Parece que fue ayer cuando cambiábamos de siglo, y hemos consumido ya diez y seis de sus años. Años frenéticos, inauditos, furiosos, desde ver a los norteamericanos atacados en su territorio (11-S), a los ingleses queriendo salir de la Unión Europea, pasando por la mayor crisis económica desde 1929. Lo fácil es echarle la culpa de nuestras desgracias, pero la crisis de las economías occidentales no fue la causa de nuestra precaria situación, sino la consecuencia de que viviéramos en una burbuja, sin querer darnos cuenta de lo que ocurría. Me refiero, como habrán adivinado, al mundo occidental, el nuestro, formado por Europa y Estados Unidos, dormidos en sus laureles. Diez y seis años son suficientes para hacernos una idea de por dónde va a tirar el siglo ya no tan nuevo, si no queremos que nos ocurra lo que a tantas civilizaciones que se durmieron en su poderío y riqueza, para ser arrolladas por otras más jóvenes y pujantes. La egipcia, por ejemplo. O la babilónica.
Lo primero que tenemos que constatar en esta especie de examen de conciencia es que Occidente se halla a la defensiva en todos los frentes. En el Oriente Medio –punto neurálgico del planeta por su riqueza petrolífera y su situación estratégica–, en franca retirada. Todo el poder norteamericano ha sido incapaz de imponerse en aquella zona, no por falta de medios –sigue teniendo las mejores armas en tierra, mar y aire–, sino porque ha fallado la política que los dirigía. El ejército USA sigue estancado desde el Mediterráneo a Afganistán, perdiendo incluso posiciones, como acaba de ocurrir en Siria. ¿La causa? Haber mantenido la estrategia de la guerra fría, que tan buen resultado le dio frente a la Unión Soviética, en un escenario muy distinto, donde las armas nucleares y antinucleares no sirven. ¿Se han dado ustedes cuenta de que los combatientes de aquellas batallas no llevan casco? Algo insólito, pues el casco es más necesario en una guerra que en una obra, al ser toda herida en la cabeza mortal de necesidad. Pero allí se lucha sin él, lo que indica que estamos en otra clase de guerra. No una guerra en busca de territorios o materias primas, como las usuales, sino una guerra de religiones, de civilizaciones, de estilos de vida. Una guerra a vida o muerte, en la que no se hacen prisioneros, al estar en juego el ser de cada uno de los contendientes. Más vale morir que someterse.
Occidente ha venido imponiendo al mundo su civilización desde la época de los descubrimientos geográficos, a la que siguió la de los científicos, y a esta, la de la industrialización con un ritmo cada vez más acelerado, hasta llegar al vertiginoso de la informática, que se renueva cada seis meses. Cuando decimos Occidente estamos diciendo raza blanca y, dentro de ella, un grupo muy especial, aquel que en Grecia hace al hombre «la medida de todas las cosas» y crea la democracia, complementada más tarde por el cristianismo. Hay una línea directa entre el Sócrates del «sólo sé que no sé nada» y el Einstein de «Dios no juega a los dados», pasando por el Descartes de la «duda metódica». Como la hay entre la máxima de Jesús «quiere al prójimo como a ti mismo» y la de Kant «obra como si cuanto haces tuviera validez universal». Con tan simples directrices, el hombre blanco se apoderó prácticamente del mundo. Vean un globo terráqueo de 1936. Lo que no era europeo lo había sido.
La Segunda Guerra Mundial sustituyó el imperialismo europeo por el ruso y norteamericano, que se repartieron el mundo, con sus respectivas formas políticas: capitalismo y comunismo, liberalismo y estatalismo, derecha e izquierda, occidentales todas ellas. La victoria norteamericana con el desplome del Muro berlinés acabó con ese equilibrio artificial, dejando al descubierto todo lo que bullía bajo él: culturas, pueblos, razas, religiones, naciones que no tenían nada que ver con la democracia ni con el comunismo, con la derecha ni con la izquierda. Un mundo que pedía paso y peso, que reclamaba su propia identidad, aunque fuera económica e industrialmente menos avanzada que la occidental. Su consigna era la de los ayatolás iraníes al echar al Sha (un déspota ilustrado): «De Occidente queremos su técnica, no su cultura».
Occidente ha tardado mucho tiempo en enterarse de que hay pueblos que no quieren su forma de vida. Que la democracia les dice poco, y la tradición, mucho. Pueblos que han sido colonias nuestras, por lo que guardan mal recuerdo de nosotros. Que se rebelaron contra el comunismo que los rusos intentaron establecer en Afganistán y se resisten a la democracia que han intentado llevarles los norteamericanos. Pueblos que, en cuanto la «primavera árabe» les libró de sus «hombres fuertes», volvieron a la guerra secular que mantienen sunitas y chiitas disputándose la herencia del Profeta. Pueblos que ven en Occidente el mayor enemigo, por la atracción que puede ejercer sobre sus mujeres e hijos, y le han declarado la guerra reviviendo las glorias de un Califato desde Damasco a Córdoba –eso pretende ser Estado Islámico– y con sus atentados terroristas. Pueblos que prefieren una norma de vida mucho más simple, mucho más práctica, como la coránica, con su ley del talión, el ayuno obligatorio, la plegaria diaria y un paraíso de cuerpos, no almas, a las abstracciones de nuestra fe y de nuestra política.
Mientras Occidente no se dé cuenta de esto y siga empeñado en exportar, y no digamos ya en imponer, su cultura a pueblos de culturas distintas, tendremos, no el «fin de la Historia» que anunció el iluso de Fukuyama, sino el comienzo de una nueva etapa de la misma, tal vez una nueva Edad Media, caracterizada por guerras, invasiones, desorden, miseria, caos. Los que hoy nos llegan no es a caballo y con la espada desenvainada, sino en barcazas y saltando vallas espinosas. Pero llegan con sus valores, costumbres, idiosincrasia distintos a los nuestros, no dispuestos a renunciar a ellos.
¿Qué podemos hacer? Por lo pronto, reconocer esta realidad. Luego, afrontarla con toda la crudeza que requiere. Por último, tener en cuenta que el problema está en su lugar de origen. Coinciden los expertos, incluidos bastantes musulmanes, en que el islamismo necesita una reforma como la de Lutero para modernizarse. Pero esa reforma no podemos imponérsela nosotros, tiene que nacer en su propio seno. Y eso sólo puede llevarlo a cabo el Ejército, el único estamento social capaz de hacer frente al fundamentalismo islámico. Lo demostró Atatürk en Turquía, con un experimento a punto hoy de descarrilar.
Pero los occidentales seguimos convencidos de nuestra superioridad, como los romanos del Bajo Imperio, gozando del pan y del circo, echando mano de viejas fórmulas, como el comunismo y el nacionalismo, olvidando que la única forma de mantener la paz es estar preparado para la guerra, sobre todo en un siglo mucho más ancho, duro, cruel, inclemente que el anterior, rodeados de extranjeros (barbarus en latín) en nuestro propio país. En Barcelona, las autoridades excluyen del Salón de la Infancia a las fuerzas de Orden Público y al Ejército. Y quieren tener un Estado. Merecen estar en ese salón.
José María Carrascal, periodista.