El 6 de mayo de 2001 brillaba en Pau un cielo azul sobre el que se recortaban, majestuosas, las montañas con las últimas nieves del año. En el bulevar de los Pirineos, mis amigos de Erasmus y yo admirábamos la imponente cara norte del Midi d’Ossau y soñábamos con emprender nuevas ascensiones. Sentíamos una absoluta libertad. Éramos jóvenes, invencibles, quizás inmortales. Éramos, en definitiva, muy felices. Algo, no obstante, estaba a punto de cambiarlo todo. Las palabras brotaban confusas de la boca de mi prima. Se había producido un atentado de ETA en Zaragoza. Inmediatamente supe que mi padre había muerto, asesinado por quienes durante muchos años se arrogaron la facultad de disponer de la vida de tanta gente inocente.
Creían que abrían así grietas en nuestros valores democráticos, incapaces de percibir que, en realidad, los reforzaban, que nos agrupaban a millones de ciudadanos en torno a ellos. Los asesinatos de ETA nos reunieron involuntariamente alrededor de una identidad cívica que saltaba por encima de las distintas sensibilidades nacionales que jalonan España, que empequeñecía y relativizaba la habitual confrontación ideológica entre izquierda y derecha. Lo que estaba en juego era algo infinitamente más importante. Nuestro derecho a vivir libremente, a triunfar, a fracasar, a enamorarnos, a deprimirnos. A vivir, al fin y al cabo.
Tras un anuncio previo, con su siempre tan ridícula como pomposa escenificación, el pasado 8 de abril ETA procedió a una entrega parcial de sus armas, con la que los españoles les obligábamos a dar un paso más hacia su definitiva disolución. Porque el fin de ETA no se debe a su sincera conversión o arrepentimiento, se debe fundamentalmente al firme pulso que los demócratas hemos mantenido con ellos durante décadas mediante una admirable combinación de unidad política y respeto a nuestro estado de derecho. Pero se debe también a un mero criterio de oportunidad que les recomienda emprender otro camino para conseguir sus fines políticos.
El final del terrorismo es una excelente noticia cuya trascendencia no debemos devaluar. Una noticia en la que los protagonistas, por mucho que lo pretendan, no son los asesinos de ETA sino los ciudadanos, las víctimas, nuestro estado. Nosotros. Son demasiados años persiguiéndolo como para negarle la importancia que merece.
Y sin embargo, no podemos olvidar que el proyecto político que preconizaba violentamente ETA sigue vigente, tratando de alimentarse de la candidez –en el mejor de los casos– o del sectarismo de quienes consideran que el simple hecho de que unos asesinos hayan dejado de matar les imbuye inmediatamente de una deslumbrante legitimidad democrática y ética ante la que todos debemos sucumbir. Con esta actitud, ingenuamente o no, ya les están otorgando una ventaja política por haber matado, secuestrado y perseguido durante tantos años a miles de ciudadanos inocentes.
El proyecto estrictamente político de ETA y su entorno reposa en principios tan poco recomendables para la construcción de un nuevo clima político como la insolidaridad, la intolerancia, el odio sectario, el supremacismo. Representa el peor nacionalismo étnico y excluyente, que establece diferencias basándose en el rh positivo o negativo de las personas, depreciando indisimuladamente la diversidad de procedencias y de ideas. Creo que cualquier ciudadano con una mínima sensibilidad democrática debería abominar de ese proyecto que antes se escondía tras pasamontañas y pistolas y ahora pretende presentarse orgulloso.
Pero eso no es todo. Sus representantes, que durante años han alentado, justificado y perpetrado todo tipo de acciones criminales, carecen obviamente de la mínima ejemplaridad ética que, por fin, exigimos a cualquier representante político. Por eso inquieta la cobertura política que desde diversos ámbitos se les proporciona, por eso decepciona tanto que haya quienes se molesten en patrocinar, como hombre de paz, a un personaje de las credenciales éticas y políticas de Arnaldo Otegi. Como si todos ellos pretendieran que el espacio que las armas de ETA han dejado en sus zulos sirviera para sepultar definitivamente su pasado. Como si ese 6 de mayo de 2001 nunca hubiera existido.
Manuel Giménez Larraz, hijo del presidente del PP en Aragón asesinado por ETA el 6 de mayo del 2001, en Zaragoza