Año cuatro del terrorismo global

Por Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: Juan Gabriel López Guix (LA VANGUARDIA, 09/09/04):

Una nueva época quedó inaugurada con los atentados del 11 de septiembre del 2001 y, desde entonces, el terrorismo nos interpela y conmociona cotidianamente, lo que lo convierte en un elemento central de la experiencia de las sociedades contemporáneas. Sin embargo, en tres años el fenómeno ha recorrido cierto camino y resulta ser mucho más complejo y diversificado de lo imaginable en el momento de tomar conciencia de su auge.

Consideremos ante todo el islamismo guerrero imputable a Bin Laden. El fenómeno es global, a la vez planetario y local: ésa es una primera dificultad para comprenderlo correctamente. Los primeros análisis de Al Qaeda solían proponer la imagen de una red con células durmientes capaces de responder en los diferentes países, llegado el momento, a una señal para pasar a la acción. Ahora bien, el examen de los atentados producidos desde entonces (en Bali, Kenia, Marruecos, Túnez, Turquía, España, etcétera) obliga a modificar ese punto de vista. La nebulosa de agentes susceptibles de reclamarse de Al Qaeda o de aparecer como actuando en su nombre está constituida por una multiplicidad de grupos y grupúsculos sin que haya necesariamente una interconexión y menos aún una relación interpersonal entre ellos. En el pasado la participación común en campos de entrenamiento (en Pakistán o Afganistán) creaba entre los militantes unas amistades y una fuerza de unificación que perdura todavía, pero que ya no dispone de lugares para renovarse. Los grupos nacen en el mantillo de sus propias sociedades, sobre un trasfondo de exclusión social, miseria y agitación islamista, pero sin la experiencia compartida de esos campos. Pueden adquirir por sí mismos, o gracias a encuentros fortuitos (en la cárcel, por ejemplo, como consecuencia de delitos comunes), los rudimentos ideológicos o religiosos que les darán la fuerza y la capacidad de actuar hasta el suicidio martirial, así como acceder a los conocimientos técnicos. Hoy no hay una red estructurada que controle en el mundo entero a individuos o grupos a la espera de órdenes, sino una multiplicidad de grupos autónomos y, por lo tanto, de un fenómeno del que desconocemos hasta dónde llega la fragmentación y cuyas lógicas de acción internas, en el seno de las sociedades, no dependen por completo del exterior.

Consideremos a continuación los principales focos de terror contemporáneo. Conjugan, según distintas modalidades, tres tipos de significados: religiosos, nacionales y ligados a la crisis de un Estado. En el momento de los atentados del 11 de septiembre del 2001, el acento se colocó – legítimamente– en las dimensiones religiosas y metapolíticas del islamismo guerrero. Éste aplicaba una violencia antioccidental dirigida prioritariamente contra Estados Unidos en nombre de un proyecto planetario. Sin embargo, mientras algunos bienintencionados enterraban la idea de “nación”, en declive según ellos debido a la mundialización, se constata en experiencias terroristas de gran importancia que es justamente la cuestión nacional lo que está en juego. Lo vemos con el terrorismo checheno, que es ante todo independentista. Lo observamos también con los atentados suicidas palestinos, que podrán remitirse al islam (sobre todo cuando son ejecutados por Hamas), pero que incluso en ese caso no dejan de ser fundamentalmente nacionalistas. Por último, el terrorismo que se produce en Iraq (en particular, las tomas de rehenes con desenlace a menudo trágico) remite al Estado y es ante todo fruto de una descomposición que permite el auge de todo tipo de violencias, islamistas de diferentes confesiones, nostálgicas del antiguo régimen, crapulosas, etcétera. Aquí los significados del terrorismo pueden ser numerosos; y el más importante es que resulta posible y alentado por las carencias del poder, cuya legitimidad es frágil, y una capacidad de controlar el país dependiente de los estadounidenses, ellos mismos frecuentemente desbordados. Asimismo, los atentados y los ataques recientes en Arabia Saudí, imputados a menudo a Al Qaeda, hacen pensar que la cuestión del Estado puede movilizar a actores que en el momento del 11-S se consideró que sólo pensaban en términos mundiales, sin fronteras.

