La Antártida constituye uno de los territorios mejor conservados del planeta. Esta enorme extensión de hielo juega un papel primordial como regulador del clima a nivel global, rodeada por un océano de aguas profundas y frías que alberga una variada y abundante biodiversidad marina.
Que la Antártida se haya conservado así no es una casualidad. Esto ha sido posible gracias a que, en los años noventa, un grupo de visionarios fueron capaces de dar un giro de timón para conseguir que este continente fuera designado como una reserva natural consagrada a la paz y la ciencia, tomando la protección del medioambiente como pilar esencial para la planificación y la realización de todas las actividades humanas.
Estos esfuerzos cristalizaron en 1991, cuando España dio un paso de gigante convirtiéndose en el país anfitrión de la firma del Protocolo al Tratado Antártico para la Protección del Medio Ambiente, comúnmente conocido como Protocolo de Madrid. Hicieron falta tres reuniones de negociación hasta alcanzar el texto definitivo. Finalmente, en un ambiente de optimismo generalizado, el 4 de octubre de aquel año, los delegados de los 26 países consultivos del Tratado Antártico cerraron todos los artículos del protocolo.
Hoy, al volver la vista atrás, observamos con satisfacción todo lo que se ha conseguido en estos 30 años. Desde su ratificación, el protocolo establece que cualquier visita a la Antártida debe cumplir con sus condiciones y tener fines pacíficos. El protocolo desarrolla el Tratado Antártico, que regula todas las actividades humanas en la Antártida, incluyendo la prohibición de todas las actividades relativas a la extracción de los recursos minerales, excepto para fines científicos. Y se impulsa el avance de la cooperación internacional y la transparencia, y libertad de investigación para facilitar la disponibilidad de los datos y los resultados científicos.
Pero no hay lugar para la autocomplacencia. La Antártida se enfrenta hoy a potentes desafíos relacionados con la actual crisis climática, que hace tres décadas apenas asomaba en el horizonte. Hoy sabemos que el cambio climático constituye una gran amenaza para la supervivencia a largo plazo de las comunidades marinas, alterando las redes alimentarias y toda la cadena trófica.
Las afecciones sobre los ecosistemas costeros y marinos debilitan día a día la resiliencia del Océano Austral y aceleran la pérdida de especies. Y en el medio terrestre se está experimentando un marcado calentamiento en torno a la península Antártica y otros puntos del continente. El resultado es un acusado retroceso glaciar, el colapso completo o parcial en distintas zonas de la banquisa de hielo marino y una mayor precipitación en forma de lluvia en lugar de nieve.
El último informe del Panel Internacional de Cambio Climático demuestra que la mayoría de estos desajustes son causa de la actividad humana, que ha alterado los ciclos naturales y roto equilibrios dentro de los ecosistemas. Es evidente que nos acercamos a puntos de inflexión que dispararán cambios rápidos, irreversibles y de escala suficiente como para alterar el clima global.
Ante esta situación de crisis es importante revalidar el espíritu que guio la firma del Protocolo de Madrid. La comunidad internacional debe tomar impulso para dar un nuevo salto adelante y afrontar los problemas, trabajando de manera activa y coordinada para emprender acciones de mitigación y adaptación que contribuyan a amortiguar estos impactos del cambio climático.
También es urgente acometer acciones para la conservación de la biodiversidad marina. Una de las medidas más exitosas que se ha aplicado prácticamente en todos los mares del mundo es la designación de áreas marinas protegidas. Las áreas marinas protegidas constituyen una herramienta esencial para una gestión responsable de la pesca en el océano Austral.
Actualmente, solo el 5% del océano Antártico está protegido, cifra que está muy lejos de satisfacer los nuevos objetivos globales de biodiversidad que se están negociando en este momento. Por lo tanto, establecer nuevas áreas marinas protegidas en sectores como la península Antártica, el mar de Weddell y el este Antártico es crucial para proteger la biodiversidad marina. La Comisión para la Conservación de los Recursos Marinos Vivos Antárticos (CCAMLR), que celebrará su reunión anual este mismo mes de octubre, es un momento clave para avanzar en la designación de estas áreas.
Las tres propuestas cuentan ya con un fuerte apoyo entre los países firmantes de esta comisión. Pero la mayoría no es suficiente; se necesita consenso para preservar estos últimos lugares salvajes de nuestro planeta, reservorio de una naturaleza única. Lamentablemente, algunos países han impedido dicho consenso durante los últimos años. El desafío que tenemos por delante es avanzar junto a ellos para lograr el anhelado acuerdo.
Como miembros de una sociedad comprometida con el medio ambiente deberemos movilizar a la opinión pública, las instituciones, la academia y la sociedad civil. Y deberemos ser creativos para hacer entender a la sociedad en su conjunto por qué la Antártida es importante y por qué debemos protegerla.
No tenemos tiempo que perder. Proteger la Antártida es proteger nuestro futuro.
Teresa Ribera es vicepresidenta Tercera y Ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico del Gobierno de España; John Kerry es enviado especial de Estados Unidos para el Clima; y Virginijus Sinkevičius es comisario europeo de Medio Ambiente, Océanos y Pesca.