Aniversarios europeos

Hay un momento en la obra Vida y destino (Galaxia Gutenberg) de Vasili Grossman, el Guerraypaz de la batalla de Stalingrado y de la invasión nazi en la Unión Soviética, en que el siniestro personaje Liss, oficial de la Gestapo, le lanza una cínica perorata a su prisionero ruso, el viejo bolchevique Mostovskoi: «No veo razón para nuestra enemistad. En el mundo existen dos grandes revolucionarios: Stalin y nuestro Führer. Stalin nos ha enseñado muchas cosas. Para construir el socialismo, Stalin no vaciló: liquidó a millones de campesinos. Nuestro Hitler advirtió que al movimiento nacionalsocialista alemán le estorbaba un enemigo y decidió liquidar a millones de judíos. Pero Hitler no es solo un discípulo, es también un genio. En la Noche de los Cuchillos Largos encontró la idea de las grandes purgas del Partido en 1937. Debe creerme: sé que para usted soy su espejo».

En estos últimos tiempos han coincidido varios aniversarios importantes, de gran significación y simbolismo en lo que se refiere a la Historia del pasado siglo en Europa. Y, muy en concreto, en lo que se refiere a la descomunal tragedia que fue la Segunda Guerra Mundial, aún viva y en tantos aspectos latente, al menos en lo referido al gran número de advertencias y desgraciadas lecciones que todos los ciudadanos actuales europeos tienen que sacar y revisar sin cesar, una y otra vez, por consabido y asumido que parezca todo. Como cualquiera en nuestros días puede advertir, se trata de una bibliografía y filmografía que a través de estudios pormenorizados, de ensayos y nuevas revelaciones, de novelas magníficas como Vidaydestino, o de películas y documentales, en vez de concluirse y dar el cerrojazo de una vez por todas, no deja de crecer día a día, ofreciendo la impresión de que su huella devastadora y atroz, sus posibles ecos y consecuencias, no dejan de horrorizar y de provocar angustiadas preguntas a los europeos actuales, se trate del país que se trate. Un siglo, el llamado siglo XX de los totalitarismos que –como terroríficamente expresaba la cita del comienzo– tuvo como principal característica que lo peor y más infernal, el comunismo y el nazismo, coincidió en la tierra en un mismo momento, retroalimentándose e imitándose sin cesar. Algo que cualquier persona mínimamente informada y sensata, no cegada por ideologías extremas, hoy tiene claro. Es decir, el equipararlos y ponerlos al mismo nivel en tan macabra balanza, con sus diferencias y «enemigos interiores» a abatir. Pero no siempre fue así.

Como se sabe, durante años un tupido velo negro de ceguera voluntaria, gracias sobre todo a propagandistas activos de la izquierda occidental, del tipo de Jean-Paul Sartre y Louis Aragon, por no citar a otros muchos, hizo la vista gorda, sino negó categóricamente la existencia de gulags y masacres de millones de personas en la URSS. Todo lo que tenía que ver con los crímenes del comunismo y, más específicamente, con las atroces y constantes carnicerías del estalinismo que alcanzaron una especial virulencia en los años treinta, a través de hambrunas provocadas como la de Ucrania en 1932-1933 que ocasionó la muerte de 6 millones de campesinos, las detenciones arbitrarias, juicios sumarísimos y fusilamientos con burdos procesos amañados, o las deportaciones masivas a otras regiones, en las que morirían cientos de miles de desplazados sin una razón concreta, como es el caso de la tristemente célebre «Isla de los Caníbales», donde fueron arrojados sin alimentos ni herramientas de trabajo de ninguna clase 6.000 personas, en pleno invierno, que acabaron devorándose las unas a las otras, todo ello era cuidadosa y ardorosamente ocultado. Hoy los historiadores cifran en más de 20 millones los muertos del comunismo, durante los años de gloriosa «construcción del socialismo». A lo largo de décadas enteras, los críticos más exquisitos de la izquierda establecerían diferencias a la hora de clasificar la monstruosidad de aquellos déspotas criminales. Es decir, una vez llegó la «desestalinización» de 1956 con Kruschev, mantuvieron como asesinos «salvables» de la quema a Lenin y Trostski. El filósofo Leszek Kolakowski lo desmentiría: el estalinismo, caracterizado por «la abolición del derecho, la autocracia y el culto al líder, la delación generalizada como principio de gobierno y el poder absoluto de la ideología» no sería más que la consecuencia lógica de la teoría marxista. El estalinismo no era más que «el marxismo-leninismo en acción».

