Ánimo, lo mejor ha pasado

En la barra del bar de abajo de casa, una señora con voz de cazalla le ha dicho de pronto a su probable marido:

—Ánimo, lo mejor ha pasado.

Y el probable marido la ha mirado incrédulo, y después con odio. Quizás sólo fue un error verbal de la mujer, o tal vez una carga poderosísima de inquina. Me he marchado del bar sin averiguarlo. Pero, al salir, indefectiblemente he pensado, por varias razones, en Ennio Flaiano. Primero, porque venía de leer su Diario de los errores, que acaba de ser traducido entre nosotros. Segundo, porque me ha parecido que en alguno de sus libros, si no era en el mismo Diario de los errores, él decía una frase parecida a la de la señora. Y finalmente porque una especie de aforismo de Flaiano —”El hindú se masturba pensando en Dios”— trastornó hace años a un amigo mío, ya desaparecido.

En su momento, este amigo vio en la frase de Flaiano un enorme misterio y acabó dedicándole al enigma cuatro años de su vida y un elevado número de folios, siempre tratando de alcanzar del aforismo su oculta y más verdadera y profunda dimensión. Ahora como siempre me ocurre cuando evoco este episodio, acabo cayendo en la cuenta de que hay frases que nos quitan años; a mi amigo, la de Flaiano le robó cuatro, aunque él dio por bien empleado el tiempo, quizás porque tuvo la buena o mala suerte —no se sabe— de un día cruzarse en Roma con el mismísimo Flaiano y, después de tantos devaneos con el aforismo del hindú, se sintió obligado a pedirle que le aclarara el sentido de la frase incomprensible. Flaiano le miró encantado, como si se encontrara a gusto ante aquella proposición, pero se negó a ayudarle diciendo:

—Perdone, pero no caeré en esa vulgaridad. La claridad es la buena educación del hombre de letras.

No dijo nada más, como si se negara a ser educado, y con esas dos frases le dio a mi amigo cuatro años más de trabajo.

Era un amigo de Mallorca —desgraciadamente ya en la gloria; seguro que le gustaría que hablara de él en estos términos— que en los momentos más tediosos salía siempre de la peligrosa encerrona del destino diciéndose que en el fondo tenía suerte de que su vida fuera tan llana y tranquila, pues en ella las frases eran grandes aventuras. Había hallado la perfecta solución a sus angustias, la gran tabla de salvación, en la lectura de autores que dejaban caer frases a cuya comprensión él descubría que tenía que dedicar notables trechos de su vida.

Precisamente, a partir de su encuentro en Roma con Flaiano, este rasgo de su carácter se agudizó, ya que le pareció entender que la lectura y estudio de una frase incomprensible —por extensión, esto lo aplicaba también, por supuesto, a la lectura y estudio de un libro entero— era lo mejor del mundo, principalmente porque le sacaba de sí mismo y le conducía a “saber ver al otro”, aunque no necesariamente tuviera que, como a Flaiano, encontrárselo en persona.

De algún modo, mi amigo mallorquín encontró en el hábito de la lectura el único lugar del mundo donde uno puede dar con un texto detrás del cual hay una persona que demanda que se le reconozca, por extraña que ésta pueda parecer, la realidad de su propuesta; una persona que pide “ser vista” y que además, a quien tenga la virtud de intentar ponerse en su lugar, no le importe lo ajena que pueda resultarle, de entrada, su interpretación del mundo.

Un gran libro puede obligarnos a aceptar la radical otredad que hay en todo aquello que hasta hacía unos momentos nos había parecido tan próximo como familiar. Es lo que nos sucede cuando leemos, sin ir más lejos, a Ennio Flaiano. Porque un gran libro es la comunicación de un suceso metafísico que nunca puede llegar a conocerse, no importa cuánto se viva, no importa cuánto se ame: la experiencia del mundo a través de una conciencia que no es la propia. Pero ahí está la gracia. La lectura nos hace ver por la calle, en persona, a Flaiano.

Los escritores son horribles cuando se adaptan a los tópicos de su época y nos entregan un mundo que saben que aplaudiremos porque ya lo hemos visto en la televisión. Un mal libro no nos cambia nada. Ya no es que no nos ofrezca una búsqueda, un desafío, una carga profunda, el “hachazo contra el mar helado que llevamos dentro”, sino que no nos trasmite emoción alguna, nos deja como estábamos, sonámbulos de nosotros mismos. Pero, en cambio, la gran escritura obliga al lector a adaptarse a una visión nueva. Y así, por ejemplo, si uno, antes de entrar en el bar de abajo, se pasa la mañana en casa leyendo a Flaiano, luego, al caer la tarde y pasear por el centro de la ciudad y contabilizar el número de banderas desteñidas que hay en los balcones, se dice a sí mismo que “entender lo que es la China es no sólo imposible, sino inútil”, es decir, ve el mundo como lo veía Flaiano y siente que le sucede lo que ya le pasó hace tiempo con Robert Walser, por ejemplo, al que leyó una vez a lo largo de toda una mañana, y luego por la tarde, paseando por el centro de su ciudad, el mundo se había vuelto walseriano.

Flaiano, dicho sea de paso, es el mejor antídoto a la soledad y al aburrimiento general del universo, donde, como sabemos, se acometen, una y otra vez, de forma imperturbable, las mismas rutinas, pues todo se repite ahí (o aquí) del modo más incesante y mortal. Digo esto porque hace tiempo que le debía a Flaiano estas palabras y lo mínimo que podía hacer hoy era dedicárselas. Y porque esta misma mañana su imparable agudeza me ha salvado de una estancia en el infierno de la monotonía de mí mismo. Nada más abrir Diario de errores (editorial Días Contados; prefacio y traducción de J.A. Gonzalez Sainz) he ido a parar a una página en la que se leía: “El catolicismo en Francia es un movimiento literario”. Me ha parecido que no se podía resumir mejor en menos palabras lo que es Francia, así que he seguido leyendo el libro hasta el final.

Flaiano fue el cerebro en la sombra de toda la gran cultura italiana que va de los años cuarenta a los sesenta. Es pariente literario y fílmico de nuestro Azcona. Y no sólo fue autor de libros muy irónicos y divertidos, hechos por un hombre consciente de la estupidez del mundo contemporáneo, sino, además, el guionista de algunos de los mejores films de Fellini, Antonioni, Berlanga, Roberto Rossellini (Dov'è la libertà?) y Pietro Germi, entre otros.

“Ennio Flaiano es siempre talento, sagacidad, ironía, chispa, dardo certero, funámbulo empedernido entre la melancolía y la risa, la romana mundanidad y las mas descastada soledad”, escribe Gonzalez Sainz en su no menos certero prefacio. Y añade: “Padeció de un complejo extremadamente raro entre los italianos, el complejo de igualdad, él, que era —vamos a permitirnos decirlo— un genio. Pero, claro, lo peor que le puede pasar a un genio, según sus palabras, es ser comprendido”.

Y no, no fue comprendido, quizás porque hablaba con la tremenda claridad del que es mordaz por buena educación. Quizás no fue comprendido porque a nadie le interesaba hacerlo en un país con tendencia a entender demasiado las cosas: “Y pensar que esta farsa durará todavía miles de millones de años, según dicen”.

Exacto. Miles de millones de años. Y eso que lo mejor ya ha pasado.

Enrique Vila-Matas es escritor. Su último libro es Kassel no invita a la lógica (Seix Barral).

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