Ante el atentado de París

Aún atónitos ante el macabro atentado en la sede del semanario satírico francés Charlie Hebdo, los Gobiernos de los países democráticos del mundo se preguntan cómo reaccionar, más allá de las manifestaciones de condena.

Este ejercicio requiere ineludiblemente tomar cierta distancia temporal y emocional de los hechos para proceder a un análisis que intente determinar “la razón de la sinrazón” y las consecuencias buscadas por las medidas que puedan adoptarse.

De momento, se han realizado algunas propuestas por distintos países europeos, principalmente por Francia. Llama la atención, sin embargo, la falta de reacción inmediata por parte de la Unión Europea (UE) como tal; máxime cuando existe una cláusula de solidaridad incluida en el Tratado de Lisboa que permite a los Estados miembros actuar conjuntamente y a la UE movilizar todos los instrumentos de los que disponga para prestar asistencia a ese Estado y adoptar medidas de protección de las instituciones democráticas.

Por más que los autores fueran franceses actuando sobre su territorio, la coordinación podría haber sido inmediata. Esto hubiera permitido, por ejemplo, detectar a Hayat Bumeddiene a su paso por Madrid. Lejos de esto, la reunión de ministros de Interior celebrada tres días después de los atentados tuvo lugar a instancias del fiscal general de Estados Unidos. Por su parte, la reunión de ministros de Asuntos Exteriores de la UE para decidir la reacción al atentado de París no tendrá lugar hasta el 19 de enero; demasiado tarde para ser eficaz y para paliar el desconcierto de los ciudadanos europeos ante este ataque a la libertad y a la democracia.

Las medidas a adoptar se centran en tres ámbitos: internacional, europeo y nacional, y habrían de incluir mayor cooperación judicial, policial y de inteligencia. Esto no significa que quede completamente descartada una actuación militar eficaz, allá donde sea necesaria para combatir a las fuerzas que han decidido acabar con todo grupo humano que no profese su religión y de la manera que ellas la entienden y autointerpretan. En este sentido, la coalición internacional que actúa en Irak, a petición de su Gobierno, debería verse reforzada y su estrategia militar cuidadosamente revisada para conseguir rápidamente la derrota de este nuevo actor internacional a quien la ONU ya ha denunciado por crímenes de guerra y contra la humanidad.

No se trata, como ocurrió con la intervención en Afganistán tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EE UU, de invadir un país para derrocar un Gobierno sino de asistir al débil Ejército iraquí para combatir a un movimiento, el autodenominado Estado Islámico, que se ha apoderado de una tercera parte del territorio nacional y masacra a su población. Ese mismo territorio le permite albergar a “combatientes” de diversos países y adiestrarlos en las sangrientas técnicas de la yihad. La estrategia militar para derrotar sobre el terreno al Estado Islámico y a sus filiales en otros países, por ejemplo Al Nusra en Siria, pone a Occidente ante una disyuntiva: cooperar con regímenes que han venido considerando “amenazas” a su seguridad o mantener las tradicionales alianzas de conveniencia con países que se encuentran detrás de la financiación del islamismo radical. En definitiva, cambiar el equilibrio entre las dos tendencias irreconciliables en el mundo musulmán: chiíes y suníes.

Por otra parte, el múltiple atentado de París da fuerza a los movimientos que claman por la adopción de medidas xenófobas y cuyas credenciales democráticas son más que dudosas. La sociedad europea basada en la convivencia y el respeto a toda persona, sea cual sea su nacionalidad o creencia, siempre que no atente contra los principios democráticos y los derechos fundamentales, debería evitar estas provocaciones que no contribuyen a dar una solución al problema sino a exacerbarlo.

Finalmente, más allá del doloroso hecho concreto, Europa debe plantearse una estrategia a medio y largo plazo para preservar el modo de vida y de convivencia que tanto ha costado alcanzar y cuya destrucción es el objetivo final de este movimiento islamista radical.

La multiculturalidad es un concepto noble que, vistos los resultados, no hemos sabido aplicar correctamente. Está claro que los cientos de jóvenes radicales europeos, normalmente inmigrantes de segunda o tercera generación, no se han integrado en las sociedades de acogida. Como acertadamente señala Robert Scruton, la aplicación de la multiculturalidad que se ha llevado a cabo en Europa no ha facilitado la integración de estos jóvenes con la cultura y los valores de la sociedad europea que atrajeron a sus padres, sino tan solo mantener su lengua de origen y tradiciones, algunas claramente contrarias a la igualdad de la mujer u otros derechos elementales. De este modo, hemos conseguido desarraigados sociales, con problemas de identidad pues no se reconocen en las sociedades de origen en las que no nacieron, ni pueden integrarse en la sociedad de acogida con el bagaje que ésta debería proporcionarles.

Esta reflexión no pretende facilitar un desplazamiento de la culpa por un acto criminal execrable; nada menos oportuno. Pero es obligación de todos, en especial de los poderes públicos, pensar en el día siguiente y en la generación siguiente si queremos preservar nuestro modo de vida sin que otro nos sea impuesto.

Natividad Fernández Sola es catedrática (acreditada) de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales y profesora Jean Monnet en la Universidad de Zaragoza.

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