Aniversario del fin de las utopías

No deja de tener su punto de sarcasmo que el 40.° aniversario de la legalización del Partido Comunista de España, en muy singulares condiciones, viniera a coincidir con el aniversario del final de las utopías, que no otra cosa fue la Revolución bolchevique, con lo que se da fin a cualquier proyecto utópico del tipo de los que se venían promoviendo siglos anteriores. Porque la Revolución Francesa de 1789 y la Comuna de París tenían sentidos muy diferentes. Es la toma del poder por los bolcheviques en octubre de 1917 la que cambia el panorama del mundo, por decirlo en aquellas rotundas palabras del periodista norteamericano John Reed, protagonista de los acontecimientos y que tituló en un libro brillante: Diez días que estremecieron al mundo. Cuya lectura aún emociona. Muerto de tifus, sigue hoy enterrado junto a las murallas del Kremlin moscovita, en agradecimiento.

Hay algo más que un detalle en una comunicación de Lenin, que leí hace mucho tiempo y que tengo perdida en mi memoria. No sé si se dirige a Trotski, a Lunacharski o al jurista y presidente Sverdlov -sé que no iba dirigida a Stalin, un hombre menor entonces en la recién nacida nomenklatura dirigente bolchevique-, pero lo que no se me ha olvidado es la exigencia de Lenin de hacer muchos decretos, muchos, tantos como fuera posible y muy bien expuestos. Porque tenía en aquellos primeros meses o años de revolución la conciencia de que no les iba a ser posible durar en el poder y así al menos quedarían escritas sus ambiciones. Duraron ¡y de qué modos y maneras hasta 1991! y el texto se olvidó. Pero en él está la semilla del fin de las utopías. Triunfó y arrasó cualquier tentativa de ingenuidad y bonhomie; se acabaron las utopías, que por otra parte no tenían más futuro que el de la letra escrita y la audacia de unos agraciados aventureros. Confieso mi escaso interés por las utopías. Si por lo que luchas, te consta que no vas a poder realizarlo, no merece la pena ni intentarlo. Lo peligroso es cuando peleas por algo que se puede realizar y el resultado es un desastre, y en ocasiones sangriento.

El nacimiento de pequeñas editoriales prácticamente por toda España, y no al estilo de la posguerra que se trataban de voluntariosos y numerados ejemplares de poesía, o relato corto, ahora se trata de textos magníficamente editados que se cuelan entre los "dos gigantes", como los llamó uno de esos plumillas que escriben bien regalados por los gigantes de la prensa. Fíjense si el sicario en este caso no cumplió con sus deberes, que ni entre los gigantes ni entre los enanos no llega a citar a Akal, que lleva tropecientos años editando y tocándoles los cojones a los gigantes, a los señores y a sus criados. La omisión nunca es un olvido, siempre es una censura, hija del dueño o dueños del gigante.

Lo cierto es que han aparecido dos libros en discretísimas editoriales que bien merecen esas reseñas que casi nadie resalta. Uno es la reedición del Madrid-Moscú, las notas de viaje de Ramón J. Sender que hizo a la entonces Unión Soviética durante los años 1933-1934, con prólogo en esta ocasión de J.-C. Mainer. Editado por la madrileña Fórcola.

Sender viajó a Rusia en 1933 enviado por el diario La Libertad, y durante tres meses -entonces se hacían esas cosas- llegó a publicar algo más de 30 artículos, que luego el editor de la época, Pueyo, convirtió en un centenar de breves capítulos, con viñetas que no aparecen en esta nueva edición.

Confieso que es un interesante libro para conocer a Sender y una simpleza sin remilgos de propaganda soviética de la que se hace defensor hasta el desafuero. Sorprende por ejemplo que el nombre de Stalin sólo sea citado tres veces ¡en 1933!, lo que me hace sospechar algún barrido editorial o prologuístico. Entonces lo mínimo hubieran sido un centenar, y la defensa de la nueva sociedad rusa que se está construyendo parece -¡vean la contradicción!-una auténtica sociedad utópica, de la que Sender se siente entusiasmado.

Conociendo la trayectoria de este eficaz narrador de Imán y sobre todo Réquiem por un campesino español, una narración estremecedora, superior a la trilogía que haría más tarde -Crónica del alba-, es difícil describir la ferocidad anticomunista posterior de Sender, tras una muy peculiar etapa anarquista, saldría de la Guerra Civil muy tocado para residir en Estados Unidos, donde se convertiría en un auténtico guerrero de la guerra fría, para acabar con Lara, en la editorial Planeta y ganando algún premio que no fui capaz de terminar. ¿Pero, y qué? Fue el representante de una generación de periodistas literarios de lo más brillante de su época, con páginas de una gran brillantez.

El otro libro que quisiera destacar es muy distinto y de mayor fuste, Una juventud en Alemania, del autor dramático, activista revolucionario, y hombre quizá hoy muy olvidado entre nosotros: Ernst Toller, que acaba de editar en Logroño Pepitas de Calabaza, una editorial singular hasta en el título, que se inspira en el film de José Luis Cuerda Amanece, que no es poco.

Con Ernst Toller estamos ante otro tipo de personaje, que nace en Polonia (1893), que se enroló voluntario en la Primera Guerra Mundial y que luego participó en todas las batallas, guerras y guerrillas revolucionarias de toda Europa, incluida España. Visitante asiduo de cárceles y comisarías como otros conocen hoteles de postín, y siempre por los mismos motivos: su talento de escritor, de dramaturgo radical y su capacidad organizadora como activista revolucionario. Siempre en el camino del comunismo libertario organizado por la gran Rosa Luxemburgo, que dominó la comunidad revolucionaria germánica, el espartakismo, hasta que la asesinaron los socialdemócratas de la República de Weimar. ¡Qué actuales siguen siendo los artículos de esta polaca sobre los trabajadores y los nacionalismos!

De Ernst Toller fue la frase que debería servir de portón a los partidos políticos de izquierda, porque los de derecha no lo necesitan: "El miedo a la verdad conduce al autoengaño". Refiriéndose al levantamiento obrero de noviembre de 1918 en la región del Rin y Berlín. Escribió sin pelos en la lengua: "La revolución alemana se encontró con un pueblo ignorante y con una capa de dirigentes compuesta de probos burócratas".

Y tras muchos avatares llegó Hitler, con la fuerza casi siempre equívoca de los votos. Ernst Toller se exilió primero a Inglaterra y luego a Estados Unidos. En Nueva York se suicidaría, en 1939. La derrota de los republicanos le sumió en una depresión de la que no saldría. Hay como una predestinación hacia el suicidio. Basta decir que el libro se abre con esta dedicatoria: "A mi sobrino Harry, que en 1928, a los dieciocho años, se pegó un tiro".

Al funeral de Toller, entre otros, asistieron el futuro suicida Klaus Mann -su padre Thomas aún no sabía muy bien qué hacer con el nazismo-, Sinclair Lewis y hasta don Juan Negrín, aún presidente de la Segunda República. El poeta W.H. Auden leyó un poema en su memoria. Lo exaltó como ejemplo para las generaciones venideras. Ernst Toller se mató en un hotel de Nueva York el 22 de mayo de 1939.

Gregorio Morán

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