Por último, el terrorismo del 11-S pareció dirigir al mundo entero un mensaje sin más contenido que el desafío y el odio, sin exigencia ni reivindicación precisas, que se quería profético, sin fines instrumentales precisos. Sin embargo, desde entonces, con la guerra en Iraq el terrorismo se esfuerza por ejercer un impacto geopolítico y político, tiene finalidades concretas, instrumentales, e incide sobre los comportamientos políticos, internos e internacionales, de los países a los que afecta. Lo hemos visto con los numerosos secuestros de extranjeros, japoneses, coreanos, italianos, etcétera, en Iraq: su liberación ha sido condicionada al abandono, por parte de su país, de toda participación en las operaciones militares de la coalición anglo-estadounidense en Iraq. El terrorismo parece entonces convertirse en un factor nuevo en los juegos internacionales, un elemento que hay que tener en cuenta en la conducción de la diplomacia y la guerra.

Ahora bien, su alcance va mucho más lejos, porque también incide –y de modo simultáneo– sobre la vida política en el seno de ciertos países. Lo hemos visto con claridad en dos ocasiones. La primera tuvo lugar en Madrid el 11 de marzo del 2004, cuando una serie de atentados particularmente sangrientos poco antes de una importante cita electoral dio lugar a un resultado espectacular: el éxito de la izquierda, imprevisto la víspera misma y debido verosímilmente tanto al mensaje de la violencia (que España abandonara la coalición en guerra en Iraq) como a la mala gestión de la crisis por parte del gobierno de Aznar. La segunda se refiere a Francia, puesto que la liberación de dos periodistas franceses secuestrados en Iraq –sin liberar en el momento de redactar este texto– tenía como condición la derogación de una ley sobre los signos religiosos “ostensibles” en la escuela, una ley votada unos meses antes para poner fin sobre todo al uso del pañuelo islámico por parte de las jóvenes musulmanas en los locales escolares. El resultado de los secuestros, aquí, no ha sido alentar a las minorías para que sacaran provecho del acontecimiento en el momento de la vuelta al colegio, para provocar a las autoridades pidiendo a las jóvenes que se presentaran cubiertas en la escuela, sino al contrario, para reforzar la imagen de un islam francés que se integra, se inclina sin refunfuñar a la ley e incluso afirma su lealtad a la República. Así, importantes portavoces musulmanes han acompañado a los dirigentes franceses enviados a Iraq para negociar la liberación de los rehenes y se han dedicado a explicar a interlocutores muy numerosos y variados el sentido del laicismo a la francesa, o el carácter inaceptable a sus ojos de la presión terrorista.

En el futuro, el terrorismo global mezclará mucho más envites internos e internacionales en la medida en que movilizará actores representantes de las propias poblaciones afectadas por ese desdoblamiento de los envites (debido, por ejemplo, a su religión o su origen étnico o nacional): inmigrantes norteafricanos, musulmanes, por ejemplo en países como España y Francia, y que pueden sentirse amenazados o afectados, incluso tomados como rehenes por la violencia terrorista que se reclama de una identidad compartida, pero en la cual ciertos elementos pueden también sentirse representados por esa misma violencia. Cuanto más se etnifican y se comunitarizan nuestras sociedades, más se abren a las diferencias culturales y las reconocen en el espacio público, y más el impacto del terrorismo contemporáneo corre el riesgo de difuminar las fronteras entre los debates políticos internos y las relaciones internacionales.

El terrorismo se diversifica en sus contenidos y en sus envites, con lo que contribuye a complicar las relaciones clásicas entre países, incide sobre la vida política interior y crea dinámicas que impiden distinguir de forma clara lo interior de lo exterior. Combina incluso él también lógicas interiores y exteriores. No basta con declararle la guerra, como si se redujera a una simple locura asesina sin significado, como si constituyera un fenómeno homogéneo que sólo cabe aplastar por medio de la represión. El desafío que plantea reclama otros métodos, más respetuosos con sus dimensiones políticas, religiosas, culturales, económicas o sociales. En cierto modo, está muy por delante de las respuestas que hay que imaginar para hacerle frente.