leer prensa catalana o que un aficionado al cine estuviera obligado al culebrón. ¡A Savater, como tonto, sólo le gustan las buenas corridas! La frase, sin embargo, advierte sobre la falta de fanatismo de su mirada, que tanto contribuye al tono sobrio y elegante del ensayo. El punto de vista, en cualquier caso, no es la única nobleza. Está la escritura de Savater, cada vez más matizada, que guarda como pocas en España las justas proporciones de ideas, claridad, ironía, humor y atrevimiento: y valga como prueba la obra maestra de su pregón en la Maestranza, con la escena del estrábico niño Fernando a punto de ser empitonado por el toro de la muerte y milagrosamente rescatado de ella por dos hombres... a caballo.

El tema de Tauroética (rastreo el vocablo hasta llegar a un Pepe Malasombra, mexicano) es la relación del hombre con los animales. Difícil asunto. Y se explica muy precisamente por qué: respecto al hombre, el animal es aquello que es y no es. El asunto puedo apreciarlo en toda su dimensión, ahora que vuela por la casa, a punto de morir, la última mosca del verano y concedo mirándola que los dos tenemos un antepasado común. No es fácil relacionarse con la familia. Nuestro filósofo combate la humanización del animal; es decir la estrategia sentimental que consiste en proyectar sobre él categorías humanas.

Sobre esa humanización hay páginas importantes en un libro de Michael Gazzaniga. Dice un párrafo de ¿Qué nos hace humanos?: «Es como si no quisiéramos estar solos ahí arriba, en la cúspide de la cadena cognitiva, en nuestra condición de seres más listos que hay sobre la Tierra. Queremos ver a nuestro perro encandilarnos y apelar a nuestras emociones; nos imaginamos que él también puede sentir compasión, amor, odio y todo lo demás. Somos algo muy grande, y esto nos asusta un poco». Y aún lo dice allí mismo, más concisamente, un pensador Holmes, entrenador de border collies: «Un perro no es 'casi humano', y no sé de peor insulto a la raza canina que describirlo como tal». Muy cerca de él se pone también José Luis Pardo, citado por Savater, cuando se opone a la concesión de derechos a los animales: «Este no dejarles ser lo que son». Desde estos lugares de razón es fácil observar la pánfila histeria de los que llaman tortura a la lidia del animal, análoga, como subraya Savater, a los que llaman asesinato al aborto. Si en la plaza hay tortura, o cualquier otra forma de degradación moral, será del hombre sobre el hombre. ¡Como es natural! En la proyección de las categorías humanas Savater no incluye al dolor. Durante la charla, sin embargo, quiso matizar que el animal «padece, pero no sufre». La cuestión es, para hacer una paráfrasis del neurocientífico Ramachandran, si puede sentir dolor algo que no sabe si siente. O bien: si puede sentir dolor algo que no sabe que lo causa. En fin, problemas de conciencia.

Como cualquier taurino, circunstancial o pata negra, Savater no ve la sangre en la plaza. Aunque se pone en el lugar de ciertos espíritus: «Es comprensible que muchas mentalidades estrictamente realistas, sensibles a la evidencia fáctica de la sangre y cerradas a dimensiones simbólicas de atavismo desasosegante, se sientan repelidas por ellas». Pero no acepta que funden sobre su repulsión individual «una moral cívica». Savater sólo ve en el albero la eterna danza de la muerte y la vida. Este párrafo que cierra su ensayo: «Quizá mañana prevalezca la sensibilidad que ahora expresan [los antitaurinos] -muchos indicios lo señalan-, pero ello no nos mejorará moralmente, sino que sólo desplazará nuestro eterno conflicto con la naturaleza a otros campos de liza».

Ya conoces en este punto mis explicaciones: a diferencia de lo que ocurre con la Semana Santa, no siempre el placer puede estar asociado con el Simpecado. Puede discutirse que los toros, como el foie cebado o las señoritas de Aviñó, sean metáfora de nada. Pero, ay, el placer. Ojalá pudiera ir a la plaza como un cofrade, que reúne en su paso tambaleante la alucinación y la respetabilidad. Yo voy a los toros cargado de mala conciencia, como un toro cojo. Lo mejor que se puede decir de mí es lo que dijo Ferlosio de aquel que la bronca general de Las Ventas pretendía devolver al corral: «¡Dejadle, es su forma de andar!».

Te he dicho que el libro de nuestro filósofo es un ejemplo de buen tono y sobriedad. Hay que hacer una excepción, sin embargo, respecto de la psicología evolutiva y el presunto valor adaptativo de la moral humana. ¡Los trata peor que a animales! Comprendo que el filósofo pueda haberse dejado deslumbrar por el foco de Singer. No conozco un solo caso de razonamiento evolucionista que confunda, como asegura Savater, «la explicación más o menos convincente de la conducta con su legitimación ética». Eso sería tanto como confundir el lenguaje con la lengua. Como en el caso del «órgano del lenguaje», el evolucionismo sólo especula con la posibilidad de que el hombre tenga una suerte de «órgano moral innato» fruto de la selección natural. Y, como es natural, nada dice de sus concreciones, y mucho menos de sus legitimaciones. Pero el caso, en este libro concreto, tiene poca importancia: Savater habla en prosa sin saberlo y ninguna de sus reflexiones profundas contradice ni la ciencia ni el evolucionismo. Como ha proclamado con toda justeza Stephen Hawking, Philosophy is dead! Pero los filósofos continúan vivos.

Sigue con salud

Arcadi Espada

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