Ante el cristianismo

¿Qué pasa por las hondonadas de la conciencia de aquellos españoles que de pronto se sienten extraños a lo que ha sido su religión y atraídos por las nuevas corrientes religiosas, como si ellas fueran la aurora de un sol que alumbra más y mejor que el cristianismo en el que han vivido? Nos equivocaríamos si pensásemos que ese sentimiento afecta a una mayoría de españoles. Se trata sólo de quienes se inclinan a lo políticamente correcto, a lo que sugieren la política y la cultura de medios en el poder para los que ser cristiano resulta anticuado y extraño, mientras que ser musulmán o budista lo consideran el colmo de la modernidad y de la excelencia personal. En unos casos se trata de moda; en otras, de exigencia de partido político y en otras, del beneficio resultante en el orden económico. Quienes no viven de convicciones propias y de serios criterios morales no responden como «personas», hacen lo que «se» hace. Es bien conocida la respuesta de Pío Baroja cuando se reconstituye la Real Academia de la Lengua y le pregunta el oficial de turno: «Usted Don Pío, va a jurar o a prometer?». «Yo, lo que se lleve».

Dejando de lado esa actitud por irresponsable y trivial, nos preguntamos por las formas y razones de aquellas minorías que se sienten lejos del cristianismo. Comencemos diciendo que no hay cristianismo sin iglesia, pero que hay que distinguirlos, clarificando cuándo se trata de objeciones ocasionales frente a la iglesia y cuándo de objeciones fundamentales contra el cristianismo. Se pueden distinguir cuatro formas, implícitas en algunos comportamientos y explícitas en ciertas declaraciones. De ellas resulta el alejamiento del cristianismo, pero no siempre el paso a otras formas de fe. Es, más bien, indiferencia religiosa por pereza, desinterés, falta de preparación intelectual para pensar o de valor moral para enfrentarse con el sentido de la existencia, sin atreverse a responder a aquellas interrogaciones que el hecho de ser hombre plantea a todo el que pretende vivir con dignidad y morir con esperanza.

La primera actitud, que podríamos designar como retorno al precristianismo, considera que una razón humana, que contraviene y se convierte en criterio para nuestros primitivos instintos animales, y una revelación que piensa el mundo y el hombre a la luz de su origen y meta, refiriéndolos a un Dios creador, han de ser superadas. Se hace a Grecia y a Jerusalén culpables de estas dos hiendas que escinden dolorosamente la naturaleza a humana: la conciencia moral y la conciencia religiosa, haciendo imposible el aposentamiento plácido en la finitud. Sócrates es el símbolo de la conciencia moral ante un deber sobrehumano que le lleva a permanecer fiel hasta la muerte. Antígona considera ese deber como divino y por él arrostra la muerte oponiéndose al tirano Creonte que le prohíbe dar tierra a su hermano, ya que hay que obedecer antes a los dioses que a los hombres. Platón considera nuestra suprema posibilidad abrirnos al Logos, a lo Eterno y Divino, que está en nuestra raíz. El cristianismo ha heredado esos ideales y los ha integrado en su acervo. Es significativo que el odio de Nietzsche incluye con igual intensidad a Sócrates y a Jesucristo. Ciertas propuestas de la modernidad, exigiendo establecer lo que es el bien y el mal, ser soberanos de realidades sagradas, derivan de esta actitud prometeica. Pero mientras seamos libres y limpios no podremos olvidar los Diálogos de Platón ni los Evangelios. No es posible retroceder en la historia.

La segunda actitud es menos incisiva teóricamente pero más pragmática: la podríamos designar acristianismo. Mientras que la anterior reclama un nuevo comienzo frente a la moral y religión que han existido en Occidente hasta hoy, ésta se instala en el presente y propone un proyecto de vida como si el cristianismo no hubiera existido ni hubiera aportado algo a la conciencia humana que fuera irrenunciable. Se parte de que el hombre es una realidad absolutamente abierta, sin dinamismos que le orienten hacia unas metas; se le considera construible del todo y de nuevo. Se repite que hasta ahora se le ha pensado en una línea, pero que hoy se le debe pensar en otra bien distinta. La comprensión del cuerpo, de la sexualidad, del matrimonio y de la familia y de la persona misma, que hoy se propone desde el poder, deriva de este presupuesto: todo está en manos del hombre, nada hay absolutamente normativo; no hay ningún límite. Si en la actitud anterior se daba un salto al pasado sobre nuestra historia, aquí se la deja de lado. La tradición no es considerada como una fuente de vida y de verdad; el presente lo es todo.

La tercera actitud no se contenta con poner el cristianismo entre paréntesis, dejándolo de lado, sino que se dirige frontalmente contra él, negándole verdad teórica, ejemplaridad moral, eficacia social y fuerza para ser fermento de la sociedad. Es el anticristianismo. En unos casos se lo acusa de ser incompatible con la democracia y el pluralismo, al ofrecer una verdad a la que se le reconoce origen divino y verdad definitiva. Se contrapone el monoteísmo, como fuente de opresión, al politeísmo como fuente de libertad. Se contraponen la verdad y la libertad. Mientras que el Evangelio, refiriéndose a la revelación de Dios en Cristo, dice que la verdad nos hará libres, ahora como propuesta alternativa y excluyente se repite que la libertad nos hará verdaderos. ¿Por qué enfrentar órdenes que son complementarias? La verdad nos precede, funda y alimenta mientras que la libertad es el camino para ir hacia la verdad y hacia la creatividad que Dios nos ha encargado. Sin verdad abierta para todos en igualdad no hay libertad para todos sino solo para quienes tienen en cada caso el poder. Sin libertad la verdad se convierte en la tiranía de quienes en un momento se apoderaron de ella.

La cuarta forma no es agria y agresiva como la anterior, al considerar el mensaje cristiano como un ultraje para la vida humana y una fuente de esclavitudes. Ésta le reconoce su capacidad de creación cultural, de proyectos morales, de motivación de la vida humana para ponerla al servicio de los demás, en trabajo de vida y en riesgo de muerte. Pero considera que todo esto no deriva de una revelación divina de Dios en Cristo, de la potencia sobrenatural de quien predicó el reino de Dios y resucitó enviando el Espíritu Santo a su iglesia para que la ilumine y guíe por los siglos, sino que es fruto de una fase cultural de la historia de la humanidad. Todo esto se podría vivir igual o incluso mejor sin fe. Se trata aquí de una secularización como transmutación de los valores religiosos en valores mundanales, de la sustitución de la fe en Dios por la fe en el hombre. Es el poscristianismo; otros lo llaman cristianismo cultural. Es negación pura y dura de Dios.

Estas reacciones actuales ante el cristianismo no son solo negativas. Debajo de su corteza, hay en muchos casos el interés por sus contenidos, la crítica de las acciones de la Iglesia contrarias a los ideales del Evangelio, la reclamación de que colabore con las ilusiones que animan a la sociedad prestándole sus recursos y la admiración ante sus logros, hasta el punto de que, como hiciera Juliano el Apóstata, se quieren reduplicar con formaciones humanas las instituciones cristianas, una vez negadas o asfixiadas éstas.

Desde dentro del cristianismo hay que saber discernir esos comportamientos con las motivaciones que los animan, responder generosamente a sus preguntas u objeciones con razones teóricas y con propuestas históricas, desde el gozoso convencimiento del valor inmanente de la fe en Cristo como don de Dios que agradecemos y como decisión de libertad, con la que la vivimos y la ofrecemos a los demás.

Olegario González de Cardedal