Aniversario de la Revolución: en México somos mártires del sufragio

La estación de Metro Zapata, en Ciudad de México, en la conmemoración de los 100 años de su asesinato, en abril de 2019. (Eduardo Verdugo)
La estación de Metro Zapata, en Ciudad de México, en la conmemoración de los 100 años de su asesinato, en abril de 2019. (Eduardo Verdugo)

Desde hace más de un siglo, cada 20 de noviembre celebramos el aniversario de la Revolución Mexicana de 1910 como si hubiera sido un gran salto histórico hacia una sociedad más justa y democrática. Sabemos, sin embargo, que el levantamiento de Francisco I. Madero para impedir la octava reelección de Porfirio Díaz fue apenas el comienzo de una lucha sin cuartel entre caudillos que se asesinaron entre sí durante 10 años.

La “fiesta de las balas” concluyó cuando el presidente Plutarco Elías Calles, en 1929, tuvo la idea providencial de unir a todos esos jefes militares, a las centrales obreras y a los líderes campesinos en un gran partido político donde las disputas por el poder se dirimieran en santa paz. El Partido Nacional Revolucionario, que acabaría llamándose finalmente Partido Revolucionario Institucional (PRI), era un engendro que traicionaba desde su fundación los ideales democráticos de la revolución que inició Madero.

El PRI logró pacificar el país, pero la concentración de los tres poderes en una “presidencia imperial”, como la llamó el historiador Enrique Krauze, encubrió durante 70 años una nefasta asociación delictuosa entre la nueva oligarquía y la alta burocracia. Situada por encima de todas las leyes, la familia revolucionaria regenteó la industrialización del país, suprimió la libertad de prensa, prohibió las huelgas, se apropió de los símbolos nacionales con fines facciosos y reprimió salvajemente cualquier tentativa por arrebatarle triunfos electorales.

A pesar de su ADN autoritario, los gobiernos “emanados de la Revolución” elevaron el nivel de vida de los trabajadores y crearon instituciones como el Instituto Mexicano del Seguro Social, la UNAM, Petróleos Mexicanos y las escuelas públicas gratuitas, que le dieron estabilidad al país durante los años del “milagro mexicano”, de 1940 a 1970. Un amplio sector de la población recuerda con nostalgia el progreso económico de aquella época y cree que basta recuperar los ideales revolucionarios para volver a la senda del bienestar.

El actual presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), forjado en el PRI, es el principal abanderado de esa ideología nostálgica, pero su interpretación de la historia reciente comete una grave omisión, pues achaca todas las lacras del antiguo régimen a los gobiernos neoliberales que, a partir de 1982, redujeron al mínimo la intervención estatal en la economía.

Ciertamente hubo una gran corrupción en dos gobiernos de ese periodo, el de Carlos Salinas (1988-1994) y el de Enrique Peña Nieto (2012-2018), pero AMLO finge ignorar que, en los gobiernos populistas de Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982), el saqueo de las arcas públicas también causó un grave quebranto a la economía popular. Los economistas neoliberales han argumentado siempre que sus reformas fueron necesarias para sacar al país del barranco donde lo hundieron los populistas de los años 70. En ese régimen, la corrupción no dependía de la doctrina económica en boga: la familia revolucionaria hizo grandes negocios estatizando o privatizando empresas.

La lucha por instaurar una verdadera democracia en México ha buscado, en primer lugar, detener el saqueo sistemático del erario. Desde 1997, cuando el PRI perdió la mayoría en el Congreso, empezó la lenta caída del antiguo régimen y la revolución legalista de Francisco I. Madero por fin empezó a cobrar visos de realidad. López Obrador pretende honrar su legado, pero no admite que llegó al poder gracias a una lucha de todas las fuerzas políticas en contra del PRI, donde la sociedad civil ejerció el voto útil por encima de los antagonismos ideológicos.

La Cuarta Transformación que dice impulsar AMLO, si acaso existe, comenzó con el gobierno del entonces panista Vicente Fox (2000-2006), no con el suyo. Ciertamente, los gobiernos del Partido Acción Nacional traicionaron el mandato de sus electores, quienes les exigían desmantelar el aparato corporativo del PRI, pues prefirieron montarse en él y aliarse con sus más conspicuos representantes, como la lideresa magisterial Elba Esther Gordillo. Lo peor fue que más tarde, ante la amenaza de un triunfo de la izquierda encabezada por AMLO, entregaron al poder a sus antiguos dueños.

El apoyo subrepticio del panista Felipe Calderón (2006- 2012) al priista Peña Nieto en su campaña electoral fue el epílogo de esa grotesca traición a la voluntad popular, que el PAN pagará durante mucho tiempo en las urnas.

Es evidente que para AMLO la herencia más preciada de la Revolución no es la de Madero, sino la de Emiliano Zapata o Francisco Villa, los caudillos que lucharon aguerridamente por la justicia social. Su aspiración de construir un país más igualitario es legítima y, si de verdad logra un mejor reparto de la riqueza sin descarrilar la economía, emulará con éxito a los héroes que admira. Pero hasta el momento, su proyecto de país ha sido demasiado excluyente.

Pretende gobernar para todos, pero se comporta como un candidato en campaña, más interesado en fustigar a sus adversarios que en resolver problemas. Su tajante división de la sociedad en buenos y malos, típica de los gobiernos en los que el apoyo popular a un líder carismático se fundamenta en los odios de clase, lo sitúa de lleno en la tradición que va de Juan Domingo Perón en Argentina, a Hugo Chávez en Venezuela.

Paradójicamente, AMLO combate con más furor a los “conservadores” que a los capos del crimen organizado. Enconar la discordia civil en un clima de terror a la delincuencia es la receta ideal para llevarnos al caos. Al restringir con fines partidistas el legado de la Revolución no sólo comete un error, sino una grave injusticia, pues todos los demócratas del país contribuyeron indirectamente a su victoria electoral, aunque no hayan votado por él en 2018.

Durante el siglo XX, tanto la izquierda como la derecha aportaron una cuota de sangre para que los mexicanos de hoy podamos elegir a nuestros gobernantes. Bienvenidos sean los homenajes a los estudiantes asesinados en Tlatelolco en 1968 por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), pero nadie parece recordar a los 46 sinarquistas que las fuerzas armadas asesinaron en 1946 por oponerse a un fraude electoral en León.

Si López Obrador quiere ser un verdadero estadista debería aprovechar la celebración de hoy, 20 de noviembre, para honrar a todos los mexicanos que murieron por el sufragio efectivo, siguiendo el ejemplo de Francisco I. Madero. Necesitamos esa reconciliación nacional para enfrentar juntos el tremendo desafío del crimen organizado. Pero me temo que no habrá una celebración así en ningún año de su sexenio.

Enrique Serna es escritor. Su novela más reciente es “El vendedor de silencio”.

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