Y si no que se lo digan al historiador británico Robert Conquest, autor de libros hoy imprescindibles sobre los gulags de Kolyma, sobre las colectivizaciones forzosas y la apocalíptica hambruna de Ucrania, pero sobre todo por una obra magistral, todo un clásico, TheGreatTerror, que influiría en autores como Orwell y Koestler, sobre las purgas estalinistas de los años treinta. Conquest tuvo la valentía o el «error» de publicarla en el año 1968, en plena guerra del Vietnam, de las revoluciones callejeras y manifestaciones en múltiples universidades occidentales, donde el sentimiento izquierdista crecía sin parar. Conquest y su libro serían vilipendiados sin piedad por Noam Chomsky y otros. Él se limitaría a responder llamando «tontos útiles» al servicio de Stalin a las muchas figuras relevantes de la intelectualidad de izquierdas, como G. B. Shaw, Theodore Dreiser, Sartre o Romain Rolland que durante años actuaron de «apologistas» de su régimen totalitario, negando, excusando o justificando las ejecuciones. Salvo en el caso de la Rusia actual, donde la figura de Stalin es aún motivo de debate, como ha sucedido recientemente con el polémico 70 aniversario de la victoria sobre la Alemania nazi en la batalla de Stalingrado, en el que, por unos días, la ciudad de Volgogrado adoptó de nuevo el nombre de «Stalingrado», mientras los autobuses de la ciudad se paseaban tranquilamente con una efigie del dictador, y donde, una y otra vez, gracias a la calculada ambigüedad de Putin sobre la materia, se cede a la tentación de volver a recuperar a tan nefasto asesino en serie, ya sea en libros de textos de las escuelas donde su figura –un sangriento tirano para la enorme mayoría de los ciudadanos de toda Europa– es expuesta bajo la luz positiva de alguien que convirtió a su país en una temida potencia nuclear y dio el giro decisivo a la Segunda Guerra Mundial, derrotando a los nazis en Stalingrado, el resto de las naciones implicadas en aquella devastadora contienda, se puede decir que han ido cumpliendo sus «deberes» con la memoria. Una memoria muchas veces incómoda y dolorosa. Ese es el caso de los franceses. En el alba del 16 de julio de 1942, y en sólo dos días, la policía francesa arrestó a 13.152 personas de confesión judía. Unos hechos que hoy son conocidos como «la redada del Velódromo de Invierno». Apenas cien de ellos sobrevivirían, tras haber pasado por el campo de tránsito de Drancy, a sólo 15 kilómetros de París, donde eran embarcados directamente hacia Auschwitz. Con ese motivo, el presidente Hollande inauguraría hace poco, en el 70 aniversario de aquellos vergonzosos sucesos, el Memorial de la Shoah de Drancy, en una emotiva y solemne ceremonia. Aunque el primer presidente en asumir la triste verdad y reconocer la responsabilidad del Estado francés, por medio del régimen colaboracionista de Vichy, en la deportación de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, sería Jacques Chirac. «Esas horas negras manchan para siempre nuestra historia y son una injuria a nuestro pasado y a nuestras tradiciones. Sí, la locura criminal del ocupante fue secundada por franceses, por el Estado francés», proclamó en un histórico discurso de 1995.

Por Mercedes Monmany, escritora

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