Aniversario del Frente Popular

Hace ahora ochenta años que se celebraron las elecciones convocadas para los domingos 16 de febrero y 1 de marzo de 1936. El Gobierno convocante hizo público un manifiesto que era una llamada prudentísima a la moderación y a la serenidad, para que se decidiera entre «la pugna despiadada de dos irreconciliables banderías» o la salida a «los horizontes de estabilidad, de convivencia, de continuidad, de marcha adelante, que son el timbre de una gran nación políticamente organizada». Tras invocar la necesidad de gobernar desde el centro como elemento estabilizador de la vida nacional y afirmar sus compromisos de mantener el orden público y el respeto al código fundamental, «el cual podrá ser modificado por los trámites que la propia Constitución señala, pero que ningún otro poder podrá alterar sin ser declarado faccioso», el manifiesto gubernamental exigía respeto para las creencias y sentimientos religiosos y expresamente para las profesadas por la mayoría de los españoles; prometía devolver a la iniciativa privada el libre juego que tan fecundo resultado diera; aseguraba que mantener una etapa de confianza y estabilidad gubernamentales bastaría para que se produjera un resurgir de la general riqueza que alcanzaría a todas las clases; censuraba la tributación excesiva e invocaba a un gran afán nacional de engrandecimiento de España, en el que debían colaborar los órganos todos del Estado, los Institutos armados, la Justicia, la enseñanza y las instituciones sociales.

Aniversario del Frente PopularLas llamadas derechas acudieron divididas a las urnas y dieciocho partidos de la llamada izquierda se integraron en la coalición que se dio el nombre de Frente Popular. En su manifiesto, junto a algunas promesas comunes, se subrayaban las discrepancias que separaban a los republicanos de los socialistas: los primeros no aceptaban el principio de nacionalización de la tierra y su entrega gratuita a los campesinos, ni el control obrero, ni las medidas de nacionalización de la banca, ni el subsidio de paro, que solicitaban el Partido Socialista o la representación obrera. Por otra, el restablecimiento de la ley de contratos de cultivo –que había sido anulada por el Tribunal de Garantías Constitucionales– y la «adopció d´aquelles mesures que impossible que el Tribunal de Garanties Constitucionals pugui actuar amb carácter polític i obstaculitzar l´aplicació d´una llei reconeguda en les Corts de la República com a constitucional». El manifiesto catalán concluía convocando a los ciudadanos a cerrar el paso ala reacción ya impedir la implantación de regímenes dictatoriales y fascistas.

La campaña electoral debió de ser extraordinariamente agria, hasta el punto de que Ramos Oliveira escribió que «si las elecciones de noviembre de 1933 tuvieron efecto en una atmósfera de guerra civil, las de febrero de 1936 fueron la guerra civil misma. Las fuerzas políticas más considerables de la nación se agruparon en dos bloques irreconciliables de parejo volumen. La propaganda electoral, tumultuosa y violenta, sobrepasó en incidentes a toda la experiencia anterior de igual linaje».

Lo primero que sorprende a quienes nos interesamos por la historia es que no hubo proclamación oficial de los resultados y que ni los especialistas ni los políticos se han puesto nunca de acuerdo en el recuento exacto de los votos. Ganó las elecciones el Frente Popular, pero las reclamaciones y protestas fueron tantas que desde el 16 de marzo hasta el 3 de abril se debatieron los informes de la comisión de actas, cuyo presidente, Indalecio Prieto, dimitió presumiendo su disconformidad con algún dictamen de los que aún no se habían emitido. «Se hicieron tales cosas –escribió Madariaga– que D. Indalecio Prieto no quiso compartir la responsabilidad de aquellas polacadas». El clima de los debates era tal que Dolores Ibarruri, que dijo representar a los revolucionarios que en octubre de 1934 se levantaron en armas, pedía la anulación del acta de Gil Robles «porque los trabajadores que os han elegido repudian a los hombres que forman esa candidatura». Parece una constante de cierta izquierda española provocar primero disturbios y revueltas, incluso con dimensiones delictivas, y protestar después de la represión obligada por los encargados de mantener el orden público. Otro comunista, Vicente Uribe, aseguró que quienes tenían que temer la revolución social no eran los republicanos ni los verdaderos demócratas, «sino los fascistas como Calvo Sotelo».

El Gobierno Portela Valladares, cuya última disposición fue la declaración del estado de alarma en todo el territorio nacional, no esperó a la constitución de las Cortes para dimitir y ya el 19 de febrero el presidente de la República encargó a Manuel Azaña la formación de gobierno. Al día siguiente, exactamente al día siguiente, comenzaron las lamentaciones de Azaña y sus amargas quejas por el comportamiento de sus compañeros de coalición.

La desenvoltura con que la prensa izquierdista y no pocos dirigentes sostuvieron que la vitalidad de España, la ley, la justicia y el pueblo estaban a la izquierda y que a la derecha no había nada o que «lo que algunos llamaban la antiespaña era la verdadera España»; la afirmación de Azaña de que la derecha nunca tiene razón y que a él todo lo que es de derechas le repugna; su propio desbordamiento por quienes entre sus coaligados se proclamaban «hartos de la legalidad» y que llegan a sumirle en su confesada «negra desesperación»; la bolchevización del Partido Socialista, que, como llegó a escribir Indalecio Prieto, reaccionó a destiempo contra la influencia comunista y las apelaciones de algunos líderes de ambos partidos a la «marcha a la dictadura del proletariado a pasos de gigante»; la sangría constante del desorden público y de la violencia y el olvido de «toda línea legal y toda norma de Derecho» que denunció Ossorio y Gallardo condujeron a una verdadera catástrofe.

Las circunstancias son, por fortuna, profundamente distintas ochenta años después y sería necio negar legitimidad a cualquier pacto entre partidos que han recibido el respaldo de millones de ciudadanos y que pueden juntos alcanzar mayoría en la Cámara, pero quienes hemos hecho algo por lograr la concordia y la convivencia entre todos los españoles tenemos derecho a pedir que no se vuelvan a cometer algunos errores: que no se intente imponer a todos tesis minoritarias; que no sólo no se excluya, sino que incluso se respete a quienes no piensan lo mismo; que no se trate de condicionar con la algarabía de las calles lo que debe discutirse en el Parlamento; que no sean los extremismos irreconciliables quienes protagonicen la vida política y que la Constitución sea considerada improfanable, tanto para cumplirla como para reformarla. Llevamos cuarenta años de progreso en democracia –perfectible, por supuesto, pero democracia al fin– y tenemos un ejemplar Rey de todos que resiste con el mayor éxito cualquier comparación con la parcialidad republicana. Sería imperdonable que las ligerezas de políticos desconocedores de la historia comprometieran un futuro que puede seguir siendo esplendoroso.

Fernando Suárez González, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *